Quizás el sector económico más afectado por la pérdida de las Antillas fuera el de la industria textil catalana. Dos hechos vinieron a revitalizarlo: el arancel de 1906, que reservó a los fabricantes el mercado interior[5]; y el extraordinario aumento de la demanda exterior, que supuso la Gran Guerra (la sacudida de las importaciones de algodón proporciona un índice muy claro: 84 000 toneladas de 1914 a cerca de 180 000 en los años que siguieron hasta 1919). Ritmo aún más fabuloso tomó la industria del papel —favorecida por el hecho de que la neutralidad de Suecia y Noruega garantizaba la importación de materia prima—. El precio del quintal de papel pasaría de 38 a 110 pesetas entre 1914 y 1918[6].
La crisis de 1921 —pérdida de los mercados nuevos, e incluso de algunos antiguos—, seria lógica consecuencia de la recuperación de las potencias combatientes tras el advenimiento de la paz. Pero el bache pudo salvarse: la dictadura de Primo de Rivera, que acentuó el proteccionismo y desplegó un amplio programa de obras públicas, abriendo paso resueltamente a las inversiones extranjeras —y que contaba desde 1922 con un nuevo arancel a gusto de los empresarios españoles—, permitió asegurar, acentuándolo, el ritmo del progreso hasta el comienzo de la crisis mundial.
Las alternativas del comercio exterior son paralelas a las que experimenta la producción, según acabamos de ver, en relación con las circunstancias internacionales y las iniciativas internas. La balanza comercial, muy ajustada después de los presupuestos deflacionistas de Fernández Villaverde, mantiene casi su equilibrio a lo largo de toda la etapa —salvo los años insólitos de la guerra mundial—; en efecto, el déficit es apenas perceptible hasta 1914: alrededor de 100 millones anuales sobre un volumen total de 2000 millones (aunque ya en 1913 ha alcanzado los 230,5 millones); en 1914 no rebasa los 144. A partir de 1923, una coyuntura favorable triplica el volumen del comercio exterior (5800 millones de pesetas oro en 1928), si bien crece también de manera alarmante el desnivel de la balanza a favor de las importaciones: entre 1921 y 1924, el saldo anual supone una pérdida de 1200 a 1300 millones de pesetas. Sin embargo, observa Vicens Vives, «esta riada de oro que salió de España se justifica por la necesidad de adquirir bienes de equipo y de consumo después del enriquecimiento inesperado de la Primera Guerra Mundial»[7]. La brillante obra económica de la dictadura acabó suscitando un despegue inflacionista en el que incidió, con fatales repercusiones para la estabilidad del régimen, el impacto de la crisis mundial iniciada en 1929.
El auge económico había de traducirse en una notable evolución social traducida en la dinámica de la población activa, que a finales del reinado estaba aproximándose a las fronteras del desarrollo. En efecto, si hasta 1910 las actividades agrarias absorben a más de dos tercios de la población activa, «a partir de entonces, en un proceso de doble significación, absoluta y relativa —subraya el profesor Martínez Cuadrado—, la población agraria decrece constantemente hasta por lo menos 1930, para hacerse regresivo (este ritmo) después de la guerra civil». En 1910, el 66 por 100 de la población activa —integrada entonces por 7 091 321 personas— permanecía arraigado en el campo (sector primario); el sector secundario no rebasaba de un 15,82 por 100 y el terciario de un 18,18 por 100. En 1930, la población activa se cifraba en 8 408 375; el sector primario había bajado a un 45,51 por 100 (3 826 510 almas); el secundario alcanzaba un 25,51 por 100 (2 229 343), y al 27,98 por 100 el terciario (2 352 522). Sumados los últimos sectores, secundario y terciario, rebasaban pues, ampliamente, al sector primario[8]. «El nivel de 1930 —escribe Martínez Cuadrado, comentando estas cifras— distaba mucho del alcanzado por países avanzados en la industrialización, pero el hecho nuevo radicaba en que desde 1910 un verdadero despegue había permitido situarse al sector agrario y al propiamente industrial en porcentajes de población ocupada semejantes al de Francia entre 1880 y 1890, y en proporción equivalente respecto de Italia»[9]. Conviene subrayar que la guerra civil imprimiría un retroceso «ruralizador» del que solo se comenzó a salir —recuperando los niveles de 1930— en la década de los cincuenta.
