Se trataba de una tropa de trescientos honderos que desembarcaron la víspera, y que el día de la marcha se quedaron dormidos hasta muy tarde. Cuando llegaron a la plaza de Kamón, los bárbaros ya se habían ido y se encontraron sin defensa, porque sus bolas de arcillas se habían cargado en los camellos con el resto de los equipajes. Se los dejó entrar en la calle de Satheb, hasta la puerta de encina forrada con chapas de bronce; entonces el pueblo se lanzó en masa contra ellos.
En efecto, los soldados recordaron haber oído un gran clamor; grito que Spendius, que huía a la cabeza de las columnas, no había escuchado.
Luego los cadáveres fueron colocados en los brazos de los dioses pataicos, que rodeaban el templo de Kamón. Se los acusó de todos los crímenes de los mercenarios: su glotonería, sus robos, sus impiedades, sus desprecios y la matanza de los peces en el jardín de Salambó. Sus cuerpos sufrieron mutilaciones infames; los sacerdotes quemaron sus cabellos para atormentar su alma; se les colgó en pedazos en las carnicerías; algunos incluso les hincaron los dientes, y por la noche, en fin, como remate, se encendieron hogueras en las encrucijadas.
Aquéllas eran las llamas que brillaban de lejos en el lago. Pero, habiéndose incendiado algunas casas, arrojaron rápidamente por encima de las murallas lo que quedaba de los cadáveres y los agonizantes. Zarxas permaneció oculto hasta el día siguiente entre los cañaverales de la orilla del lago; luego vagó a campo traviesa en busca del ejército, siguiendo el rastro de los pasos en el polvo. Durante el día se ocultaba en las cavernas; al atardecer se ponía de nuevo en marcha, con sus llagas sangrientas, hambriento, enfermo, alimentándose de raíces y carroñas; hasta que un día vio unas lanzas en el horizonte y las siguió instintivamente, pues su razón ya estaba perturbada con tantos terrores y miserias.
La indignación de los soldados, contenida mientras estuvo hablando, estalló como una tempestad; querían asesinar a la guardia y al sufeta. Algunos se interpusieron, diciendo que era preciso oírlo y saber por lo menos si les pagarían. Entonces gritaron todos: «¡Nuestro dinero!». Hannón les respondió que lo traía consigo.
Corrieron a las avanzadas, y los bagajes del sufeta, empujado por los bárbaros, llegaron en medio de las tiendas del campamento. Sin esperar a los esclavos, desataron apresuradamente las cestas. Encontraron ropas de color jacinto, esponjas, raspadores, cepillos, perfumes y punzones de antimonio para pintarse los ojos; todo era propiedad de los soldados de la guardia, hombres ricos acostumbrados a estas delicadezas. Enseguida descubrieron en un camello una gran tina de bronce; pertenecía al sufeta para bañarse durante el camino, pues había tomado toda clase de precauciones, incluso la de llevar en jaulas comadrejas de Hecatómpila, a las que se quemaban vivas para prepararle su tisana. Pero como su enfermedad le abría mucho el apetito, había allí además gran cantidad de víveres y vinos, salmuera, carnes y pescados con miel junto con tarritos de Comagene, grasa de ganso derretida, recubierta de nieve y de paja menuda. La provisión era considerable. A medida que se destapaban las cestas aparecían más manjares, y las risas estallaban como las olas que entrechocan.
En cuanto a la soldada de los mercenarios, llenaba poco más o menos dos serones de esparto. En uno de ellos se veía también esos rodetes de cuero de los que se servía la república para ahorrar numerario; y como los bárbaros se sorprendieran, Hannón les manifestó que, por estar tan embrolladas sus cuentas, los miembros del consejo de los ancianos no habían tenido tiempo de examinarlas. Se les enviaba aquello como un anticipo.
Entonces derribaron y revolvieron todo: mulos, criados, litera, provisiones y equipajes. Los soldados cogieron las monedas de las seras para apedrear a Hannón. A duras penas pudo éste montar en un asno: huía agarrado a las crines, dando alaridos, gimoteando, bamboleado y magullado, clamando porque cayera sobre el ejército la maldición de todos los dioses. Su ancho collar de pedrería le saltaba hasta las orejas. Sostenía con los dientes su manto demasiado largo que arrastraba y de lejos le gritaban los bárbaros:
—¡Vete, cobarde, cerdo, cloaca de Moloch! ¡Suda tu oro y tu peste! ¡Más aprisa, más aprisa!
