Esa masa de esclavos y artesanos es la que se suma a los vecinos para celebrar las Fiestas Mayas y pasearse por las partes de la ciudad que permanecen vedadas para ellos el resto del año. Son los que expresan su mirada del mundo en formas que no van a ser juzgadas como políticas, pero que no podrían ser más políticas. No tiene sentido dilucidar si en la esclavitud porteña predomina un racismo puro y duro o una versión destilada, un “lenguaje” que habla de algo más, como si la raza en cualquiera de sus formas pudiera ser más que un lenguaje que hablara siempre de eso y de algo más. Como con los gauchos y las versiones modernas del mundo plebeyo, el racismo es también un espacio ambiguo donde el impulso por la aniquilación convive con la esperanza sanadora. El ritual de la compra y liberación de esclavos durante las Fiestas Mayas es un escalón en ese proyecto perpetuamente inacabado.
Ese pueblo hace el ingreso a la narrativa patriótica con la patria misma, esas “clases medianas, los más pobres de la sociedad” que “son los primeros que se apresuran a porfía a consagrar a la Patria una parte de su escasa fortuna”, como los describe Mariano Moreno en 1810 en las páginas de La Gaceta. Y aunque el monto aportado por los ricos para la causa de Mayo sea más elevado, este “no podrá disputar ya al pobre el mérito recomendable de la prontitud en sus ofertas”.
En la valoración de Moreno ingresa la necesidad de una élite capaz de transformar esa voluntad de cambio imprecisa en un proyecto republicano un poco más claro. Para el historiador Oscar Terán, más de ciento cincuenta años después, se trata de la “valoración del mundo de los simples, de matriz cristiano-populista”.[6] Que Terán lleve de paseo el término “populista” desde la Argentina moderna hasta 1810 no es un error. Tiene que ver menos con 1810 y más con 1980, pero eso es algo a lo que no llegamos aún. Terán “confunde” en el sentido literal del término; funde en un solo concepto deliberadamente anacrónico la acción populista que caracteriza a las masas obreras de posguerra con el uso jacobino que hace Moreno del apoyo popular para radicalizar el deseo de productores y propietarios de abrir el comercio y transformarlo en un proyecto político republicano. En esa confusión deliberada está la gestación del engendro populista.
Como invención, esa comparsa que en 1811 arranca de la Plaza de la Victoria –el lado este y contiguo a la Plaza 25 de Mayo, dos secciones que recién hacia final de siglo se conocerán juntas como Plaza de Mayo– va a seguir dando vueltas por la Argentina, caravana serpenteante que avanza levantando esperanzas. Siguen vivas en 1813 con sus Fiestas Mayas institucionalizadas, y más vivas aún en esas masas hipersexualizadas bajo la exuberancia totalitaria del rosismo que describe José Mármol en Amalia. En los festejos de mayo de 1838, los afroporteños y sus bombos ocupan un lugar central ante Rosas y su hija. Excepción carnavalesca donde “negras y mulatas… juraban por el héroe con el orgullo de la barbarie armada”, como recordó Vicente F. López, quien los oía “como un rumor siniestro y ominoso desde las calles del centro, semejante al de una amenazante invasión de tribus africanas, negras y desnudas”, anticipando en su prosa un componente central del dispositivo antipopulista del siglo siguiente: el de las apariciones espectrales, indefinidas y hasta cierto punto ininteligibles.[7]
La excepción carnavalesca finalmente es carnaval, concesión a esa cultura híbrida que excede a esclavos y descendientes, morena y miserable, autorizada y celebrada desde el Estado. No por Rosas ni por Facundo, sino por el mismísimo Sarmiento, que como presidente en 1869 no solo restablece los festejos oficiales del carnaval de la época rosista –más allá de que en las calles el carnaval se celebrara desde los tiempos de la colonia–, sino que organiza el primer corso oficial de la Argentina, porque “el pueblo se muestra tal cual es en estos días de desorden autorizado”.[8] Claro está, “desorden autorizado” es el núcleo dinámico de la relación entre grupos dirigentes y pueblo. Bajo Rosas, esa sensualidad ominosa escenifica la supresión del disenso público. Con Sarmiento, lo torna viable y contenido.
