La evolución del estamento militar hacia una de las plataformas conservadoras del régimen refleja perfectamente la transición entre los dos ciclos revolucionarios de la Edad Contemporánea. Acuñado en torno al despliegue del liberalismo, desde que los cuadros de mando y el ingreso en las academias dejaron de ser monopolio del estamento aristocrático, y cristalizado en torno a las grandes crisis de las guerras civiles, el ejército de mediados del siglo XIX representa una de las facetas de la burguesía liberal que llega a las últimas consecuencias de sus reivindicaciones en torno al 68. El proceso de disolución manifiesto durante los años que siguieron, hasta el 74, implicó una inflexión en sentido conservador a partir de la Primera República. Los mismos jefes que habían puesto fin al reinado de Isabel II, facilitaron la Restauración a partir del golpe de Estado de Pavía, aunque —fenómeno característico del general encaramado al poder—, el duque de la Torre, Serrano, soñase en prolongar indefinidamente su mandato, desde 1874. No poseía Serrano todo el prestigio necesario para cimentar su poder personal, y los jefes del ejército prefirieron agruparse en torno al símbolo independiente de la monarquía, cuyo advenimiento, aunque preparado por Cánovas, fue decidido por el pronunciamiento de Martínez Campos, inmediatamente secundado por las distintas capitanías generales. Cánovas hubiera preferido la Restauración cimentada en el abrazo de las dos Españas bajo el signo de la paz, según el gran proyecto vinculado a la última campaña del Marqués del Duero, y fracasado en la muerte de este ante Estella. La alianza de la monarquía restaurada con el estamento militar es un hecho desde ese momento: si el ejército sostiene al trono en las circunstancias difíciles —por ejemplo, en 1886—, el trono respalda al ejército cuando este atraviesa una crisis de prestigio —a partir del 98, según queda apuntado—.
Alfonso XIII fue educado, ante todo, como militar, y tal se sintió siempre, con vocación muy definida. Desde el primero hasta el último día de su reinado se esforzó por mantener bien avenida la familia militar, superando situaciones límite abocadas a una guerra civil. Este sentido tuvo, ya en 1906, la famosa Ley de Jurisdicciones, verdadera transacción del Régimen con una oficialidad que, según ha escrito Brenan, de su antiguo liberalismo solo conservaba la intransigencia centralista[13]. A las críticas —sin duda injustas— que no dejó de suscitar la actuación del ejército en las campañas coloniales se sumaron las que provocaba su propia estructura —la desproporción entre los efectivos de tropa y los cuadros de la oficialidad—. «La necesidad de reorganizar el ejército —ha escrito Julio Busquéts— se hizo particularmente aguda a raíz del desastre de 1898. Existían entonces en España 499 generales, 578 coroneles y más de 23 000 oficiales para unas tropas que no excedían de 80 000 hombres. Tenía nuestro ejército, en aquella época, seis veces más oficiales que el de Francia, que, sin embargo, contaba con 180 000 soldados»[14]. A lo largo de los años que siguieron, el ejército viviría la desazonada inquietud que en él provocaba esta doble exigencia: de una parte, el deseo de redimir sus reales defectos de estructura; de otra, el afán de desquitarse de sus presuntos fallos en la acción.
[1] Véase Apéndice I.
[2] Días de ayer, p. 194.
