[33] GAUNILON, Liber pro insipiente, 7; Patr. lat., t. 158, c. 247-248.
IV.
LOS SERES Y SU CONTINGENCIA
SI LO QUE HEMOS DICHO ES EXACTO, la revelación cristiana ejerció influencia decisiva sobre el desarrollo de la metafísica al introducir en ella la identificación de Dios y del Ser. Ahora bien: esta primera decisión implicaba una modificación correlativa de nuestra concepción del Universo. Si Dios es el Ser, no es solamente el ser total: totum esse; como acabamos de ver, es también el verdadero ser: verum esse; lo que significa que lo demás no es sino ser parcial y ni siquiera merece verdaderamente el nombre de ser[1]. He ahí, pues, lo que en el primer momento nos parece que constituye la realidad por excelencia: el mundo de la extensión y del movimiento que nos rodea, rechazado en la penumbra de la apariencia y relegado en la zona inferior de una casi irrealidad. Nunca se insistirá bastante sobre la importancia de ese corolario y ahora quisiera señalar por lo menos su significación esencial.
Que la realidad sensible no sea la realidad verdadera no es seguramente una revelación traída por el cristianismo. Todo el mundo recuerda a Platón y la manera en que subordina los seres a sus Ideas. Inmutables, eternas, necesarias, las ideas son; en tanto que mudables, perecederas, contingentes, las cosas son como si no fuesen. Todo cuanto tienen de ser les llega de que participan de las ideas; pero no participan solo de las ideas, puesto que sus formas transitorias no son sino reflejos proyectados por las ideas sobre un receptáculo pasivo, suerte de indeterminación tomada entre el ser y el no-ser, que vive una vida miserable y precaria y cuyos flujos y reflujos, como los de un inmenso Euripo, comunican a los reflejos de las ideas que ellos arrastran su propia indeterminación. Todo lo que sobre el particular ha dicho Platón es verdad para un cristiano, pero de una verdad mucho más profunda de lo que jamás pensó Platón y, en cierto sentido, de otra verdad. Lo que distingue a las filosofías cristianas del helenismo es precisamente el hecho de que aquellas se fundan en una idea del ser divino a la cual ni Platón ni Aristóteles se remontaron jamás.
Desde el momento en que se dice que Dios es el Ser, está claro que en cierto sentido solo Dios es. Admitir lo contrario es comprometerse a sostener que todo es Dios, lo que el pensamiento cristiano no sabría hacer, no solo por razones religiosas, sino también por razones filosóficas, de las cuales la principal es que si todo es Dios, no hay Dios. En efecto, nada de lo que conocemos directamente posee los caracteres del ser. En primer lugar, los cuerpos no son infinitos, puesto que cada uno de ellos está determinado por una esencia que lo limita al definirlo. Lo que conocemos es siempre tal o cual ser, jamás el Ser, y aun suponiendo efectuado el total de lo real y de lo posible, ninguna suma de seres particulares podría reconstituir la unidad de lo que es, pura y simplemente. Pero hay más. Al Ego sum qui sum del Éxodo corresponde exactamente esta otra palabra de la Biblia: Ego Dominus et non mutor (Malaq., III, 6). Y, en efecto, todos los seres por nosotros conocidos se hallan sometidos al devenir, es decir, a la mudanza; no son, pues, seres perfectos e inmutables como lo es necesariamente el Ser mismo[2]. En este sentido no hay hecho ni problema más importante para el pensamiento cristiano que el del movimiento; y porque la filosofía de Aristóteles es esencialmente un análisis del devenir y de sus condiciones metafísicas, esta ha llegado a ser, y siempre seguirá siéndolo, parte integrante de la metafísica cristiana.
