–Lo intenté durante diez meses –dijo dándole la espalda, satisfecha de que no pudiera verle la cara–. Intenté hacer lo correcto, decir lo correcto. Intenté encajar. Intenté…
No terminó la frase, pero las palabras no dichas quedaron colgando entre ellos como un velo. Ambos sabían lo que había intentado y no había conseguido, lo único que podría haberla convertido en aceptable para su familia: darle un heredero.
Capítulo 3
Dándole la espalda, Beatrice apretó el cinturón de la bata antes de girarse e hizo un esfuerzo por no fijarse en el brillo de sus ojos mientras la miraba apretarse un poco más el cinturón.
Alzó la barbilla en gesto desafiante y se apartó el cabello de la cara antes de colocárselo detrás de la oreja.
Aunque fuera había empezado a nevar de nuevo, allí dentro la temperatura era incluso demasiado cálida, sin duda porque el enorme radiador de hierro fundido parecía no responder al termostato.
Algo muy parecido a lo que le sucedía a su termostato interior, que ignoraba las instrucciones cuando Dante estaba cerca.
–Estabas empeñada en eso, pero no es verdad. Nunca fuiste irrelevante –aseguró él–. Un dolor de… pero nunca irrelevante –murmuró, incapaz de apartar la mirada de la sensualidad de su cuerpo, realzada bajo la seda–. ¿Esa bata es nueva? Resalta el color de tus ojos.
Que eran tal azules que al principio pensó que llevaba lentes de contacto.
Beatrice esbozó una sonrisa tirante.
–Han pasado seis meses. He añadido algunas prendas a mi guardarropa. Seguramente tendrás una lista en alguna parte.
–Seis meses desde que tú te marchaste. Yo no te pedí que te fueras.
Ella se había marchado. Para Dante no era una opción; él nunca podría irse. Estaba atrapado en un papel que tendría que representar el resto de su vida. Encasillado eternamente como una persona que nunca sería.
Beatrice sintió que su rabia se encendía de nuevo, despertando viejos resentimientos. Dante hacía que sonara muy sencillo, y marcharse había sido lo más duro que había hecho en su vida. Habría resultado mucho más fácil si le hubiera dejado de amar, para él era sencillo porque nunca la había amado, no de verdad.
Aquella era una certeza que siempre había sabido y que había enterrado profundamente.
–No intentaste detenerme.
–¿Querías que lo hiciera?
–Aunque me hubiera quedado embarazada, no se pude utilizar un bebé para cerrar las grietas de una relación. Por eso esto no puede volver a ocurrir.
–¿Esto?
–Sí, que aparezcas así de pronto y…
Beatrice se dio cuenta de que se le iban los ojos a la boca de Dante, y le desesperó volver a sentir aquella llamarada de deseo por el cuerpo.
–Creo que en el futuro debemos comunicarnos a través de nuestros abogados –concluyó luchando por mantener un tono de voz frío.
Dante sintió una tirantez en el pecho que se negó a reconocer como soledad mientras apartaba de sí fragmentos de recuerdos que aparecían en rápida sucesión en su mente. Las lágrimas de su hermano cuando le dijo que lo sentía, la frialdad en la mirada de sus padres cuando le informaron de que el futuro de la familia real caía sobre sus hombros.
–Entonces, ¿no crees que los ex pueden ser amigos?
Aquella breve carcajada amarga no sonó como la risa desinhibida y fresca que él recordaba. Unas semanas casada, y Beatrice había dejado de reír.
–Esto no es una amistad. Los amigos comparten.
Compartir, había dicho. Dante estuvo a punto de reírse también. Lo último que había querido cuando estaba con Beatrice era compartir. Lo que quería era olvidar. No quería demostrarle nada a su esposa, ya tenía que hacerlo con todos los demás.
Por primera vez en su vida, Dante había experimentado el miedo al fracaso, algo tan ajeno a él que le había llevado un tiempo identificarlo. Peor que la debilidad era la idea de que Beatrice viera esos miedos, lo mirara de otra manera… conocía aquella mirada. La había visto todo los días y no podía soportarla.
Había visto aquella mirada en los ojos del equipo que había formado para coordinar su nueva vida. Le dijeron que tenían confianza total en él, y al mismo tiempo le pidieron que abrazara unos valores que había rechazado mucho tiempo atrás. Apelaron a su sentido del deber.
El auténtico impacto, al menos para él, fue que tenía sentido del deber. Había pasado toda su vida olvidando las lecciones de deber y servicio, pero al parecer habían dejado en él una huella profunda. No compartió aquella revelación con nadie, no quería darles el arma de su debilidad. Lo que hizo fue escuchar y luego reducir el equipo a tres personas con las que pudiera trabajar.
Miró a Beatrice con ojos entornados.
–No puedo estar mitad dentro y mitad fuera, Dante. No es justo. Es… cruel –le espetó.
Dante recorrió con la mirada las hermosas y angustiadas facciones de la mujer con la que se había casado. «Por fin ha sido razonable»: aquella fue la reacción de su padre cuando le dio la noticia de que habían terminado.
«Ha entrado en razón. Beatrice me deja».
Dante había señalado el hecho de que era decisión de ella, aunque no añadió que pelear contra aquella decisión era probablemente lo único noble que había hecho en su vida.
Sabía que no debería sentir aquella rabia, aquella sensación de traición. Su matrimonio tuvo lugar por el niño, y luego no había niño. La decisión de Beatrice fue la lógica.
La mayoría de los matrimonios debían su longevidad a la conveniencia mutual y la pereza, o, como en el caso de sus padres, a un acuerdo. Dos personas que tenían vidas paralelas que se tocaban ocasionalmente. Aquello era algo que Beatrice nunca llegaría a entender.
Al final, la noticia oficial había sido una separación de prueba, mientras que por detrás se preparaban listas de candidatas de reemplazo para cuando la «prueba» se convirtiera en permanente de modo oficial.
Dante no estaba muy interesado en las listas y los nombres de quienes se añadían o se borraban cuando se descubría algún cadáver en sus armarios de sangre azul.
Una novia conveniente le resultaba igual que otra, aunque se preguntó si habrían incluido a la mujer que había sido elegida para compartir el trono con su hermano. No recordaba su cara ni su nombre, solo que pertenecía a una de las pocas familias reales europeas con las que Carl y él no estaban emparentados.
Carl se había atragantado antes de hacerlo oficial, y decidió apartarse de la mentira de su vida… porque aunque San Macizo era considerado un lugar progresista, la idea de un soberano gay que no iba a proporcionar un heredero no era negociable.
Sus opciones eran marcharse o vivir una mentira.
Dante se había preguntado si él hubiera sido capaz de mostrar la misma entereza que su hermano en las mismas circunstancias.
Una de las cosas que más le impactó, tras el shock inicial de sus revelaciones, fue no haberlo visto venir. Cuando su hermano reveló su orientación sexual y su profunda infelicidad, le pilló completamente por sorpresa. Pero lo cierto era que nunca le había interesado mucho la vida de los demás, reconoció con disgusto.
Volvió a dirigir la mirada hacia el rostro de Beatrice, sus suaves facciones, la pureza del perfil, el brillo que tenía a pesar de la infelicidad de sus ojos.
–Y estás fuera –Dante levantó ligeramente los hombros–. Me parece bien.
Ella