[3] PABÓN, Cambó, p. 170. En su excelente estudio La guerra del 98 (Alianza Editorial, Madrid, 1968), Pablo Azcárate ha hecho cumplida justicia al denostado equipo de gobierno que hubo de habérselas con la guerra... y con la paz: «Que la guerra sorprendió a España sin preparación adecuada es la evidencia misma. Sin embargo, los gobernantes de aquella época, y muy especialmente el partido liberal, podrían alegar diversas circunstancias, si no eximentes, por lo menos atenuantes. La primera, que hicieron cuanto humanamente fue posible para evitarla. La segunda, que podían legítimamente esperar que la concesión de la autonomía y del armisticio encontrarían el apoyo del gobierno americano, con lo que no solo la guerra se hubiera evitado, sino que se hubiera llegado, rápidamente, a la pacificación de Cuba. La tercera, que toda medida que hubieran tomado para mejorar sus medios militares (y la única eficaz hubiera sido la compra de barcos de guerra) hubiera desvirtuado sus esfuerzos para mantener la paz. La cuarta, que la guerra era inevitable sin que fuera humanamente posible remediar a tiempo el inmenso desnivel que existía entre el poderío naval americano y el español... Justo es reconocer que ante la decisión del gobierno de los Estados Unidos de provocar la guerra, a todo trance, cuando estaba seguro de obtener una fácil victoria, todo cuanto el gobierno español hubiera hecho, todas sus previsiones, todos sus cálculos, todos sus esfuerzos no hubieran podido evitar la guerra... ni la derrota. Por último, me parece necesario afirmar que un estudio sereno y objetivo de la correspondencia diplomática relativa a este triste episodio de nuestra historia, muestra que las negociaciones con los Estados Unidos, tanto durante el período que precedió a la guerra como las del armisticio y las del tratado de paz, fueron conducidas con clara visión de la realidad, con firmeza, con prudencia y con dignidad. Es verdad que los negociadores españoles no consiguieron obtener ni la más mínima concesión de sus adversarios. Pero lograron lo único que era posible lograr en sus circunstancias, a saber: silenciar los argumentos contrarios y forzar al gobierno de los Estados Unidos a refugiarse, a propósito de cada punto litigioso, en lo que era su exclusivo y único argumento: la fuerza. Y esto tiene y tendrá valor para todo el que no se resigne a dejar la vida reducida a un simple juego de intereses materiales» (pp. 200-203).
[4] Cambó, p. 174.
[5] Por qué cayó Alfonso XIII, pp. 20-21.
[6] Con gran sorpresa mía, el profesor Velarde Fuertes, en su prólogo al libro de los señores Roldán y García Delgado La formación de la sociedad capitalista en España. 1914-1920 me censura (pp. XIII-XIV) por no conceder —en 1898— más importancia a los bakuninistas que a los socialistas. Y añade: «Al hablar de la Semana Trágica, el ideario anarcosindicalista, así como su praxis, son bastante olvidados». Ahora bien, fue el obrerismo organizado en el P.S.O.E. y en la U.G.T. el que sacó partido, en campañas de prensa —estaba en condiciones para hacerlo— del famoso impacto del 98, mediante certeros ataques al sistema de «quintas» en el reclutamiento militar. El anarcosindicalismo no existía, ni en 1898 ni en 1909, sino como recuerdo de la lejana A.I.T. barrida por decreto del general Serrano en 1874, aunque intentara reconstruirse, sin mucho éxito, en 1883 (F.T.R.E.). Si bien desde 1890 alentaba en determinados sectores sociales del país un difuso espíritu anarquista —ahí están sus atentados célebres—, actuaba en grupos aislados, y por supuesto no había llegado a cristalizar aún en una organización sindical, que sólo hizo acto de aparición a partir de 1910 (C.R.T.), convirtiéndose en la famosa C.N.T., en 1911, trece años después de 1898, fecha a que mi texto se refiere, y dos años después de la Semana Trágica, a la que hace alusión mi objetante. Esta cuestión de las fechas suele fallarle al señor Velarde. No deja de ser chusco que, bondadosamente, el sabio profesor me conceda que «conozco» la existencia de un sindicalismo revolucionario de signo bakuninista, «y lo citará algunas veces en esta obra». Creo que mi relato de las perturbaciones sociales de 1919 (capítulo VI) no ofrece lugar a dudas. Por lo demás, si el señor Velarde quiere alguna vez profundizar documentalmente en la historia del bakuninismo español, le recomiendo que repase los cuatro volúmenes publicados de mi Colección de documentos para el estudio de los movimientos obreros en la España contemporánea (Barcelona, 1969-1973).