Menos conciliadores en la forma que santo Tomás, los agustinianos de la Edad Media se complacieron en señalar esta laguna de la filosofía griega y aun a veces reprochándosela con amargura[7]. Otros intérpretes, sobre todo entre los modernos, sin llegar hasta ver en esa laguna la marca de un vicio congénito del aristotelismo, al comprobar que Aristóteles permanece completamente ajeno a la noción de creación[8], ven en ese olvido un silogismo grave, que lo pone en contradicción con sus propios principios[9]. La verdad es quizá más sencilla todavía, pues lo que faltaba a Aristóteles para concebir la creación era precisamente el principio. Si hubiese sabido que Dios es el Ser y que en Él solo la existencia es idéntica a la esencia, sería en efecto inexcusable de no haber pensado en la creación. Una causa primera que es el Ser y que no es causa del ser para todo lo demás, sería evidentemente absurdo. No se necesitaba el genio metafísico de Platón o de Aristóteles para darse cuenta de ello, y por poco especulativos que se suponga a los primeros cristianos, lo fueron bastante como para darse cuenta. Ya en la Epístola de san Clemente, es decir, en el primer siglo después de Jesucristo, vemos aparecer el universo cristiano, con la existencia contingente que le es propia, pues Dios «ha constituido todo por el verbo de su majestad y puede subvertirlo todo por su verbo» (Epist. ad Corinth., XXVII, 4). Por más modesto metafísico que fuese el autor de El Pastor de Hermas, es bastante especulativo para comprender que el primer mandamiento de la Ley implica, también la noción de creación: «Ante todo, cree que existe un Dios único, que ha creado todo y ha acabado todo, y ha hecho pasar a todo de la nada a la existencia; lo contiene todo y nada puede contenerlo» (Mand., I, 1). Y aún no estamos sino a comienzos del siglo ii. En la misma época, la Apología de Aristides extrae una prueba de la creación de la comprobación misma del movimiento, esbozando así lo que el tomismo desarrollará en el siglo xiii con una técnica más rigurosa, pero exactamente con el mismo espíritu[10]. Y si queremos llegar hasta fines del siglo ii, encontraremos en la Cohortatio ad Graecos (XXII-XXIII) una crítica directa del platonismo, con su dios artífice, pero no creador, a cuyo poder escapa el ser mismo del principio material. Nada más sencillo para aquellos cristianos; pero, si supieron lo que los filósofos ignoraron, es sencillamente, como lo reconoce sin dificultad Teófilo de Antioquía, (Ad Autolyc., II-1 o) porque habían leído la primera línea del Génesis. Ni Platón ni Aristóteles la leyeron, y eso quizá haya cambiado toda la historia de la filosofía. Seguramente pueden acumularse como plazca los textos en que Platón pone al Uno en el origen de lo múltiple y Aristóteles al necesario en el origen de lo contingente[11]. Pero en ningún caso la contingencia metafísica de que hablan podría exceder la unidad y el ser en el cual piensan. Que la multiplicidad del mundo de Platón sea contingente en relación a la unidad de la Idea, es cosa natural; que los seres del mundo de Aristóteles, arrastrados de generaciones a corrupciones por la marea incesante del devenir, sean contingentes en relación a la necesidad del primer motor inmóvil, es igualmente natural; pero que la contingencia griega en el orden de la inteligibilidad y del devenir alcanzara alguna vez la profundidad de la contingencia cristiana en el orden de la existencia, es de lo que no tenemos ninguna señal y lo que no se podía pensar en concebir antes de haber concebido al Dios cristiano. Producir el ser, pura y simplemente, es la acción propia del Ser mismo[12]. No se puede alcanzar la noción de creación ni la distinción real de la esencia y de la existencia en lo que no es Dios, mientras se admitan cuarenta y cuatro seres en cuanto seres. Lo que falta tanto a Platón como a Aristóteles es el Ego sum qui sum.
Esta conquista metafísica marcaba evidentemente un progreso considerable para la noción de Dios, pero modificaba correlativamente, y de manera no menos profunda, la noción del universo tal cual la habían concebido hasta entonces. A partir del momento en que el mundo sensible es considerado como el resultado de un acto creador, que no solo le ha dado la existencia, sino que se la conserva en cada uno de los momentos sucesivos de su duración, ese mundo sensible se encuentra en grado tal de dependencia que viene a quedar herido de contingencia hasta en la raíz de su ser. En lugar de hallarse suspendido a la necesidad de un pensamiento que se piensa, el universo está suspendido a la libertad de una voluntad que lo quiere. Esta visión metafísica nos es familiar hoy día, pues el mundo cristiano no es solamente el de santo Tomás, de san Buenaventura y de Duns Escoto, es también el de Descartes, de Leibniz y de Malebranche; ya no nos damos cuenta sino difícilmente del cambio de perspectiva que ella supone en relación a la concepción griega de la naturaleza. Sin embargo, es imposible pensar en ello seriamente sin experimentar cierto terror. Más allá de las formas, de las armonías y de los números, son las existencias mismas las que en lo sucesivo no se bastan; este universo creado, del que san Agustín decía que por sí mismo se inclina sin cesar hacia la nada, es a cada instante salvado del no-ser solo por el don permanente de un ser que aquel no puede ni darse ni conservarse. Nada es, nada se hace, nada hace, sin que su existencia, su devenir y su eficiencia no sean tomados a la subsistencia inmóvil del Ser infinito. El mundo cristiano no relata solo la gloria de Dios por el espectáculo de su magnificencia, lo atestigua por el hecho mismo de que existe: «He dicho a todas las cosas que rodean a mis sentidos: habladme de mi Dios, vosotras que no lo sois, decidme algo de Él. Y todas gritaban con voz fuerte: ¡Él es quien nos ha hecho! Para interrogarlas, las miro y no tengo más que verlas para comprender su respuesta»[13]. Ipse jecit nos; la vieja palabra del Salmo no resonó nunca para los oídos de Aristóteles, pero san Agustín la oyó y las pruebas cosmológicas de la existencia de Dios se vieron transformadas.
Puesto que, en efecto, la relación entre mundo y Dios reviste un aspecto nuevo en la filosofía cristiana, es menester necesariamente que las pruebas de la existencia de Dios asuman una significación nueva. Nadie ignora que toda la especulación de los Padres de la Iglesia y de los pensadores de la Edad Media sobre la posibilidad de probar a Dios a partir de sus obras va directamente unida a la famosa palabra de san Pablo en la Epístola a los romanos (I, 20): invisibilia Dei per ea quae jacta sunt, intellecta conspiciuntur. En cambio, no parece que se haya prestado suficiente atención a un hecho, cuya importancia es, sin embargo, capital: que al unirse a san Pablo, todos los filósofos cristianos se apartaban por eso mismo de la filosofía griega. Probar la existencia de Dios per ea quae jacta sunt, es comprometerse por anticipado a probar su existencia como creador del universo; en otros términos, es admitir desde la iniciación de la investigación que la causa eficiente que se trata de probar por el mundo no puede ser sino su causa creadora y, por consiguiente también, que la noción de creación estará necesariamente implicada en toda demostración de la existencia del Dios cristiano.
Que tal sea el pensamiento de san Agustín, no se puede poner en duda, puesto que la célebre subida del alma hacia Dios, en el Libro X de las Confesiones, supone que el alma excede sucesivamente a todas las cosas que no se han hecho para elevarse al creador que las ha hecho. En cambio, el lenguaje aristotélico de que usa santo Tomás, aquí como en otras partes, parece haber equivocado a excelentes historiadores sobre el verdadero sentido de las pruebas cosmológicas o, como él mismo