La escolta, en desorden, galopaba a sus lados.
Pero el furor de los bárbaros no se apaciguó. Se acordaron de que muchos de sus compañeros que marcharon a Cartago no habían vuelto; sin duda, los habían matado. Tanta injusticia los exasperó; arrancaron las estacas de sus tiendas, arrollaron sus mantos, embridaron sus caballos, cogió cada uno su casco y su espada, y en un instante todo estuvo dispuesto. Los que no tenían armas corrieron al bosque a proveerse de estacas.
Amanecía. Los moradores de Sicca, despertados por aquel barullo, se lanzaban a la calle. «Van a Cartago», decían, y este rumor se extendió pronto por la comarca.
Surgían hombres de cada sendero, de cada barranco. Hasta los pastores bajaban corriendo de las montañas.
Cuando se fueron los bárbaros, Spendius dio una vuelta al campamento, montado en un semental púnico y acompañado de un esclavo que llevaba de la brida un tercer caballo.
Quedaba en pie una sola tienda. Spendius entró en ella.
—¡Levántate, amo, levántate! ¡Nos marchamos!
—¿Adónde vais? —preguntó Matho.
—¡A Cartago! —gritó Spendius.
Matho montó de un brinco en el caballo que el esclavo tenía a la puerta.
III. Salambó
La luna se elevaba a ras de las olas, y sobre la ciudad, aún envuelta en tinieblas, brillaban puntos luminosos, zonas de blancura: la lanza de un carro en cualquier patio, algún pingajo de tela colgado, la esquina de una pared o el collar de oro en el pecho de un dios. Las bolas de vidrio en los techos de los templos irradiaban acá y allá como gruesos diamantes. Pero las informes ruinas, los montones de tierra negra y los jardines se destacaban como sombras más densas aún en la oscuridad, y más allá de Malqua las redes de los pescadores se extendían de casa en casa, como murciélagos gigantescos que desplegaran sus alas. Ya no se oía el rechinar de las ruedas hidráulicas que elevaban el agua al último piso de los palacios; en el centro de las terrazas descansaban tranquilamente los camellos, tumbados sobre el vientre, al modo de los avestruces. Los porteros dormían en las calles, en el dintel de las casas; la sombra de los colosos se alargaba en las plazas desiertas; a lo lejos, la llama de algún sacrificio seguía ardiendo, y la humareda se escapaba a veces por las tejas de bronce; la penetrante brisa traía entremezclados con los aromas de las especias los olores del mar y el vaho de las murallas recalentadas por el sol. En torno a Cartago resplandecían las ondas inmóviles, pues el resplandor de la luna caía a la vez sobre el golfo rodeado de montañas y sobre el lago de Túnez, donde los finicópteros formaban largas líneas sonrosadas en los bancos de arena, mientras que del otro lado, bajo las catacumbas, la gran laguna salada espejeaba como un trozo de plata. La bóveda azul del cielo se hundía en el horizonte; por un lado, en la polvareda de las llanuras; por otro, en las brumas del mar; y en la cima de la acrópolis los cipreses piramidales que rodeaban el templo de Eschmún se balanceaban y susurraban como las olas acompasadas que batían lentamente a lo largo del muelle, al pie de las fortificaciones.
Salambó subió a la terraza de su palacio, sostenida por una esclava que llevaba en un brasero de hierro carbones encendidos.
Había en el centro de la terraza un pequeño lecho de marfil, cubierto de pieles de lince, con cojines de pluma de papagayo, animal fatídico consagrado a los dioses; y en las cuatro esquinas se elevaban altos pebeteros, llenos de nardo, incienso, cinamomo y mirra. La esclava prendió fuego a los perfumes. Salambó miró a la estrella polar, saludó lentamente a los cuatro puntos cardinales y se arrodilló en el suelo, entre el polvo de azul sembrado de estrellas de oro, a imitación del firmamento. Luego, apoyando los codos en los costados, con los antebrazos extendidos y las manos abiertas, echando la cabeza hacia atrás bajo la luz de la luna, dijo:
—¡Oh Rabbetna!... ¡Baalet!... ¡Tanit! —y su voz se elevaba quejumbrosa,