Para quien concibe netamente este punto, la interpretación de las pruebas cosmológicas de la existencia de Dios se aclara, y se comprende por qué hemos podido decir, que hasta cuando repetían al pie de la letra a Aristóteles los filósofos cristianos se movían en un plano diferente del de aquel[23]. Para que se comprenda mejor esta verdad, basta con evocar la controversia, célebre en la Edad Media, entre los que admitían la existencia de pruebas puramente físicas de la existencia de Dios, como Averroes, y los que no admitían sino pruebas metafísicas de su existencia, como Avicena. Averroes representa aquí una tradición mucho más cercana de la tradición griega, pues en universos como los de Platón y de Aristóteles, donde Dios y el mundo se afrontan eternamente, Dios no es sino la clave de bóveda del cosmos y su animador; no se pone, pues, como el primer término de una serie que vendría a ser al mismo tiempo trascendente a la serie. Avicena, al contrario, representa la tradición judía más consciente de sí misma, pues su Dios, al que llama estricta y absolutamente el Primero, no es ya el primero del universo, es el primero en relación al ser del universo, anterior a ese ser y, por consiguiente también, fuera de él. Por eso, exactamente hablando, se debe decir que la filosofía cristiana excluye por esencia toda prueba únicamente física de la existencia de Dios, para no admitir sino pruebas físico-metafísicas, es decir, suspendidas al ser en cuanto ser. El hecho de que santo Tomás utilice en esas materias la física de Aristóteles no prueba nada, si, como acabamos de decirlo, empezando en físico, termina siempre en metafísico; antes bien podría señalarse que aun su interpretación general de la metafísica de Aristóteles trasciende al aristotelismo auténtico, porque al elevar el pensamiento a la consideración de Aquel que es, el cristianismo ha revelado a la metafísica la naturaleza verdadera de su objeto propio. Cuando un cristiano define con Aristóteles la metafísica como la ciencia del ser en cuanto ser, puede asegurarse que lo entiende siempre como la ciencia del Ser en cuanto Ser: id cujus actus est esse, es decir, Dios.
Parece, pues, que, empleando una expresión de W. James, el universo mental cristiano se distingue del universo mental griego por diferencias de estructura de más en más profundas. Por una parte, un Dios que se define por la perfección en el orden de la calidad: el Bien de Platón, o por la perfección en un orden del ser: el Pensamiento de Aristóteles; por otra parte, el Dios cristiano que es primero en el orden del ser y cuya trascendencia es tal que, según la vigorosa palabra de Duns Escoto, cuando se trata de un primer motor de ese género, hay que ser más metafísico para probar que es el primero, que físico para probar que es motor. Del lado griego, un dios que puede ser causa de todo el ser, inclusive su inteligibilidad, su eficiencia y su finalidad, salvo de su existencia misma; del lado cristiano, un Dios que causa la existencia misma del ser. Del lado griego, un universo eternamente informado o eternamente movido; del lado cristiano, un universo que comienza por una creación. Del lado griego, un universo contingente en el orden de la inteligibilidad o del devenir; del lado cristiano, un universo contingente en el orden de la existencia. Del lado griego, la finalidad inmanente de un orden interior a los seres; del lado cristiano, la finalidad trascendente de una Providencia que crea el ser del orden con el de las cosas ordenadas[24].
Dicho esto, podemos tratar de responder a una cuestión difícil que quizá no se pueda ni elucidar completamente, ni conseguir evitarla. ¿Hemos de decir que al exceder al pensamiento griego, el pensamiento cristiano se le opone, o simplemente que lo prolonga y lo acaba? Por mi parte, no veo ninguna contradicción entre los principios asentados por los pensadores griegos de la época clásica y las conclusiones que los pensadores cristianos extrajeron de ellos[25]. Parece al contrario, ya que se las deduce, que esas conclusiones aparecen como evidentemente incluidas en esos principios; de modo que el problema residiría entonces en saber cómo los filósofos que descubrieron esos principios pudieron desconocer hasta ese punto consecuencias necesarias que en ellos se hallaban implicadas. Ello se debe, me parece, a que Aristóteles y Platón no consiguieron discernir el sentido pleno de las nociones que ellos mismos fueron los primeros en definir, porque no profundizaron el problema del ser hasta el punto en que, sobrepasando el plano de la inteligibilidad, alcanza el de la existencia. No estuvieron descarriados en el planteo de sus preguntas, pues el que plantearon es bien el problema del ser y por eso sus fórmulas siguen siendo buenas; la razón de los pensadores del siglo XIII fraternizaba con ellas no solo sin pena, sino con alegría, porque podía leer allí las verdades que ellas contienen, aunque ni Platón ni Aristóteles las hubiesen descifrado. Es lo que explica a un tiempo que la metafísica griega hiciera entonces progresos decisivos y que esos progresos se realizaran bajo el impulso de la revelación cristiana: «El aspecto religioso del pensamiento de Platón no fue revelado en toda su fuerza sino en tiempo de Plotino, en el siglo III después de Jesucristo; el del pensamiento de Aristóteles, pudiera decirse sin paradoja injustificada, no lo fue sino en el momento en que lo sacó a luz Tomás de Aquino, en el siglo XIII»[26]. Digamos quizá más bien san Agustín que Plotino, tengamos en cuenta en todo caso el hecho de que Plotino mismo no ignoró el cristianismo, y podremos concluir que si el pensamiento medieval pudo conducir al pensamiento griego a su punto de perfección, ello se debe a la vez porque el pensamiento griego era ya verdadero, y porque el pensamiento cristiano podía verificarlo más completamente todavía en virtud de su cristianismo mismo. Planteando el problema del origen del ser, Platón y Aristóteles estaban en el buen camino, y justamente porque estaban en el buen camino significaba un progreso sobrepasarlos.