Sarmiento es un creador a lo largo de todo el libro, tensionado entre sus frutos, entre una obra maestra literaria y una nueva nación. Y por más que se dedique a cruzar esas fronteras con una sordera (literal) ante los gritos de “deténgase”, ya no puede hacer como Cervantes y ser recibido desde la ironía y la gracia. Sarmiento apenas puede decidir cómo escribir, pero poco puede incidir en cómo será leído.
Pero también por eso, sus disquisiciones sobre las aventuras del caudillo Facundo Quiroga son el telar en el que teje una geografía social, la de la pampa y el gaucho, que lo obsesiona. Así inaugura un mecanismo íntimo de la narrativa antipopulista:
El desvelo por los líderes es siempre una preocupación por sus seguidores.
El gaucho es la primera de una serie de caracterizaciones que acompañarán la transformación de la plebe en sujeto político hasta nuestros días. No es que a Sarmiento no le interesaran los caudillos, ni que fuera el primero en preocuparse por los hombres y el poder que tienen en sus manos. Nada nunca es nuevo, tampoco en la obra de Sarmiento. El grupo de sagas del siglo XIII reunidas en los Íslendingasögur, por ejemplo, describe la política local y los problemas que los lazos entre líderes y seguidores provocan en un contexto distinto como es Islandia en la era medieval temprana. Emotiva o interesada, la conexión entre aquellos que tienen poder y aquellos que tienen necesidades es una preocupación que precede incluso a la modernidad, a la Argentina, a todo.
El gaucho es la quintaescencia de la vida rural. El “gaucho malo” corporiza todo lo que va a estar asociado a la barbarie, el andamiaje sobre el que las élites no solo construirán su mirada de los de abajo, sino también el lugar desde donde imaginarán las soluciones a los problemas que estos generan.[16] El campo es ese espacio que le permite a Sarmiento fundamentar su rechazo al gaucho como sujeto político y a la vez idealizar la vida salvaje que forja a un individuo que es al mismo tiempo bárbaro y único. En su cuerpo, en el del gaucho, se cifran el pasado y el futuro de la patria que Sarmiento ha construido en su imaginación. Lejos de demonizarlo, en ese ideal conviven la admiración, el terror y el desprecio. El carácter del gaucho está forjado en la dureza de la vida rural, alguien a quien el “hábito de triunfar de las resistencias, de mostrarse siempre superior a la naturaleza, de desafiarla y vencerla, desenvuelve en él el sentimiento de la importancia individual y de la superioridad”. El gaucho que acompaña al ejército en los bordes de la futura nación es imprescindible, “es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña; la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia”.
Esa misma naturaleza alimenta la teoría que ya tiene decidida: por qué están ahí, instalados como el principal obstáculo para el atraso. En su imaginario, ese atraso está asociado al mundo árabe. El caudillo es “un Mahoma”, “como en Asia [es] el jefe de la caravana” que encarna “el espíritu de la fuerza pastora, árabe, tártara, que va a destruir las ciudades”. A Sarmiento le preocupa que “el aspecto de la Palestina es parecido al de La Rioja”, introduciendo la cuestión del medio ambiente que da forma a la personalidad (que, a su vez, dará forma a la conducta política).
