Luego, murmurando frases entrecortadas, a largos intervalos, decía como hablándose a sí mismo:
—¿Seré sin duda la víctima de algún holocausto que haya prometido a los dioses?... ¡Me tiene sujeto por una cadena invisible! Si ando, es porque ella camina delante de mí; si me detengo, es porque ella descansa. Sus ojos me abrasan, oigo su voz. Siento que envuelve todo mi ser y penetra dentro de mí. ¡Es como si se hubiese convertido en mi propia alma!... Y, sin embargo, media entre nosotros una distancia tan grande como las olas invisibles de un océano sin límites. ¡Cuán lejana e inaccesible es para mí! El esplendor de su belleza la rodea de un halo de luz; y a veces creo que no la he visto jamás..., que no existe..., que todo esto es un sueño.
Así lloraba Matho en las tinieblas. Los bárbaros dormían. Spendius, contemplándolo, se acordaba de los jóvenes que, con vasos de oro en las manos, le suplicaban antaño, cuando paseaba por las ciudades su tropa de cortesanas. Sintió por él una gran compasión y le dijo:
—¡Sé fuerte, jefe! ¡Recurre a tu voluntad y no implores más a los dioses, porque éstos no se preocupan de las invocaciones de los hombres! ¡Lloras como un cobarde! ¿No te humilla la idea de sufrir así por una mujer?
—¿Acaso soy un niño? —contestó Matho—. ¿Crees que me enternecen aún sus rostros y sus canciones? Las teníamos en Drepanum para barrer nuestras cuadras. Las he violado en medio de los asaltos, bajo los techos que se derrumban y cuando vibraba aún la catapulta... ¡Pero ésta, Spendius, ésta...!
El esclavo le interrumpió:
—Si no fuera la hija de Amílcar...
—¡No! —exclamó Matho—. ¡No se parece a ninguna otra hija de los hombres! ¿Has visto sus hermosos ojos bajo sus grandes cejas, como soles bajo arcos de triunfo? Acuérdate: cuando ella apareció palidecieron todas las antorchas. Entre los diamantes de su collar resplandecía la piel de su pecho en los sitios que lo llevaba desnudo; dejaba, al pasar, como el olor de un templo, y de todo su ser emanaba algo que era más suave que el vino y más terrible que la muerte.
Iba andando entre tanto, y luego se paró.
Quedó embebido, cabizbajo y con las pupilas fijas.
—¡Pero yo la quiero, la necesito, me muero por ella! Al pensar que la estrecho entre mis brazos siento un arrebato de alegría furiosa y, sin embargo, la odio, Spendius, ¡quisiera maltratarla! ¿Qué he de hacer? Me dan ganas de venderme para llegar a ser su esclavo. ¡Tú lo has sido! ¡Tú podías verla! ¡Háblame de ella! Todas las noches sube a la terraza de su palacio, ¿verdad? ¡Ay, las piedras deben de estremecerse bajo sus sandalias y las estrellas asomarse para verla!
Volvió a enfurecerse, bramando como un toro herido.
Luego Matho cantó:
Perseguía en la selva al monstruo hembra,
cuya cola ondulaba sobre las hojas secas
como un arroyo de plata.
Y arrastrando su voz, imitaba la voz de Salambó, mientras que sus manos extendidas hacían como que pulsaba las cuerdas de una lira.
A todos los consuelos de Spendius respondía siempre con las mismas razones; se pasaban las noches entre gemidos y exhortaciones.
Matho quiso aturdirse bebiendo. Después de sus borracheras estaba aún más triste. Intentó distraerse jugando a la taba y perdió una tras otra las placas de oro de su collar. Se dejó llevar junto a las servidoras de la diosa, pero bajó la colina sollozando como quien vuelve de un funeral.
Spendius, por el contrario, se iba volviendo cada vez más atrevido y alegre. Se lo veía en las cantinas de las enramadas, departiendo con los soldados. Recomponía las corazas viejas. Hacía juegos de manos con los puñales. Iba al campo a coger hierbas para los enfermos. Era chistoso, sutil, ocurrente y decidor. Los bárbaros se acostumbraron a sus servicios y él se hacía querer de todos.
