La diversión se ha esfumado de tu cara y ahora tienes pinta de estar muy concentrado, atento de verdad. Te comería los morros y te desabrocharía la bragueta aquí mismo, pero eso no iría mucho en la línea del consentimiento sexual.
Señalas el papel con los ojos.
—¿A ver?
Te lo paso y empiezas a leer. Como el callejón está oscuro, tienes que sacar el móvil para iluminar el papel. Mientras, yo voy inhalando el humo que sale de tu cigarrillo como la exfumadora empedernida que soy.
—Una cosa —dices al cabo de unos minutos—: me peocupa que no etés etusiasmada.
—¿Cómo dices?
—No, que te has dejado una ene. Mira, aquí —señalas el papel—: «etusiasmo».
—¡Ay, sí, qué tonta! Me he equivocado. —Me río falsamente—. Esto del entusiasmo básicamente quiere decir que el otro tiene que GOZAR de lo que se está haciendo. Si solo lo TOLERA, no vale.
Nos callamos. Aparece un grupo de adolescentes escandalosas. Cuando pasan de largo, me dices:
—Bromas aparte, esto del consentimiento me parece muy razonable. Una guía sencilla para comportarte como una persona decente, ni más ni menos. Solo es que…
Te miras los pies.
—¿Qué?
—No, que… ¿con qué frecuencia hay que pedir consentimiento?
—Ni idea.
—Ah.
Nos volvemos a quedar en silencio. Ya van demasiados silencios. Por eso decido pasar a la acción:
—¿Qué te parece si lo vamos probando sobre la marcha? Empiezo yo: ¿te puedo dar un beso?
Levantas los ojos del suelo y sonríes.
—Sí.
Al rato nos estamos besando con sabor a tabaco y cerveza en el sofá de mi casa. En la mesita de delante hay dos latas de Estrella casi llenas. El sofá es pequeño. Llevamos diez minutos sentados en la misma postura, morreándonos como dos adolescentes, con la espalda demasiado rígida. Si no hubiéramos hablado del consentimiento, seguro que a estas alturas yo ya me habría subido encima tuyo sin sujetador y tú me estarías comiendo las tetas, pero después de la conversación tú te has quedado un poco cortado y yo también. Decido utilizar el consentimiento para salir de la situación:
—¿Estás bien haciendo esto?
Asientes con la cabeza, pero no pareces especialmente convencido.
—Pues no se te ve muy etusiasmado.
Te ríes con un poco de desgana.
Al final vamos a la habitación. Pongo música, enciendo un par de velas y regulo la intensidad de la luz hasta casi el mínimo. Mientras, tú te quedas ahí quieto, sin saber qué hacer más allá de repasar el papelito y colocarlo en la mesita de noche. Tengo ganas de decirte que, si quieres, lo podemos dejar aquí, porque estar con alguien que no tiene ganas de acostarse conmigo solo me ha pasado una vez en la vida, pero fue suficiente para darme cuenta de que no hay nada más desagradable y para preguntarme cómo consiguen soportarse a ellos mismos los hombres que follan así sistemáticamente. Te quiero decir todo esto, pero, en cuanto acabo de encender la última vela y me giro, de repente te tengo encima.
—¿Te puedo quitar el jersey y la camiseta?
Siento una mezcla de susto y alivio, pero gana el alivio. Asiento con la cabeza, nos sentamos en la cama y me dispongo a quitarme el jersey, pero tú me agarras las manos muy rápido y me dices:
—No. Yo.
Muy bien.
Haces que me tumbe, te me colocas encima a cuatro patas y empiezas a besarme el cuello. Bueno, a besarme no. Más bien pasas los labios y respiras fuerte sobre mi cuello y mis orejas hasta que me excito. Me agarras el jersey para quitármelo y yo levanto los brazos, pero lo vuelves a dejar en su sitio. Se te escapa la risa.
—¿Te puedo desabrochar el sujetador y tocarte los pechos por debajo del jersey?
Me desconcierta que ya no me lo quieras quitar, pero de momento me callo. Vamos muy bien con el tema de las preguntas y no lo quiero estropear.
—Vale.
Todavía respirando fuerte sobre mi oreja y mi cuello, me metes las manos por debajo de la camiseta y me acaricias la barriga. Yo te acaricio la espalda por encima de la ropa.
—¿No me quieres quitar el jersey? —pregunto.
—Todavía no —contestas con cara de pícaro.
—Ah. ¿Yo te lo puedo quitar?
—No.
No entiendo nada, pero el consentimiento implica aceptar lo que no entiendes. Cuando se trata de la autonomía de otra persona, lo que entiendas o dejes de entender es totalmente irrelevante.
—De acuerdo —contesto, y aparto las manos de tu espalda.
Tú me las agarras y las vuelves a poner donde estaban.
—No, no. Tócame. Pero solo un poco por debajo del jersey.
Debo de poner una cara extraña, porque añades:
—Es que se me ha ocurrido que con esto del consentimiento… sabemos qué autorizamos a hacer, pero no cuándo nos lo harán. ¿No te parece sexi?
No mucho. Creo. Se trataba de tener control sobre la situación.
—Mmm… no lo sé. A ver. ¿Quieres probarlo y te digo si me gusta?
—Sí que te gusta.
Contestas tan gallito que se me escapa una risa de cerdita. Pero se me pasa enseguida, porque, bajo el jersey, las manos vuelven a recorrerme la cintura y la barriga con los dedos. Me gusta porque me tocas con la presión justa: ni tan suave que hace cosquillas ni asfixiando la piel. Y con esta presión me pasas las manos por detrás de la espalda y me desabrochas el sujetador. Me parece que me vas a quitar el jersey y la camiseta, pero en vez de eso te pones a perfilar el contorno de mis pechos, me miras con cara de travieso, acercas tu boca a la mía y me metes toda la lenguaza. Este beso tan intenso me confunde. Lo tolero durante unos segundos, no sé si por costumbre o por qué, pero al final termino hablando.
—Espera. —Te separas—. ¿Me puedes besar de la misma manera que me tocas?
—¿De la misma manera? ¿A qué te refieres?
—Pues con la misma intensidad… el mismo tipo de juego.
—Ah, claro. —Te detienes—. Claro, claro —repites.
Y empiezas. Rodeas mis pechos con los dedos y acaricias mis labios con los tuyos. Mi cuerpo empieza a moverse solo. La pelvis se me ondula. Te acaricio la espalda por debajo del jersey. Poco a poco, me vas besando con más fuerza y vas avanzando en espiral hacia mis pezones. Todavía no has llegado y una de tus manos aparece delante de mi cara. La has sacado por el cuello de mi jersey para acercarme los dedos a la boca. Quieres que te los lama.
—¿Te parece bien? —preguntas.
—Sí, mucho… ¿Y a ti esto?
Te quedas expectante. Yo separo las piernas, te abrazo con ellas y te pongo los pies en el culo. Empiezo a aplicar presión hacia abajo mientras te miro a los ojos.
—Sí, vale.
Entonces te aprieto con fuerza el culo y ajusto tu pelvis a mi pelvis bailonga. Empiezan a bailar juntas, vaquero contra vaquero.
Vuelvo a dejar los pies en el colchón. Lamo los dedos que habían sacado la cabecilla por el cuello del jersey y ellos se vuelven a esconder. Con las puntas mojadas, me