A veces extraña ver a santo Tomás de Aquino comentar hasta en su letra misma la física de Aristóteles y sutilizar sobre las nociones de acto y de potencia como si a ello estuviera enlazada la suerte de la teología natural. Y lo está, en cierto modo. El lenguaje de Aristóteles es un lenguaje bien forjado, y por eso los conceptos que allí se expresan forman una ciencia; pero siempre se puede encontrar, bajo las expresiones técnicas que utiliza, la realidad misma de que habla, y esa realidad es casi siempre la del movimiento. Nadie ha discernido más claramente que él su carácter misterioso bajo su misma familiaridad. Todo movimiento implica ser, pues si no hubiese nada, nada podría moverse, y el movimiento es, pues, siempre el de alguna cosa que se mueve. Por otra parte, si lo que se mueve fuese plenamente, no estaría en movimiento, pues cambiar es adquirir ser o perder ser. Para llegar a ser algo es menester primeramente no haberlo sido, y a veces hay que dejar de ser otra cosa, de modo que moverse es el estado de lo que, sin no ser nada, no es sin embargo plenamente el ser. Bergson acusa a Aristóteles y a sus sucesores de haber reducido a cosas el movimiento y de haberlo desmenuzado en una serie de inmovilidades sucesivas. Nada menos cierto; y es confundir a Aristóteles con Descartes, quien, en ese punto preciso, es la negación misma de aquel. Todo el aristotelismo medieval, yendo más allá de la sucesión de los estados de lo móvil, ve en el movimiento cierto modo de ser, es decir en el sentido lato, cierta manera de existir, metafísicamente inherente a la esencia de lo que existe así, y, por consiguiente, inseparable de su naturaleza. Para que las cosas cambien, tal como vemos que hacen, no basta con que, estables en sí mismas, pasen de un estado a otro, como el cuerpo se muda de un lugar a otro sin dejar de ser lo que es en la física de Descartes. Es menester, al contrario, que, como en la física de Aristóteles, aun la mudanza local de un cuerpo señale la mutabilidad intrínseca del cuerpo que se muda, de modo que bajo cierto aspecto, la posibilidad de dejar de estar donde está atestigüe la posibilidad de dejar de ser lo que es.
Esta es la experiencia fundamental que Aristóteles se esfuerza por formular diciendo que el movimiento es el acto de lo que está en potencia en tanto que está en potencia. Es una definición —se admite desde Descartes—, a la cual tenemos derecho de no hacerle caso; y la de Descartes parece seguramente mucho más clara, pero quizá sea, como bien lo vio Leibniz, porque no define en modo alguno el movimiento. No es la definición de Aristóteles lo oscuro, sino el movimiento mismo que ella define: lo que es acto, puesto que es, pero que no es actualidad pura, puesto que deviene y cuya potencialidad, sin embargo, tiende a actualizarse progresivamente, puesto que cambia. Cuando se superan así los vocablos para alcanzar las cosas, no se puede dejar de ver que la presencia del movimiento en un ser es reveladora de cierta falta de actualidad.
Ya se percibe sin duda en qué podía interesar a pensadores cristianos este análisis del devenir y por qué los filósofos de la Edad Media le atribuyeron tanta importancia. Sin embargo, cosa digna de observar, es también uno de los puntos en que mejor se ve cómo el pensamiento cristiano ha sobrepasado al pensamiento griego profundizando las nociones mismas que les son comunes. Leyendo en la Biblia la identidad de la esencia y de la existencia en Dios, los filósofos cristianos no podían dejar de ver que la existencia no es idéntica a la esencia en nada que no sea Dios. Ahora bien: a partir de ese momento, el movimiento dejaba de significar solamente la contingencia de los modos de ser, o aun la contingencia de la substancialidad de los seres que se hacen o se deshacen según sus participaciones cambiantes a lo inteligible de la forma o de la idea; significaba la contingencia radical de la existencia misma de los seres en devenir. En el mundo eterno de Aristóteles, que dura fuera de Dios y sin Dios, la filosofía cristiana introduce la distinción de la esencia y de la existencia. No solo sigue siendo cierto decir que, dejando a Dios a un lado, todo lo que es podría no ser lo que es, sino que también es cierto decir que, fuera de Dios, todo lo que es podría no existir[3]. Esta contingencia radical imprime al mundo que ella afecta un carácter de novedad metafísica muy importante y cuya naturaleza aparece de lleno cuando se plantea el problema