Llevo días dándole vueltas a cuál es la mejor manera de decirte que no quiero follar normal. Me encantaría soltártelo tal cual para ver cómo reaccionas, pero me da miedo que pienses que tengo ganas de hacer cosas muy enrevesadas. Cosas como disfrazarme de perrita con medias de rejilla, subirme a un columpio con los pechos colgando o que te pongas unos pantalones de piel negra sintética con agujeros por todas partes y me pegues con juguetes sexuales caros. Me da miedo que pienses eso porque yo, en realidad, deseo lo opuesto.
De todas las maneras de decírtelo que se me han ocurrido, la mejor ha sido: Mira, es que necesito que vayas con cuidado si al final follamos. Pero he acabado descartando esta fórmula. Primero, porque la expresión ir con cuidado es demasiado polisémica. Segundo, porque quizá deducirías que te pido sexo suave, y la verdad es que, llegado el momento, no sé si me apetecería que fueras delicado.
Le he dado tantas vueltas al tema que al final he decidido ser específica en mis demandas y he redactado unos apuntes que incluso he pasado a ordenador. La primera versión del documento de Word tenía unas cuantas palabras destacadas en fucsia y no había faltas ortográficas. En la última versión —fruto de un proceso de involución que pretende mostrar un desenfado incompatible con el hecho de escribir una lista para follar—, el documento solo contiene un par de negritas y una palabra mal tecleada, «etusiasmo», cuya ene ausente es una negrita encubierta, una marca tipográfica para llamarte la atención sobre el vocablo. Este documento, arrugado y deliberadamente mal doblado, es lo que llevo en el bolsillo de la chaqueta mientras te espero en una terraza con la mascarilla puesta para nuestra segunda cita.
Ya te veo subir por la calle, tu cabeza sobresaliendo entre la gente. Caminas hacia mí y me sonríes con los ojos aún no del todo, tanteándome todavía. Esto me encanta. Tengo cuarenta años y desconfío de los hombres que te dedican demasiadas sonrisas deslumbrantes. He aprendido a preguntarme qué sombra quieren ocultar con tanto exceso de luz.
Pero tú no. Tú llegas y dudas de cuál es la mejor forma de saludarme, como les pasa a las amigas en tiempos de Covid, como le pasa a la gente que no pretende obtener una respuesta concreta de las demás personas. No sabes si abrazarme girando un poco la cabeza, si pasar de todo y estamparme los dos besos de antaño sobre la mascarilla o si hacer eso tan raro de chocar los codos. Al final, chocamos los codos mientras levantamos las cejas con timidez. Esto también me encanta. Tú me encantas. No tus ojos ni tu boca ni tus manos (que también), sino tu actitud. Si tuviera que describirla, tendría que inventarme una palabra que fuera el antónimo de caza y también de resultadista.
Nos sentamos, nos quitamos las mascarillas y pedimos, tú una caña y yo una fanta. Quieres fumar. ¿Me importa? Como lo estoy dejando… No, no, dale. Y, como eres tan alto, cuando te inclinas para encender el cigarrillo arqueas un poco demasiado la espalda. Entonces te veo de adolescente, lleno de acné y acomplejado por tu altura, empequeñeciendo el cuerpo para hablar con la gente.
Me gusta el olor del humo, digo.
Me gusta tu olor, pienso.
Nos hacemos preguntas. No nos conocemos mucho, pero la conversación fluye y de vez en cuando nos reímos. Nos gustan el cine y la playa. No nos gustan el capitalismo ni los moldes tradicionales. Tu mirada es traviesa. La ropa te queda bien. Eres la persona más atractiva de la terraza con muuucha diferencia. Las bebidas se acaban. Pedimos otra cerveza y otra fanta, que también se acaban. Hay tres colillas tuyas aplastadas en el suelo, porque ahora los bares tienen prohibido poner ceniceros.
Ha anochecido y en algunas mesas de nuestro alrededor la gente empieza a cenar. Me levanto para ir a mear las dos fantas y, en el baño, cuando me limpio el pis, el papel higiénico resbala. Resbala lo suficiente como para que tenga que limpiarme por segunda vez y para que después me mire en el espejo y examine críticamente las cicatrices que los últimos cuarenta años han dejado en mi piel. También resbala lo suficiente como para que me acuerde del papelito que llevo en el bolsillo de la chaqueta.
