—Vale. ¿Cómo estás?
—Muy bien. Me lo he pasado bien y no he hecho nada que no quisiera hacer. ¿Tú?
—Igual.
—Pues ya puedes dejar el papel.
Lo dejas. Me acurruco hacia abajo y me cubro entera con el nórdico, cabeza incluida. Tú también bajas y nos quedamos un rato bajo la tienda de campaña. Nos ponemos a descubrirnos el cuerpo. Ahora. ¿Y por qué no? Antes de que se nos cierren los ojos, salgo muy rápido de debajo del nórdico para apagar las velas. Me vuelvo a meter en la tienda de campaña diciendo quéfríoquéfríoquéfrío. Te cuento que estoy aburrida de follar normal, de la típica coreografía besos-masturbación-penetración, pero, sobre todo, de la tontería esta de fingir que les lees la mente a todas las parejas sexuales que tienes. Hablamos un rato de todo y nada. Nos dormimos. Estoy tranquila.
Tardes
Bel Olid
Empezó a aparecer todos los días a la salida. Se apoyaba contra una columna del porche con el casco en la mano. Venía a buscar a Natàlia.
Salíamos a las tres menos cuarto y yo volvía a casa con Dúnia, que también era del barrio. Natàlia vivía en el centro y antes solía irse a pie con Edu e Ignasi. Ahora, al salir, se dirigía hacia aquella columna, cogía el casco sin decir ni hola y caminaba hacia una moto negra bien cuidada. Sin prisas, quien la esperaba la seguía, abría el baúl de la moto, sacaba otro casco y ponía el motor en marcha. Se movían sin mirarse, pero con una familiaridad extraña, como si no quisieran tocarse, a pesar de que se entreveía la posibilidad de una intimidad antigua.
Yo observaba el ritual como si fuera una película nueva cada día, como si el guion fuera a cambiar en cualquier momento. El giro que esperaba era, por supuesto, que se acercara a mí, me ofreciera el casco, me llevara a un lugar indefinido que implicara un largo trayecto de estar muy cerca, respirar su calor y abrazarme a su cintura sentada detrás suyo.
Llevaba el pelo corto, sobre todo a la altura de la nuca. El flequillo le quedaba justo por encima del ojo izquierdo, negro contra la pupila negra. El primer día que me miró me sobresalté; tenía aquel aire de no presencia, de estar ahí sin mancharse de lo que le rodeaba, que me había dado la libertad de mirar sin plantearme que podía ser mirada.
—Tía, venga, que estoy muerta de hambre. ¿Nos vamos?
Dúnia solía salir tarde, siempre estaba hablando con alguien y era de las últimas en abandonar la clase. Pero ese día salió antes, o quizá fue Natàlia la que tardó más de la cuenta. Si no hubiera tirado de mí para marcharnos quizá todavía estaría ahí, enganchada a esos ojos brillantes que no esperaba.
En casa nunca había nadie a esa hora. Yo llegaba, me calentaba en el microondas lo que me hubieran dejado y me lo comía delante de la tele. Hacia las cinco menos cuarto salía a buscar a mi hermano, que iba a primaria a tan solo dos calles de casa, le daba la merienda y lo entretenía hasta que llegaba mi madre.
Ese día no comí. A pesar de estar sola, me encerré en mi habitación antes de desabrocharme los tejanos. Llevaba tiempo masturbándome con una pasión casi metódica, pero siempre de noche. Ese día, no. Me quité los pantalones y las bragas, me mojé los dedos con saliva, me noté hinchada y caliente y palpitando. Las manos que me rozaban, me penetraban, me buscaban una intensidad que no había sentido hasta entonces, no eran las mías, eran las suyas. Me molestaban el jersey y la camiseta, me quité el sujetador. Me dolían los pechos de las ganas que tenía de que me los tocasen, de que me los tocase. Ella. ¿Él? Imposible saberlo.
Aquella urgencia de mediodía se convirtió en costumbre. Llegaba del instituto, comía en un momento y me encerraba en mi habitación. A veces, al tocarme, le acercaba la mano a la entrepierna y la encontraba hinchada y enorme, una especie de fuerza neumática esperando mi llegada. Otras veces, la erección era la de un clítoris duro y exigente, que pedía dedos y lengua y cuerpo y ola. Podía tener los pechos pequeños o inmensos, con vello rizado por doquier o con tan solo cuatro pelos finos alrededor de la aureola, como yo. No me gustaba más una forma que otra, no deseaba más un cuerpo concreto que otro. Deseaba el desasosiego y la sed y la prisa. Deseaba sentarme en esa moto y restregarme como me restregaba contra almohadas y manos, contra deseo y tarde.
Me lavaba bien después; volvía a ser una chica decente antes de salir de casa. En el parque, aparentando que vigilaba a Marc, me olía las manos y buscaba, debajo del jabón, el olor de la fiebre. Cuando venía el niño y me tiraba del brazo para que jugara a la pelota con él o le empujara en los columpios, yo apartaba las manos como si quemaran, como si no estuviera bien tocar a una criatura con aquella piel perfumada de placer.
En el instituto, las clases iban pasando. Estábamos a punto de acabar segundo de bachillerato, pronto llegaría la selectividad, era todo una mezcla extraña de miedo y esperanza. Yo escuchaba y tomaba apuntes y me reía con mis amigas, y a las dos y media empezaba a ponerme nerviosa, porque todos los días estaba ahí y todos los días me miraba.
—¿Qué, hoy también vendrá a recogerte tu novio, Natàlia? ¿O es tu novia?
Mi grupo y el de Natàlia no solíamos mezclarnos, pero en gimnasia la profe nos había puesto en el mismo equipo y el imbécil de Edu, mientras esperábamos que la profe volviera con los balones y la red, había tenido que hacer el comentario de mierda de turno.
—¡Qué dices, imbécil! ¡Que soy su hermana! Estoy castigada y mis padres le han dicho que tiene que venir a recogerme.
Habría sido tan fácil, tanto, deshacer el equívoco. Podría haber dicho: «es mi hermano», «es mi hermana». Podría haber dicho: «lo obligan a venir», «la obligan a venir». Pero no lo hizo, no sé si por casualidad o para preservar una intimidad que no merecía ser desvelada por el comentario idiota de un payaso en la clase de educación física.
Sonreí, ese día. Me sonrió desde su columna ocupada. Dúnia acabó notando algo y me preguntó y se lo conté. No las maratones de amor propio a las cuatro de la tarde, sino las miradas, el interrogante, las ganas.
—Dile algo. Si quiere ir a dar una vuelta por la tarde o el sábado, yo qué sé.
—Tú estás loca. ¿Delante del instituto entero?
No quise reconocerlo entonces, pero no era eso lo que me lo impedía. ¿Y si me decía que sí? ¿Y si me llevaba en moto y no sentía nada de lo que quería sentir? ¿Y si no sabía cómo besarme, cómo desabrocharme la camisa, cómo acercarse?
Se acabó el curso, aprobé la selectividad, nunca vi de nuevo a Natàlia. Jamás he sabido cómo se llamaba la persona de la columna, quién era, qué cuerpo ocultaba su ropa. Y agradezco a Natàlia y a mi yo de dieciocho años no revelarlo, no descubrirlo. Todavía hoy tengo tardes en las que ese deseo tan denso, aquella fiebre como un relámpago súbito que ilumina el cielo gris de lluvia cansada, me atrapa y me transporta atrás en el tiempo, al cuerpo que jamás besé pero que tantas veces ha acompañado al mío hasta el orgasmo.
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