Los cartagineses se paseaban por el campamento, sorprendidos de la multitud de cosas que allí encontraban. Los más pobres estaban tristes y los otros disimulaban su inquietud.
Los soldados les daban palmadas en el hombro, animándolos a divertirse. En cuanto veían a un personaje lo invitaban a tomar parte en sus juegos. Cuando jugaban al disco se las arreglaban para aplastarle los pies, y en el pugilato, al primer envite, le rompían la mandíbula. Los honderos asustaban a los cartagineses con sus hondas; los psilos, con víboras, y los jinetes con sus caballos. Aquellas gentes de ocupaciones pacíficas, a cada ultraje, bajaban la cabeza y se esforzaban por sonreír. Algunos, presumiendo de valientes, les decían por señas que querían ser soldados. Se les hacía partir leña y almohazar mulos. Les ponían una armadura y los rodaban como toneles por las calles del campamento. Y cuando se disponían a marcharse, los mercenarios se mesaban los cabellos con grotescas contorsiones.
Pero muchos, por necedad o prejuicio, creían sinceramente que todos los cartagineses eran muy ricos y los acosaban suplicándoles que les dieran alguna cosa. Pedían todo lo que les parecía bonito: un anillo, un cinturón, sandalias, la franja de una túnica y cuando el cartaginés despojado exclamaba: «Si no tengo nada más. ¿Qué quieres?», unos les contestaban: «¡Tu mujer!», y otros decían: «¡Tu vida!».
Las cuentas militares fueron remitidas a los capitanes, leídas a los soldados y aprobadas definitivamente. Entonces reclamaron tiendas, y se las dieron. Después los polemarcas griegos pidieron algunas de las hermosas armaduras que se fabricaban en Cartago; el gran consejo votó un crédito para adquirirlas. Pero los jinetes consideraban lógico que la república los indemnizara de la pérdida de sus caballos: uno afirmaba haber perdido tres en tal asedio; otro, cinco en tal marcha; otro, catorce despeñados en los precipicios. Les ofrecieron garañones de Hecatómpila, pero optaron por el dinero.
Pidieron luego que se les pagara en plata, en piezas de plata y no en monedas de cuero, todo el trigo que se les debía y al precio más alto a que se hubiera vendido durante la guerra, de modo que exigían por una medida de harina cuatrocientas veces más de lo que dieron por un saco de trigo. Tal injusticia exasperó a los cartagineses, pero tuvieron que pasar por ella.
Entonces los delegados de los soldados y los del gran consejo se reconciliaron, jurando por el genio de Cartago y por los dioses de los bárbaros. Con las demostraciones y la facundia orientales, se excusaron y se hicieron mil cumplidos. Luego los soldados reclamaron, en prueba de amistad, el castigo de los traidores que les habían indispuesto con la república.
Fingieron no comprenderlos. Entonces se explicaron ya con toda claridad, diciendo que querían la cabeza de Hannón.
Muchas veces al día salían de su campamento; se paseaban al pie de las murallas. Gritaban que les arrojasen la cabeza del sufeta, y extendían sus manos para recogerlas.
El gran consejo hubiera cedido tal vez, a no ser por una última exigencia más injuriosa que las anteriores: pidieron en matrimonio, para sus jefes, vírgenes elegidas entre las principales familias. Fue una idea de Spendius, que muchos la encontraron muy razonable y fácil de realizar. Pero esta pretensión de querer mezclarse con la sangre púnica indignó al pueblo; se les dijo rotundamente que no les darían nada más. Entonces gritaron que se les había engañado y que si antes de tres días no llegaba su paga, entrarían ellos mismos a cogerla en Cartago.
La mala fe de los mercenarios no era tan completa como pensaban sus enemigos. Amílcar les había hecho promesas exorbitantes, vagas, es verdad, pero solemnes y reiteradas. Pudieron creer, al desembarcar en Cartago, que se les entregaría la ciudad y que se repartirían sus tesoros; pero cuando vieron que apenas se les pagaba su soldada, la desilusión hirió su orgullo y su codicia.