El papelito dice lo que yo no quiero decir. Que tengo dieciséis años y estoy en una discoteca y, como he bebido, no sé quién es el que no para de tocarme el culo, pero nadie me ayuda. Que tengo veintitrés años y un hombre que cree que me quiere me penetra mientras lloro. Que tengo treinta años y me decido a denunciar una agresión, pero no me hacen caso porque el agresor es «supermajo» y, ay, qué palo da ahora un conflicto.
El papelito dice que hace demasiado tiempo que tengo dieciséis años, y veintitrés, y treinta, y que ya va siendo hora de que pueda tener solo cuarenta y follar tranquila de una vez. También dice que para conseguirlo tú eres perfecto, un regalo caído del cielo.
Por eso salgo del bar decidida a utilizarlo. Fuera empieza a refrescar. Me estás esperando de pie al lado de la terraza. Me acerco a ti, miro hacia arriba y me tiemblan las rodillas. Espero que no se note. Se ve que nos echan porque ya es hora de cenar. Tú te niegas a comer allí. Te parece un atraco a mano armada, pero, si me apetece, conoces un par de sitios mucho mejores en el barrio.
Me apetece, y acabamos en una sandwichería compartiendo unos nachos y dándonos a probar los bocadillos. Nos estamos pasando por el forro el distanciamiento social. Yo me lo quiero pasar completamente por el forro. Lamerte la lengua y arriesgarme a contraer Covid. Parece ser que tú también, porque, mientras esperamos a que nos traigan la cuenta, nos inclinamos sobre la mesa y nos damos un beso. Es un beso de esos suaves y cortos. Nos separamos un momento, nos miramos y nos lanzamos a morrearnos, pero no nos alargamos. Me dices que no quieres incomodar a la camarera, y aquí decido que eres cien por cien digno del papelito que llevo en el bolsillo, así que te pregunto si te apetece tomar la última en mi casa y me contestas que sí.
Salimos de la sandwichería y nos abrochamos las chaquetas hasta arriba. Sin duda, el verano se está acabando. Empezamos a caminar hacia mi casa mientras charlamos y dejamos escapar alguna carcajada. En un callejón nos bajamos las mascarillas y nos volvemos a besar. El calor de tus labios y de tu aliento contrasta con el frío de la calle. Me pones las manos en la cintura y me acercas un poco hacia ti. Dejaría que siguieras, pero recuerdo que ya no quiero follar normal y me aparto.
—¿Estás bien? —me preguntas.
Pareces desconcertado.
—Sí, muy bien. Solo es que tengo que decirte algo.
Pareces asustado. Me apresuro a añadir:
—No eres tú, ¿eh? Soy yo. O sea… es que… —me cuesta encontrar las palabras— si quieres que follemos, tengo unas cuantas condiciones.
Abres los ojos como platos. A mí me empiezan a temblar las manos y me las meto en los bolsillos para que no te des cuenta. En el bolsillo derecho encuentro el papelito. Lo saco y lo empiezo a desdoblar. Tú lo señalas.
—¿Las has escrito? Tus condiciones, digo.
Se te empieza a escapar una risa incrédula. Y a mí, no sé exactamente de dónde, me sale el carácter.
—Sí. Y son tan importantes para mí que, si no te parecen bien o te lo tomas a broma, mejor lo dejamos aquí. De todas formas, debes de tener una cola de gente a la que le encantaría estar contigo esta noche. Qué más te da si me voy.
—Yo no tengo ninguna cola —contestas entre molesto y halagado.
—Es una cola metafórica —replico.
Nos quedamos un rato en silencio. Lo rompes tú:
—¿Me las quieres leer?
Te digo que sí y vamos a sentarnos a un banco. Sacas el paquete de tabaco y enciendes un cigarrillo. No puedes evitar estar divirtiéndote un poco. Carraspeo. Se me pasa por la cabeza que tengo todas las papeletas para convertirme en una anécdota que contarás durante años.
Nos veo desde fuera. En el banco, cara a cara, con las mascarillas puestas y el folio en medio. La escena parece una versión cutre de un contrato prematrimonial de Hollywood.
—¿Has oído hablar del consentimiento sexual? —te pregunto.
—Sss… no.
—Vale. Es una