Ahí se hace obvio lo que pocos dicen, y es que, mil años más tarde, por los capilares del espíritu desafiante del peronismo circula sangre sarmientina. En la prosa del hombre más bastardo de nuestra élite dirigente está también la convicción de que orden y revuelta son polos destinados a convivir dentro de la república. Que la nación solo será posible si hay lugar para desafiarla, pero que solo se puede desafiarla si hay luego un espacio para suturar lo que se ha abierto. Semillas de esa ambivalencia aparecerán en la perpetua esperanza peronista: carnavalesca, potente y frágil al mismo tiempo, breve muchísimas veces. Sarmiento se deleita con ellas:
“¡Hagan bulla, canten, salten, rían a más no poder”, dice el Emperador de las máscaras, como lo llamaban a Sarmiento después de haber reestablecido el carnaval. Pero no jodan.
Hay bombos y gritos, hay canciones y versos. De negros y mulatos, gauchos, indios, mestizos, blancos, un estruendo informe. Solo desde la vereda de enfrente esa explosión imperfecta se escucha como un bloque de ruidos amenazantes. Los cánticos y la inventiva plebeya tientan hasta a los más enaltecidos. Como “Los habitantes de la luna”, la murga que imita a Sarmiento y que en 1873 monta un espectáculo en su honor.
Pero he ahí el desafío. Los grupos dirigentes del siglo XIX tienen ideas claras sobre cómo quieren que sea el país y cómo debe comportarse el resto debajo de ellos, aun si no cuenta con los recursos políticos necesarios para transformar esas ideas en el interés general. En muchos casos se trata de ideas de avanzada, incluso en formatos inclusivos, como el republicanismo que desde Rivadavia en adelante fluye entre los patriotas de la década siguiente. Pero siempre son opciones estéticamente predeterminadas. La explosión populista del siglo siguiente fue menos una respuesta al carácter retrógrado de los programas de los grupos dominantes, como Perón sabiamente nos hizo creer, y más una superación de la obtusa necedad con la que esos mismos grupos despreciaron otras voces.
El problema con esos grupos es entonces la forma en la que sus capacidades sensoriales los disponen para entender el poder. Llegan para imponer un orden, aun en sus versiones más lúcidas, como si el mismo acto de incorporar a nuevos sectores no empezara por tratar de entender qué significa “incorporar” para esos recién llegados. Las élites argentinas difícilmente pensaron su lugar en el mundo sin alguna forma de integración de los otros a su proyecto de país. Pero la forma de ese país no siempre estuvo abierta a debate, porque en la Argentina las élites no vienen a escuchar, sino a hablar.
Siguiendo desde el aire a esa comparsa en su paso por el siglo XIX, observando las pasiones y miedos que genera, emerge una panorámica de las cuestiones que van a dar forma a las preguntas del siglo siguiente. Esas interrogaciones fundamentales se organizan a partir de dos sistemas de problemas y soluciones, que se persiguen unos a otros construyendo la historia argentina. Una de esas secuencias es la que se pregunta dónde radica la riqueza y el poder económico de la república. Así, el orden colonial en su fase terminal está marcado por el predominio de los comerciantes, sobre todo de Buenos Aires, que se benefician de los derechos de intercambio comercial con la península y el tráfico ilegal con el imperio británico, a expensas de los productores del campo. La Revolución de Mayo reacomoda esas inequidades y las décadas que siguen marcan el traslado del poder político de la ciudad al campo, a los grandes hacendados y dueños de la tierra y de la vida en el interior del país. Es el período político dominado por la experiencia caudillista del rosismo, a la que Sarmiento le opone el ideal de la ciudad, un sueño en el que la riqueza del agro alimenta una cultura urbana atada al comercio, la industria, el gobierno y el conocimiento.
La otra secuencia de problemas y soluciones es la de la genética social y política de los habitantes de estas nuevas geografías. Ahí, el dispositivo de regeneración del sujeto de masas se transforma en una máquina que produce sus propios problemas para poder generar nuevas soluciones, avanzando moeabiamente siempre sobre el mismo lugar. En el comienzo del siglo XIX, son los desamparados que rodean y habitan las ciudades de la colonia los que en Buenos Aires sirven de apoyo para jacobinizar la Revolución de Mayo. Las élites patricias se relacionan con esto de forma paradojal. Conciben que la transformación del fin del status colonial en revolución necesariamente incluye a las masas. Pero al mismo tiempo