Dionisio, Pirro, Agatocles y los generales de Alejandro ¿no eran ejemplos de fortunas maravillosas? El ideal de Hércules, que los cananeos confundían con el sol, resplandecía en el horizonte de los ejércitos. Se sabía que simples soldados habían llevado diademas, y el estruendo de los imperios que se desmoronaban hacía soñar a los galos en sus bosques de encinas y a los etíopes en las arenas de sus desiertos. Pero había un pueblo siempre dispuesto a pagar y utilizar a los valientes; y el ladrón arrojado de su tribu, el parricida que vagaba por los caminos, el sacrílego perseguido por los dioses, todos los hambrientos, todos los desesperados, procuraban llegar al puerto donde el agente de Cartago reclutaba soldados. Por lo general, Cartago cumplía las promesas, pero esta vez el exceso de su avaricia le había llevado a una infamia peligrosa. Los númidas, los libios, África entera iba a caer sobre Cartago. Sólo estaba libre por mar; pero allí se encontraban los romanos... Como un hombre asaltado por asesinos, la república sentía que la muerte la rondaba.
Fue preciso recurrir a Giscón; los bárbaros aceptaron su mediación particularísima. Una mañana vieron bajarse las cadenas del puerto, y tres barcos de poco calado, pasando por el canal de la Taenia, entraron en el lago.
En la proa del primero se veía a Giscón. Detrás de él, y más alta que un catafalco, se elevaba una caja enorme, con anillos pendientes parecidos a coronas. Aparecía luego la legión de los intérpretes, peinados como esfinges y con un papagayo tatuado en el pecho. Seguían amigos y esclavos, todos sin armas, y eran tan numerosos que se tocaban hombro con hombro. Las tres barcazas, cargadas hasta los topes, a punto de zozobrar, avanzaban entre las aclamaciones de los soldados.
En cuanto desembarcó Giscón, los soldados corrieron a su encuentro. Con sacos hizo levantar una especie de tribuna y declaró que no se iría sin haberles pagado íntegramente a todos.
Estallaron estruendosos aplausos: permaneció un buen rato sin poder hablar.
Luego censuró los errores de la república y los de los bárbaros; la culpa era de algunos sediciosos, que con su violencia habían asustado a Cartago. La mejor prueba de las buenas intenciones de la ciudad era que lo enviaban a él, el eterno adversario del sufeta Hannón, a tratar con ellos. No debían suponer que el pueblo fuera tan inepto que quisiera irritar a unos valientes, ni tan ingrato que menospreciara sus servicios. Giscón empezó a pagar a los soldados, comenzando por los libios. Como éstos habían declarado que las listas eran engañosas, no se sirvió de ellas.
Iban desfilando ante él, por pueblos, abriendo sus dedos para decir el número de años; se les marcaba sucesivamente en el brazo izquierdo con pintura verde; los escribas sacaban el dinero de un cofre abierto, y otros, con un estilete, iban haciendo agujeros en una lámina de plomo.
Pasó un hombre que andaba pesadamente, recordando a los bueyes.
—Sube a mi lado —le dijo el sufeta, sospechando algún fraude—. ¿Cuántos años has servido?
—Doce años —respondió el libio.
Giscón le pasó los dedos por debajo de la mandíbula, pues el bornaquejo del casco producía a la larga dos callosidades. Se las llamaba algarrobas. Y tener las algarrobas era una expresión que equivalía a ser un veterano.
—¡Ladrón! —exclamó el sufeta—. ¡Lo que te falta en la cara debes llevarlo en los hombros! —y desgarrándole su túnica le descubrió las espaldas llenas de llagas sangrientas. Era un labrador de Hippo-Zarita. Le silbaron y fue decapitado.
En cuanto se hizo de noche, Spendius fue a despertar a los libios, y les dijo:
—Cuando los ligures, los griegos, los baleares y los hombres de Italia reciban sus pagas, regresarán a sus países. Pero vosotros os quedaréis en África, dispersos en vuestras tribus y sin defensa alguna. ¡Entonces se vengará la república! ¡Desconfiad del viaje! ¿Vais a dar crédito a semejantes palabras? Los dos sufetas están de acuerdo. Éste os engaña. ¡Acordaos de la isla de los Esqueletos y de Xantipo, al que enviaron a Esparta en una galera podrida!
—¿Qué debemos hacer? —le preguntaban.
—¡Reflexionad! —decía Spendius.
Los dos días