—¿Te puedo tocar el culo? —pregunto.
—¿Eh? —Separas tu boca de la mía—. Sí, sí. Dale.
Le doy, por encima de los vaqueros, que es lo que me ha parecido que te gustaba.
—Mejor desabróchalos.
—¿No quieres hacerlo poco a poco, como antes?
—No, ya no.
—Vale.
Te los desabrocho y te toco el culo. Las nalgas. Peludas, grandotas y seguro que blanquísimas. Alargo el brazo para llegar hasta el perineo —«¿Te parece bien?», «Sí, sí»—, y te lo voy tocando todo con las dos manos, y a veces presiono para que tú me presiones la pelvis, todavía vaquero contra vaquero. Tus manos están un poco desmadradas. Van de los pechos a la nuca, de la nuca a la cintura, de la cintura al culo y a los muslos por dentro de los tejanos —«¿Puedo?», «Sí»—.
—¿Quieres que follemos? —preguntas.
—Ya estamos follando.
—No, quiero decir… que si quieres follar con penetración.
—No me apetece.
—Ah. ¿Quieres hacer otra cosa?
Respiro antes de decirte lo que quiero hacer, porque no sé cómo decirlo si no es directamente.
—Te quiero meter un dedo en el culo y que te corras así. —Tu cara no es demasiado alentadora—. Siempre y cuando te etusiasme. Si no, no.
—No sé si me etusiasmará, pero llevo tiempo queriéndolo probar.
—¿Ahora te parece bien?
—Mmm… venga, va. Total…
—¿Total qué?
—Pues que este polvo es un poco raro. ¿Te sabe mal que te lo diga?
—No. Me sabría mal que no te lo pasaras bien…
—Me lo estoy pasando bien.
—Guay.
Si quiero llegar al ano con la mano necesito que nos apoyemos en el cabecero de la cama. Por eso reptamos como un bichaco de ocho patas hecho de carne, jersey y vaqueros. Una de las patas saca un gel de la mesita de noche y me vierte un poco en los dedos. No las tengo todas conmigo, pero al final alargo el brazo, lo intento y después de un rato y varios ajustes empiezas a gemir. Es agradable no hacer una paja para variar. A ver, que hacer pajas está bien. Pero hacer pajas siempre, no. Las rutinas son agradables hasta que nos acomodamos demasiado a ellas.
Me quitas el jersey.
—Perdona. ¿Todavía te parece bien?
—Sí. Ya tenía calor.
Y me empiezas a lamer y a besar toda. Son besos y lametones desordenados y con un punto de desesperación. Los noto en el hombro, el cuello, los labios, los pechos. Gimes. Cada vez más fuerte. Flipo un poco con el volumen de tu voz, pero no digo nada, por supuesto. Quien habla eres tú. Dices:
—Tía, me corro.
Te corres entre unos cuantos alaridos. Después te desplomas sobre mí. Tu cabeza grande, grande como el resto de tu cuerpo, recobra el aliento sobre mi hombro. Al cabo de unos minutos te levantas, me miras con esos ojos tan oscuros y me dices:
—Hostia. Hacía años que intentaba tener un orgasmo así. Nunca lo había conseguido.
—¿Y eso? ¿No teníais vaselina?
—Sí, sí teníamos. Lo que no tenía era la mente abierta. Aún no.
—Ya… Viva la lectura.
—Libre.
Y me das un beso largo.
—Tú no has acabado, ¿no?
—Quizá sí. Pero no me he corrido.
—Me refería a eso.
—Ya, pero no es lo mismo. —Sonrío para endulzar mis palabras. Sé más que tú sobre feminismo y sexo. No es porque sea más lista. Es porque una mujer necesita conocer más estos temas si quiere cuidarse—. A veces me quedo bien aunque no tenga ningún orgasmo, ¿sabes?
—¿Y ahora? Si quieres correrte, dime qué quieres que te haga.
Miro hacia arriba y me lo pienso. Para correrme, me tendría que mover. Salir de debajo de tu cuerpo pesado, caliente y con un ligero olor a sudor. Y tu cuerpo pesado, caliente y con un ligero olor a sudor es muy agradable.
—¿Quieres que te coma el coño? Me molaría saber cómo lo tienes.
Ay, qué monada. Creo que sí vale la pena moverme un poco.
—Prefiero hacer otra cosa.
—¿Sí? ¿Qué?
—Mira.
Salgo de debajo de ti y me quito los tejanos y las bragas. Me quedo solo en calcetines. Tú todavía estás completamente vestido, con la ropa muy desaliñada.
Me pongo de espaldas a ti, de rodillas, con las piernas algo abiertas y la espalda arqueada. Me entra un ataque de autoconciencia, de inseguridad física, pero lo ahuyento con un manotazo mental. Después giro la cabeza y te miro:
—Me apetecería que te pusieras detrás de mí y me masturbaras. Si quieres…
Muy obediente, te levantas y te acercas a mí. Yo alargo las manos hacia el cabecero de la cama y miro la pared. Espero. Tú no reaccionas. Me giro y veo que te estás tocando la bragueta.
—¿Estás bien?
—Sí. Sí —dices—. Es que ahora caigo en que no he eyaculado.
—Ah, es que me parece que tal y como lo hemos hecho, no hay bombeo de no sé qué y no se eyacula.
—Ah, vale.
Y me miras. Y te miras el paquete. Y me vuelves a mirar. Y te vuelves a mirar el paquete. Y después me miras el culo y la espalda y me los acaricias. Y me besas el cuello y el hombro.
—¿Esto te gusta?
—Sí, mucho. ¿Te parece bien que te coja la mano y te enseñe cómo me gusta masturbarme?
—Sí, por favor, que, si no, no doy pie con bola.
Nos reímos y te lo enseño. Tus dedos recogen mi flujo y te pones a mil, y yo me pongo a mil contigo. Cuando te muevo la mano, me giro para mirarte. Lo hago con toda la intención, para que entiendas qué me gusta más. Al rato ya funcionas solo y yo me agarro de nuevo al cabecero. Miro por última vez tus manos grandes sobre mi cuerpo, tu piel más oscura que la mía, y cierro los ojos. Muevo las caderas y gimo mientras tus dedos se deslizan por mi vulva, me lames el cuello y me agarras por el pelo.
Me corro y enseguida redondeo la espalda hasta quedarme en posición fetal. Tú te tumbas a mi lado.
—Tengo frío —digo, y me incorporo para acurrucarme contra el cabezal, abrir la cama y meterme bajo el nórdico.
—Y yo calor.
—¿Te quieres desnudar?
—¡A buenas horas!
—Si te apetece, te puedes desnudar y meterte aquí dentro conmigo.
Me miras. Ni te ríes ni sonríes. Tienes un amago de risa en la boca.
—El mundo al revés —dices.
—Oye, que te he avisado antes de subir. Aunque, ahora que lo pienso, puedes quejarte. El consentimiento lo contempla.
Te desnudas con el amago de risa todavía en la boca. Te digo que no hace falta que te quites los calcetines, que yo no me los pienso quitar, ni ahora ni nunca que folle y haga frío, y la risa se te escapa de la