LA DEMOCRATIZACIÓN DEL RÉGIMEN CANOVISTA: SUS FRONTERAS SOCIALES
El año 1890 marca una inflexión decisiva en la Restauración. En este año registra Sagasta su momento político culminante, al conseguir la aprobación de la Ley de Sufragio Universal.
Si la acentuación del confesionalismo católico aportó desde la derecha —ya a finales del reinado de Alfonso XII— el apoyo de los «ultras» de Alejandro Pidal a la Restauración canovista, el programa democrático que a esta impuso, en el primer lustro de la Regencia, el liberal Sagasta, significaba su máxima apertura asimiladora hacia la izquierda; apertura a la que respondió, exactamente, el posibilismo de Castelar. En esta década, pues, entre 1880 y 1890, se produce la definitiva configuración de sus bases políticas y sociales. También, por consiguiente, la fijación de sus fronteras —desde «fuera»—. En efecto, aunque en el Congreso de Bilbao —de ese mismo año— el Partido Socialista decidiese ya entrar en la liza electoral, las declaraciones de Pablo Iglesias —con ocasión de la Fiesta del Trabajo, el 1 de mayo de 1891— no dejaban lugar a posibles equívocos: «Debo decirlo muy alto: si la burguesía transige y nos concede las ocho horas, la revolución social, que ha de venir de todos modos, será suave y contemporizadora en sus procedimientos. De otra suerte, revestiría los caracteres más sangrientos y rudos que puede imaginar la fantasía de los hombres». La manifestación obrera que, organizada por el partido, se desarrolló en Barcelona y otras ciudades en ese día fue como una afirmación de solidaridad proletaria —y de insolaridad con el mundo burgués—. Quedaba definida, en la actitud de Pablo Iglesias, la rigidez «guesdista» del socialismo español, que le haría inasimilable por la monarquía restaurada.
Al hablar de las fronteras de la Restauración conviene no olvidar este hecho. El sistema Cánovas-Sagasta supuso la creación de una plataforma política, condicionada por la distinción entre partidos dinásticos y antidinásticos, y, más tajantemente, entre partidos legales e ilegales; pero ese condicionamiento tenía un carácter puramente provisional; y cabía su flexión en torno a la fórmula de la indiferencia respecto a las formas de gobierno (el posibilismo castelarino fue, desde la extrema izquierda burguesa, un paso en este sentido). Se mantenían, simplemente, ciertas reglas de juego basadas en una evolución orgánica y progresiva, evitando la convulsión revolucionaria, pero sin exigir tampoco la desnaturalización de las fuerzas integradas en el sistema: tal fue el caso de Abárzuza, a la izquierda, pero también el de Pidal, a la derecha. Ya en 1904, a comienzos del reinado personal de Alfonso XIII, declararía Maura en el Parlamento, terminantemente:
La tesis genérica de los partidos legales e ilegales está fuera de todo debate. Yo no sé cuántas veces lo he dicho; pero aunque no lo hubiera dicho nadie, la realidad nos lo enseña. ¿No están existiendo los partidos todos? ¿No actúan? ¿Se ha hecho algo que denote la convicción contraria a las palabras con que hemos proclamado solemnísimamente que, en efecto, no hay, por razón de las ideas, por la confección doctrinal de sus programas, por la definición de sus aspiraciones y de sus ideales, nada que sea ilegal en España, por el derecho constituido? Únicamente los actos están sometidos al código[8].
Y pasados los años, el propio La Cierva, respondiendo a una consulta del rey, le confirmaría que, tanto con la Constitución proyectada por Primo de Rivera, como con la canovista de 1876, era perfectamente posible otorgar el poder al Partido Socialista... siempre que tuviese mayoría en las Cortes[9]. Ahora bien, el socialismo español, al negarse a aceptar esas reglas de juego, es decir, a adoptar el principio de la indiferencia en cuanto al régimen —que se haría tan común, ya en pleno siglo XX, entre los partidos socialistas de otros países europeos, cuya obra política se ha desarrollado tanto bajo la monarquía como bajo la república—, renunció, desde el primer momento, a la posibilidad de poner en marcha una evolución estructural «desde dentro», dada su debilidad, puesto que solo en alianza con otras fuerzas políticas podía alcanzar el poder. Su llegada a las Cortes, en 1910, iba a poner de relieve esta incapacidad de diálogo, frente a los esfuerzos incansables y llenos de buena voluntad del entonces jefe del Gobierno, Canalejas[10]. El discurso pronunciado por Pablo Iglesias en el Congreso el día 7 de julio de aquel año nos da la pauta invariable de una actitud monolítica: aspiración a suprimir la Iglesia, el ejército y «otras instituciones necesarias para este régimen de insolidaridad» (velada alusión al trono). «El Partido Socialista viene a buscar aquí lo que de utilidad puede hallar, pero la totalidad de su ideal no está aquí, la totalidad se entiende que ha de obtenerse de otro modo. Es decir, que este partido no ha cambiado de opinión respecto a este particular; estará en la legalidad mientras la legalidad le permita adquirir lo que necesita; fuera de la legalidad... cuando ella no le permita realizar sus aspiraciones». La posición, tajante, mantenida a lo largo de un cuarto de siglo —incluyendo la experiencia republicana, según pondría de relieve la terrible crisis de 1934—, llegaría ya en este inicial discurso del diputado Iglesias, a estridencias incompatibles con cuanto exige el ámbito de convivencia política de una asamblea parlamentaria en cualquier país civilizado: tal su afirmación de que, antes de tolerar la vuelta de Maura al poder, las masas socialistas estaban dispuestas a luchar para derribar al régimen e incluso a «llegar al atentado personal»[11].
Era un verdadero círculo vicioso, dada, por otra parte, la dureza granítica de las extremas derechas en sus negaciones. El papel del socialismo iba a quedar reducido al de estímulo amenazador, desde fuera. Pero en esto, andando el tiempo, había de resultar más eficaz la táctica de los ácratas, cuando hallase un potente canal sindicalista en que volcar su fuerza.
Por lo demás, precisa advertir que mucho antes de que el socialismo español alcanzase su «espaldarazo» parlamentario, en los años que llevan de la democratización sagastina al Desastre del 98, dos cosas se habían puesto de relieve. En primer término, la escasa sinceridad o eficacia de la reforma implicada en el sufragio universal, cuya contrapartida sería la agudización de esa lacra inherente al sistema político de la Restauración que se llamó «caciquismo electoral» —aún salvando la necesidad «provisional» del sistema, según el diagnóstico de Cajal—. De otra parte, y en lógica consecuencia, la dualidad acentuada entre la ciudad y el campo: este, convertido en verdadera base «feudal» de los partidos dinásticos, para obtener mayorías a imagen y semejanza de la situación que disfrutaba el poder; aquella, despertando poco a poco —primero, en los grandes centros urbanos, Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao...; luego, ganando otros menores en provincias—, a la conciencia de una responsabilidad colectiva en la marcha del país, tratando de contrarrestar la apariencia de las cifras oficiales en cada consulta electoral, con su inmediatez a los centros vitales de la política y del Estado: el momento