Miró nerviosamente a la puerta; en su cabeza surgió un escenario de pesadilla: Maya apareciendo por la puerta.
–¡Enseguida bajo! –gritó–. Tienes que irte –susurró dirigiéndole una mirada agónica al hombre que estaba tumbado en su cama.
Él no parecía tener ninguna prisa. Se tumbó boca arriba y se colocó una mano en la nuca, provocando que la sábana ligera que le cubría las estrechas caderas se deslizara un poco más. Se sentía completamente cómodo desnudo, pero ella no. Era una escultura andante perfecta hecha de músculos y piel aceitunada. El solo hecho de mirarlo le provocaba escalofríos.
Su expresión burlona no resultaba acorde con la oscura frustración que encerraba su mirada cuando la posó sobre el montículo de sus senos, por encima de la sábana que Beatrice agarraba desesperadamente.
–Tienes que marcharte de aquí –volvió a decir en un susurro–. No hagas las cosas más difíciles.
Él se acomodó apoyando el peso en un codo.
–No veo cuál es el problema –aseguró con una mirada inocente–. A menos que lo hayas olvidado, estamos casados.
Capítulo 2
Beatrice dejó escapar un sordo silbido entre los dientes y se negó a apartar la mirada del desafío que vio en los ojos de Dante Aristide Severin Velázquez, príncipe de San Macizo.
Su marido.
–Ojalá pudiera olvidarlo –el murmullo llegó acompañado de una mirada resentida que no casaba con su civilizado divorcio.
Nunca había entendido realmente lo que conllevaba un divorcio civilizado, pero estaba convencida de que no incluía una noche de sexo apasionado con tu ex.
Todo el mundo tomaba malas decisiones y ella no era una excepción, pero a veces tenía la sensación de que desde el momento en que Dante entró en su vida, las únicas decisiones que habían tomado eran malas… desastrosas, de hecho.
Siempre había operado desde el principio de que las acciones de una persona tienen consecuencias, y había que vivir con ellas. O en su caso, intentar rodearlas, al menos la más peligrosas.
Pero entonces apareció Dante y Beatrice olvidó su filosofía; sus habilidades de navegación se tomaron unas vacaciones. No es que se olvidara, es que le daban igual las consecuencias. Los instintos primitivos que Dante había despertado en ella tomaron el control por completo. Unos instintos que habían acallado las señales de alarma, a las que se mantuvo sorda. De hecho, la noche anterior no hubo ninguna alarma, solo un deseo arrebatado.
Cuando levantó la cabeza vio la razón por la que el abarrotado bar se había quedado en silencio, y sintió una profunda desesperación, como un drogadicto que tuviera su droga favorita al alcance de la mano y pudiera olerla. Dante era su adicción, un virus de la sangre contra el que no tenía antibióticos.
Podía parecer que no tenía elección, pero sí la tenía. No se había metido sonámbula en aquella situación. Sabía en todo momento lo que estaba haciendo. Sí, no había buscado su nombre en internet cuando aceptó su invitación a cenar, consciente de que no estaba hablando de una cena en realidad. Pero no hacía falta buscar datos, bastaba con verlo una vez para saber que representaba el peligro del que había estado huyendo toda su vida adulta.
La idea de experimentar una atracción lo bastante fuerte como para compartir intimidad con un desconocido era algo que consideraba con una sonrisa incrédula, e incluso petulante. Estaba convencida de que cualquier relación que tuviera surgiría de la amistad y el respeto.
Se había acostado con Dante la primera noche. Estaba tan decidida a que aquella primera noche terminara como ella había imaginado desde el momento que lo vio, que no le había dicho que iba a ser su primera vez por miedo a que Dante reculara.
Y el instinto no le falló, porque Dante no se mostró contento después al saber que era inexperta, y le dijo muy serio que las vírgenes «no eran lo suyo». Todo podía haber terminado allí… pero no fue así, porque Beatrice no quería.