Esperaban a un embajador de Cartago que había de traerles, en una recua de mulos, cestas cargadas de oro; y haciendo siempre el mismo cálculo, dibujaban con sus dedos cifras en la arena. Cada cual arreglaba por anticipado su vida; tendrían concubinas, esclavos, tierras; otros anhelaban esconder su tesoro o arriesgarlo en empresas marítimas. Pero en aquella ociosidad los caracteres se agriaban; estallaban continuas disputas entre jinetes e infantes, bárbaros y griegos, y estaban constantemente aturdidos por la voz áspera de las mujeres.
Todos los días llegaban tropeles de hombres casi desnudos con hierbas en la cabeza para resguardarse del sol; eran los deudores de los cartagineses ricos, obligados a trabajar sus tierras, que se habían escapado. Afluían libios, campesinos arruinados por los impuestos, desterrados y malhechores. Luego venía la horda de los mercaderes, vendedores de vino y de aceite, furiosos porque no se les pagaba, vociferando contra la república. Spendius les hacía coro. Enseguida disminuyeron los víveres. Se hablaba de ir en masa sobre Cartago y de llamar a los romanos.
* * *
Una noche, a la hora de cenar, se oyeron unos ruidos sordos y cascados que se iban acercando, y a lo lejos se vio una cosa roja que aparecía y desaparecía en las ondulaciones del terreno.
Era una gran litera de púrpura, adornada con penachos de plumas de avestruz en sus cuatro esquinas. Sobre su toldo cerrado tintineaban sartas de cristal, con guirnaldas de perlas. La escoltaban unos camellos que hacían sonar sus cencerros colgados del pecho, y en torno a ellos se veían unos jinetes con armaduras de escamas de oro que los cubrían desde los talones hasta los hombros.
Se detuvieron a trescientos pasos del campamento para sacar de los estuches que llevaban a la grupa su escudo redondo, su ancha espada y su casco a la beocia. Algunos se quedaron con los camellos; los demás reanudaron la marcha. Pronto aparecieron las enseñas de la república; es decir, unos bastones de madera azul rematados por cabezas de caballo o pifias de pino. Los bárbaros se levantaron de súbito y aplaudieron: las mujeres se precipitaron sobre los guardias de la legión y les besaban los pies.
La litera avanzaba a hombros de doce negros, que caminaban a paso corto, pero rápido y acompasado. Iban tan pronto a la derecha como a la izquierda, al azar, obstaculizados por las cuerdas de las tiendas, por las trébedes en que se cocían los condumios y por los animales que andaban sueltos por el campamento. A veces, una mano carnosa, llena de sortijas, entreabría la litera y una voz ronca gritaba palabras injuriosas; entonces los porteadores se detenían, tomando luego otro camino a través del campo.
Pero se levantaron las cortinillas de púrpura de la litera; sobre un ancho almohadón apareció una cabeza humana, impasible y abotargada. Las cejas formaban como dos arcos de ébano que se unían por las puntas; lentejuelas de oro centelleaban entre sus crespos cabellos, y la cara era tan pálida que parecía espolvoreada con raspadura de mármol. El resto del cuerpo desaparecía bajo los vellones que llenaban la litera.
Los soldados reconocieron en aquel hombre así tendido al sufeta Hannón, el que había contribuido con su lentitud a la pérdida de las islas Aegates. En cuanto a su victoria de Hecatómpila sobre los libios, los bárbaros pensaban que si se condujo con clemencia había sido por codicia, pues había vendido por su cuenta a todos los cautivos, declarando a la república que habían muerto.
Cuando, después de un rato, encontró un sitio cómodo para arengar a los soldados, hizo una señal; la litera se detuvo. Y Hannón, sostenido por dos esclavos, puso los pies en tierra, tambaleándose.
Calzaba borceguíes de fieltro negro, adornados con lunas de plata. Unas vendas se enrollaban en torno a sus piernas, como si fuesen las de una momia, pero sus carnes flácidas asomaban entre los lienzos cruzados. Su vientre desbordaba en el sayo corto de color escarlata que le cubría los muslos; los pliegues de su cuello le caían hasta su pecho, como papadas de buey; su túnica, pintada de flores, parecía que iba a estallar por los sobacos. Llevaba una banda, un cinturón y un amplio manto negro con dobles mangas enlazadas. La profusión de sus vestidos, el gran collar de piedras azules, sus broches de oro y sus pesados aretes hacían más odiosa su deformidad. Se