En este año me encargaré de las riendas del Estado, acto de mucha trascendencia tal y como están las cosas; porque de mí depende si ha de quedar en España la monarquía o la república. Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando la patria, cuyo nombre pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado; pero también puedo ser un rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros, y por fin, puesto en la frontera... Yo espero reinar en España como rey justo... Si Dios quiere, para bien de España...[17].
Hasta el fin de sus días, esta consigna formulada en la fecha más radiante de su vida —la subordinación de los propios intereses, o del interés de la corona, al supremo interés de la patria— supo cumplirla a rajatabla. Cuando, al cabo del ciclo iniciado el 17 de mayo de 1902, las elecciones municipales de abril de 1931 vinieron a demostrarle que las últimas experiencias políticas le habían apartado del afecto de sus súbditos, que el país buscaba caminos marginales a la monarquía para hallar su destino, el rey pronunció una frase magnánima, difícilmente comprensible para los que, en un extremo u otro se consideraban entonces, y se considerarían después, monopolizadores de las «auténticas esencias de la patria». «Espero que no habré de volver, pues ello solamente significaría que el pueblo español no es próspero ni feliz»[18].
No se trataba de una frase de circunstancias, volcada teatralmente, de cara a la Historia o al gran público. En el seno del secreto más riguroso, y en actitud muy diversa a la adoptada por las facciones monárquicas del país, se expresaría de esta manera en conversación confidencial con Gil Robles, cuando este le expuso en 1933 su propósito de llevar hasta el final su experiencia de una república de derechas: «Si con la república puedes salvar a España, tienes la obligación de intentarlo. Ni tu tranquilidad ni mi corona están por encima de los intereses de la patria... Por el bien de España, yo sería el primer republicano...»[19].
Y es que —lo apuntábamos páginas atrás— difícilmente podrá ser comprendido Alfonso XIII si no se le enmarca en la promoción generacional del 98; o, según prefiere algún brillante crítico, en el «espíritu» de la época sellada por el trauma nacional del Desastre. Recordemos el afán de autenticidad suscitado por aquella honda crisis en las conciencias más sensibles de una España que liquidaba su pasado de esplendor histórico para enfrentarse con un incierto futuro. La labor de Alfonso XIII en el trono consistió, desde el primer día, en abrir paso, a través del círculo de ficciones en que había degenerado el sistema político de la Restauración, al auténtico latir de una opinión que el tinglado constitucional le daba falseada. Alguna vez, Unamuno supo hacer justicia al rey entendiéndolo plenamente como su perfecto afín espiritual: «Lo más europeo, es decir, lo más internacional que tenemos en España, es el Estado. Y el rey lo encarna y representa. El rey, por tanto, debe ser, y el nuestro se esfuerza por serlo, la conciencia nacional y a la vez internacional de la patria encarnada en hombre. Y en esta su labor y constante ahínco, debemos ayudarle los españoles todos, haciendo porque lleguen a él las palpitaciones de la conciencia colectiva española y cobren así luz y conciencia. El rey gusta, ante todo, de la sinceridad... no vive encerrado en una muralla de la China, sino que busca a todos aquellos españoles que pueden llevarle un granito de verdad...»[20]. Ese radical afán de hacerse intérprete de la voluntad o de las aspiraciones del país no se desmiente a lo largo de todo el reinado: está presente en sus decisiones políticas más graves: en 1909, en 1913, en 1918, en 1923, en 1930; se hará notorio, sobre todo, en su manera de juzgar las elecciones de 1931 y de aceptarlas.
[1] España en la Edad Contemporánea, en Historia del Mundo Contemporáneo, de J. R. Salís, 2.a ed. esp. de Guadarrama, Madrid, 1966, p. 492.
[2] Historia social y económica..., t. IV, vol. II, p. 314.
[3] «En lo concerniente a los beneficios de la siderurgia, las ganancias netas de Altos Homos de Vizcaya en 1917 y en 1918, oscilaron entre los 100 y los 150 millones de pesetas. Se transformó la producción, se trabajaba a tres turnos. Aunque las empresas siderúrgicas tenían constituido un verdadero cártel desde 1907 al haber creado la Central Siderúrgica de Ventas, hubo fenómenos de competencia, por ejemplo, entre Euskalduna y Altos Hornos, llegándose a la creación —que había de saldarse por un fracaso al caer la producción después de la guerra— de la Siderúrgica del Mediterráneo (Puerto de Sagunto), cuyo principal animador fue Ramón de Sota» (Manuel Tuñón de Lara: La España del siglo XX. Librería Española, París. 1966, p. 20). «Si los precios declarados (del carbón) se triplicaron, muchas transacciones se hicieron a precios cuádruples de los de antes de la guerra. Aumentó la producción y el número de mineros, y en aquellos años se acumularon algunos capitales conocidos vulgarmente con el nombre de fortunas del carbón» (Tuñón, ob. y págs. cits.). Este autor inserta —tomándola del periódico El País, de Madrid (23 de agosto de 1918)— el siguiente cuadro de producción y beneficios de la industria del carbón durante los años de guerra:
Años | Beneficio en pesetas por tonelada | Beneficios totales en pesetas |
1914 | 8 | 28.900.000 |
1915 | 21,80 | 100.600.000 |
1916 | 42 | 230.500.000 |
1917 | 60 | 418.000.000 |
1918 | 64 | 455.000.000 |
[4] En la complejidad del mapa de la economía española, el arancel deseado por los catalanes se consideraba nocivo para los intereses agrarios de Valencia. La discordancia en el ritmo —económico e incluso político— de ambas regiones es un hecho frecuente y curioso a lo largo de esta época.
[5] En la complejidad del mapa de la economía española, el arancel deseado por los catalanes se consideraba nocivo para los intereses agrarios de Valencia. La discordancia en el ritmo —económico e incluso político— de ambas regiones es un hecho frecuente y curioso a lo largo de esta época.
[6] «El grupo de la Papelera Española (Aresti, Arteche, Gandarias, Urgoiti) dominó el mercado, gracias a lo cual creó el diario El Sol y más tarde la Editorial Espasa-Calpe» (Tuñón, p. 20).
[7] Historia Social y Económica..., t. y vol. cits., p. 335.
[8] Me atengo al cuadro que el profesor MARTÍNEZ CUADRADO publica en su obra, p. 112; y en él, a las estimaciones del Instituto de Cultura Hispánica (La población activa española de 1900 a 1957, Madrid, 1957) que, sin embargo, excluyen la población femenina agraria.
[9] Miguel MARTÍNEZ CUADRADO, La burguesía conservadora (1874-1931), en «Historia de España Alfaguara». VI, Madrid. 1973, pp. 111-112.
[10] En 1900, el porcentaje de analfabetos era de 58,01; en 1910, de 52,77; en 1920, de 45,44; en 1930, de 33,73; exactamente, en cuanto a cifras totales, si en 1900 el número de analfabetos mayores de cinco años es de 9 293 716 —para una población de 16 019 842—, en 1930 los analfabetos se engloban en la cifra de 6 934 387 —para una población que alcanza ya los 20 555 755—. Vid. A. CERROLAZA, Analfabetismo y renta, «Revista de Educación», abril 1954, n.° 20.
[11] Francisco AYALA: España a la Techa. Buenos Aires, 1965. Cit. por Tovar: Universidad y educación de masas, Ariel, Barcelona,