Cuando ella le respondió que ya no era virgen, y por lo tanto el obstáculo había desaparecido, Dante se rio, y volvió a reírse cuando le explicó que no había sido una elección consciente. No estaba esperando al hombre adecuado ni nada parecido; sencillamente, no era una persona particularmente «física».
Se pasaron los siguientes tres días y noches en la cama desmontando aquella teoría. Nada ni nadie los molestó en el ático de vistas millonarias que Beatrice nunca miró porque estaba saboreando cada momento perfecto de intimidad. Sabía que aquel paraíso no iba a durar. Dante lo había dejado dolorosamente claro.
No había dejado lugar a la duda cuando le explicó que no era un hombre de relaciones a largo plazo ni de hecho de ningún tipo de relación en aquel momento de su vida.
Aquello era algo que Beatrice ya sabía, porque finalmente buscó su nombre en internet en el teléfono: si era verdad que se había acostado con una décima parte de las mujeres que allí se decía, resultaba impresionante que hubiera encontrado tiempo para dedicarse a la fundación benéfica que había creado. Era inevitable preguntarse si alguna vez dormía, pero Beatrice sabía que sí. Había observado con absoluta fascinación cómo se le relajaban las duras líneas del rostro cuando dormía, haciéndole parecer más joven y casi vulnerable.
En aquel fin de semana hubo más de una ocasión en las que Dante se sintió en la obligación de volver a ponerle los pies en la tierra recordándole: «Esto es solo sexo… lo sabes, ¿verdad?».
La burbuja de fantasía en la que Beatrice había pasado el fin de semana reventó cuando abrió los ojos y se lo encontró allí de pie, trajeado y acicalado, con el aspecto del príncipe playboy siempre dispuesto a dar un buen titular.
Beatrice recordó cómo había luchado contra el deseo de correr tras él cuando Dante se detuvo al agarrar el pomo de la puerta. Ella consiguió decir una respuesta fría y despreocupada ante la sugerencia de Dante de que se encontraran tres semanas después, cuando sus compromisos lo llevaran de nuevo a Londres.
Cuando pasaron las tres semanas, las cosas habían cambiado, y le resultó imposible ignorar las consecuencias de sus actos. Aunque no se hubiera hecho la cantidad de pruebas que se hizo, sabía por qué se sentía distinta; sabía sin necesidad de mirar la línea azul que estaba embarazada.
También sabía perfectamente cómo se iba a desarrollar el siguiente paso, la furiosa respuesta de Dante. Había recreado la escena en su cabeza varias veces con algunas variaciones, y sabía exactamente lo que ella iba a decir. Seguía sabiéndolo cuando llamó al telefonillo y un hombre de uniforme la acompañó al ascensor.
Beatrice entró sabiendo no solo lo que iba a decir, sino cuándo decirlo. Se permitiría una última noche con él, y luego se lo contaría.
Pero lo cierto fue que apenas había cerrado la puerta tras ella cuando lo soltó.
–Estoy embarazada, y sí, sé que tuvimos… que tuviste cuidado.
Tenía un vago recuerdo de haber apartado la mirada de la suya.
–Me he hecho tres pruebas, y… no, eso es mentira, me he hecho seis. Solo quiero que… que sepas que no quiero nada de ti. Iré mañana a casa a contárselo a mi madre y a mi hermana y voy a estar bien. No estoy sola.
Dante permaneció allí de pie sin moverse durante su exposición maquinal de los hechos. Extrañamente, el hecho de decirlo en voz alta había hecho que el secreto que guardaba le resultara un poco menos surrealista.
Beatrice creía estar preparada para cualquier reacción, la mayoría incluían ruido, pero no había contemplado la posibilidad de que Dante se girara sobre los talones y saliera por la puerta antes de que ella pudiera siquiera recuperar el aliento.
No sabía si transcurrieron unos minutos o una hora, pero cuando la puerta