El gaucho es el producto del campo argentino, un territorio tan vasto que no promueve las dos condiciones cruciales para la sociedad moderna: el estímulo a la asociación y el gobierno, y el respeto a la propiedad. Esta última ocupa un lugar prominente e incómodo en el ideal republicano. Sarmiento relee la década de 1810 como un tiempo en el que tanto Rivadavia como Martín Rodríguez habían logrado dejar una huella clara colocando al respeto a la propiedad al tope de su legado. El problema no es centralmente político. En Facundo, él ve que el aislamiento dificulta la obsesión por el límite, que es intrínseca a la propiedad, a su sentido y utilidad. A diferencia de los beduinos, “en las llanuras argentinas […] el pastor posee el suelo con títulos de propiedad”, pero la distancia infinita entre una casa y otra, la soledad que Sarmiento intuye en la pampa, vuelve a ese título inverosímil. “El desenvolvimiento de la propiedad mobiliaria no es imposible […] pero el estímulo falta, el ejemplo desaparece”, se queja. De ahí que detecte la ironía de que el sistema político de este régimen social esté liderado por Rosas, “el gaucho propietario” (aunque más irónica aún para el imaginario sarmientino es la compra de la casona de los Lezica en la ciudad de Buenos Aires por parte de la viuda del mismísimo Facundo Quiroga).[17]
La razón por la que la propiedad en la Argentina no tiene el efecto civilizatorio que Sarmiento espera es la mismísima pampa, la extensión infinita en la que los hombres viven aislados. Es una falencia que afecta a todas las clases sociales. A las clases altas porque no encuentran el interés común, ya que “no estando reunidos los estancieros, no tienen necesidades públicas que satisfacer”. “En una palabra –agrega– no hay res publica”. Al gaucho le moldea tanto su cuerpo como su predisposición política: “En estos largos viajes” por la llanura, escribe, “el proletario argentino adquiere el hábito de vivir lejos de la sociedad y de luchar individualmente contra la naturaleza”.
Aislado de todo menos de la naturaleza, el gaucho desarrolla las facetas de un hombre asocial tanto o más que el cowboy norteamericano. Para Sarmiento, es ahí donde el hábito de carnear vacas lo acostumbra a la sangre, la muerte y el cuchillo, donde la dureza del clima y las amenazas de animales diversos le fortalecen el cuerpo y lo hacen valiente, donde “ese hábito de triunfar de las resistencias, de mostrarse siempre superior a la naturaleza […] desenvuelve prodigiosamente el sentimiento de la importancia individual y de la prodigiosidad”. Sumado a eso, Sarmiento intuye que los gauchos “desde la infancia, están habituados a matar las reses, y que este acto de crueldad necesaria los familiariza con el derramamiento de sangre, y endurece su corazón contra los gemidos de las víctimas”. El escrutinio de lo que los pobres comen y dejan de comer, cómo lo obtienen, cómo y por qué comen lo que comen es un asunto que va a obsesionar a políticos y analistas. En Una excursión a los indios ranqueles, Lucio V. Mansilla se extiende aún más que Sarmiento (a veces, con más ironía que condena) sobre esto. Esa misma atención se va a mantener imperturbable hasta nuestros días, convencidos todos de que en ese acto básico de la alimentación, en las razones, los sabores y los intercambios involucrados, se esconde una clave de la política popular.[18]
Sarmiento es el escritor pop por excelencia, el que juega con collages, palabras, datos e inventos para crear una imagen poderosa del presente con la que se va a construir el futuro. Base y protagonista de un orden político tiránico, el seguidor de Rosas es para Sarmiento quien porta las enzimas del sujeto populista. No son buenos o malos. Sobre todo, no forman parte del rosismo como parte de un proyecto colectivo. Más bien, tienen sus intereses particulares muy por delante de cualquier proyecto colectivo, son hombres “para quienes el interés de la libertad, la civilización y la dignidad de la patria es posterior al de comer y dormir”. Exactamente un siglo antes del 17 de octubre de 1945, en la descripción del gaucho rosista, Sarmiento anticipa la interpretación del apoyo al líder carismático como el infeliz resultado de los beneficios inmediatos que obtienen los seguidores en una relación desigual. Aquellos que “pacen su pan bajo la férula de cualquier tirano” son, en su poderosa figura retórica, “los hombres materiales”.
Moldeados por un orden social fundado a su vez en el medio ambiente compartido, gaucho y caudillo, líderes y seguidores, se funden en la matriz común de la barbarie. Pero de esa fundición emerge también una segunda verdad que perdurará en el tiempo para forjar el antipopulismo moderno:
La forma defectuosa en la que adeptos desorientados acompañan a líderes despóticos