Hemos hablado, en fin, de una tercera constante de desarrollo: la que en el mundo del espíritu abraza las creaciones literarias y artísticas. Más de una vez se ha dicho de esta etapa que supone una «edad de plata de las letras españolas». ¿Por qué no una segunda edad de oro? En el campo de la literatura conviven, en la primera mitad del reinado, dos generaciones preclaras: la que encabezan Galdós, la Pardo Bazán, Clarín, Menéndez Pelayo, de una parte; de otra, la que al despuntar el siglo se divide en un doble cauce —el que llena la comente modernista; el que prestigia la llamada generación del 98, a que ya nos hemos referido—. En el máximo estilista del grupo, Ramón del Valle-Inclán, se percibe claramente el impacto del «modernismo» rubeniano; modernista es, en sus comienzos, el benjamín de aquella generación, Juan Ramón Jiménez; y en la misma corriente se encuadra, en cierto modo, el gran renovador de la escena, Jacinto Benavente. En cambio, están muy distantes de ella la despeinada y robusta expresión literaria de Baraja, el temblor humano de Machado, la «agonía» de Unamuno o la delicada sobriedad de Azorín. Claramente diferenciada de ambas facetas literarias, destaca en Cataluña la figura del gran poeta y prosista bilingüe Maragall, en cuya obra extraordinaria culmina la onda de la Renaixenga.
En torno a 1914 vendrá a sumarse a estos espléndidos equipos intelectuales una nueva promoción literaria, volcada fundamentalmente a la labor universitaria o al ensayismo filosófico —Ortega, D’Ors, Marañón, Madariaga, Riba, Asín, Azaña...—. Muy próximo a Clarín, y compartiendo con Baraja el cetro de la novelística española posterior a Galdós, despliega su labor Pérez de Ayala. Y todavía en plena dictadura, aflorará el prodigioso brote de poetas de la «generación de 1927»: Lorca, Alberti, Guillen, Dámaso Alonso, Diego, Cernuda...
Idéntico auge en el campo de las artes plásticas. En arquitectura, el despertar del siglo lleva el sello del modernismo catalán —en el que descuella el genio extraordinario de Gaudí—. Coinciden, en la escultura, la corriente clasicista de Ciará, el espumoso impresionismo de Benlliure, la sobria plástica de Julio Antonio. Y en pintura, el estallido luminoso y colorista de Sorolla, la preocupación intelectual de Zuloaga, van a dar paso, a través de la interesante figura «puente» de Nonell, a los nuevos caminos abiertos, de cara a Europa, por Gutiérrez Solana, Picasso, Miró, Juan Gris...
En fin, la música alcanza cumbres insospechadas en la obra de Granados, de Albéniz, de Falla sobre todo, cuyas creaciones, perfectamente situadas dentro de las corrientes universales del momento, se matizan con inconfundible acento español, elevándose a gran altura sobre la banalidad, brillante pero poco profunda, de las partituras de zarzuela, en apogeo también durante la fase transicional entre ambos siglos (Caballero, Bretón, Chueca, Chapí, Vives, Usandizaga...).
No cabe dudar, a la vista de tal despliegue de realizaciones, manifiesto en todos los órdenes, que la razón asiste a un intelectual antimonárquico, como Madariaga, cuando establece el parangón entre la época de Carlos III y la de Alfonso XIII. Pero también es cierto que durante todo este tercio de siglo el desarrollo demográfico y económico no se equilibra con una mejor distribución de la riqueza; y que el esplendor literario y artístico está muy lejos de reflejar el nivel medio de cultura de mi país afectado todavía en gran escala por el analfabetismo —aunque sea un hecho el eficaz descenso de sus porcentajes, sobre todo en el último decenio del reinado[10]—. Es decir, que el despliegue cultural y económico