Mala y deforme, la escena escolar de la Primera Junta y el negrito vendedor de velas unidos el 25 de Mayo reúne de todos modos el conjunto complejo de una sociedad heterogénea. La solución al problema colonial viene de la mano del traspaso del poder de la ciudad al campo y con esto el cambio en el imaginario sobre lo que hay más allá del despacho oficial y la propiedad. Y en el encuentro con ese mundo que hay puertas afuera aparece el relato letrado de la Argentina sobre un conjunto heterogéneo: el de los seguidores. Son los que se disputan los restos de las vacas en los alrededores del matadero, los que festejan el carnaval junto a Rosas o bajo Rosas, los que viven en el campo y los que pelean a ambos lados de la frontera, los que protagonizan la militarización de la vida rural. Pordioseros, negros, gauchos, incluso indios. Son los que van a excitar cuarenta años de imaginación política, desde la generación del 37 a la del 80. De esa borrachera analítica y política sale, ni más ni menos, el Estado nación de la Argentina moderna.
[4] Tulio Halperin Donghi, Historia de América Latina, Buenos Aires, Alianza, 1992, p. 47.
[5] Marta B. Goldberg, “La población ‘negra’, desde la esclavitud hasta los afrodescendientes actuales”, en Hernán Otero (dir.), Historia de la provincia de Buenos Aires, t. I, La Plata, Unipe, 2012, p. 279.
[6] Oscar Terán, Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones iniciales, 1810-1980, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, p. 55.
[7] Vicente F. López, Historia de la República Argentina, Buenos Aires, Sopena, 1949, p. 365.
[8] Domingo Faustino Sarmiento, 1857, en Pedro Luis Barcia, Ideario de Sarmiento, t. I, Buenos Aires, Peterson, p. 190.
2. ¡Cerquen!
Sarmiento, barbarie y propiedad
En la mirada de Sarmiento, racionalizar las relaciones económicas era una herramienta prioritaria para la creación de ciudadanos modernos. Medir y delimitar los terrenos era también una forma de civilizar al campo, de transformar aquel paisaje rural que había despreciado en un bien con valor de cambio.
Sarmiento en la estancia de Emilio y José M. Muñiz, Mar Chiquita, 1884 (tras su visita se llamaría oficialmente “Mar Sarmiento”).
Volvemos a Él forzados por el modo en que otros se han puesto bajo su sombra. El hecho de la nación moderna y próspera tomó forma alrededor de lo que Sarmiento escribió y produjo políticamente junto con el resto de su generación, pero de entre todo eso hay tres partículas de proyecto nacional que viajaron por décadas y se mantuvieron relativamente estables en el tiempo para seguir siendo el nudo de la narración antipopulista del siglo XXI: los caudillos, los seguidores y la lealtad. Sin esos tres elementos en crisis permanente, corriendo a la historia desde atrás y siempre a punto de alcanzarla, no hay narración antipopulista moderna.
Caudillos
De forma cabal, parecería que no hay una traducción al inglés de la palabra “caudillo”. No existe. Nada. En apariencia, no hay una sola palabra en todo el idioma que pueda expresar la imagen de un líder fuerte y de las masas enardecidas que lo siguen. El inglés y los siglos de vocabulario acumulado se hacen a un lado para que entre “caudillo”. Se lo necesita así como es, castellano, latinoamericano, no-inglés. Se lo necesita extranjero y amenazante para ocupar un lugar en el horizonte. Es una ironía de la poética del imaginario político norteamericano que solo preservando la esencia hispana del concepto “caudillo” se pueda evocar su sentido anglosajón más profundo: el del pavor perenne a las masas, a su amenaza irreductible.
Obviamente, esto no es así. No es verdad que no haya una palabra que exprese sentidos similares a “caudillo” en inglés y en otros idiomas. Cuando Mary Mann tradujo Facundo en parte para promover la figura de su amigo Sarmiento en los Estados Unidos, optó por usar el término chieftain. Otros habían usado la misma palabra para hablar antes del conquistador Hernán Cortés. Los islandeses discuten el rol de los stórgoðar, líderes a mitad de camino entre punteros y caudillos que organizaron poblaciones y distribuyeron recursos en la isla a mediados del siglo XIII.
Su imposibilidad sajona moderna, su intraducibilidad, es externa e impuesta sobre la palabra. Como creador de sentido, el término “caudillo” se convierte en un valor de cambio global, un vehículo que asegura la libre circulación de sentidos a través de fronteras e idiomas, pero preservando siempre el sello de origen inconfundible de la herencia hispánica en Europa y América.
El murmullo sobre caudillos y caudillismos existe en todo el mundo desde muchísimo antes de que Sarmiento le diera contornos contundentes y configurara el imaginario político antipopulista del continente como para que, siglos después, alguien como Alfonso Prat-Gay pudiera enunciar el término sin tener que dar explicaciones para invocar la sensación de pavor que buscaba en su audiencia al advertir que “cada diez años nos dejamos cooptar por un caudillo que viene del norte”. De hecho, “caudillo” precede incluso esfuerzos por sistematizar el idioma, y aparece en el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias de 1611, el primer diccionario español. Allí es “el guiador de las huestes […] de donde también viene ‘capitán’, que significa lo mismo que el caudillo […] porque ha de cuidar de toda su gente”. Pero más interesante aún es la aparición en la definición del término “xeque”, la forma antigua de la escritura de “jeque”. Covarrubias explica que, “en árabe”, jeque puede ser entendida como “anciano, Alcalde, señor de vasallos”, que “vale tanto como el que es caudillo de gente, del verbo xeiche, que significa envejecer, porque son los más ancianos y honrados entre todos”.
Sarmiento, cuya mirada del mundo árabe lo llevó a imaginar a los gauchos como beduinos de las pampas, hubiera amado el hallazgo. Covarrubias ve a la palabra “jeque” como un caballo de Troya árabe dentro del Imperio Español (que acaba de expulsar a la población árabe pocos años atrás). Es un líder con cualidades que lo hacen capaz de corporizar un orden, o la resistencia a él, en una sola persona, y de llevar tras de sí no solo la aceptación, sino la devoción de las mayorías. Los fundadores del Estado moderno argentino van a encontrar en los secretos de esa incondicionalidad, tan temidos como deseados, el comienzo del ovillo para entender la especificidad de la política latinoamericana.
A primera vista, Facundo es un retrato de Facundo Quiroga, el jefe político de La Rioja ligado a Juan Manuel de Rosas y asesinado en Barranca Yaco en 1835. En esa mirada sarmientina, Facundo es Facundo y es también el arquetipo de una clase de liderazgo específica de la región. Tanto o más importante, el libro ofrece una descripción vívida de una tierra desolada, una evaluación de su dinámica política bárbara, y en el mismo acto bosqueja el proyecto de la nación moderna que, Sarmiento creía, curaría estas deficiencias. Con una mirada caleidoscópica, su descripción del caudillo argentino fue sobre todo un medio para examinar el mundo emergente de la política y las relaciones sociales modernas. Para, como decía Ezequiel Martínez Estrada, ser el primero “que en el caos habló del orden […] que en el desierto explicó qué era la sociedad”.[9]
Facundo sale por entregas en Chile en 1845. El caudillo que escribe Sarmiento en ese momento es fruto de su lugar en el mundo, huyendo de Rosas, iniciando su exilio en Chile, buscando prestigio, imaginando apoyos en los Estados Unidos y Europa. Es decir, creándose a sí mismo como el anti-Facundo en el mismo acto de crear a Facundo. Para eso, recurre a una multitud apurada de géneros e ideas, inventa anécdotas, vuelca sus delirios, celos y odios