—¿Qué buscas, papá?
—¡El móvil!
Pensó en regresar a por él, pero ya era muy tarde. No quería soportar una nueva bronca ni de su mujer ni de su padre, acostumbrado a comer muy pronto.
Cortés y Marina se sentaron en el vagón. Él procuró apartar la vista de la oscuridad que reinaba en los túneles mientras avanzaban, no quería imaginar el miedo de aquellos hombres y mujeres que, no hacía tanto, se guarecían allí de las incursiones de la aviación franquista. Rememoró sus años de estudiante, que daban validez al dicho de que «cualquier tiempo pasado fue mejor», y más viendo cómo su felicidad, excepto por su hija, se había ido por el sumidero durante aquellos últimos años.
La Historia siempre fue una de sus materias favoritas, especialmente la relacionada con las conquistas y las guerras. La única matrícula de honor que obtuvo estudiando Periodismo había sido en la asignatura Historia de Catalunya del siglo XX. Casualmente, le había tocado comentar un texto sobre las consecuencias de los bombardeos contra civiles durante la Guerra Civil.
Recordó la conversación que había mantenido con Jordi Culla, su profesor de Historia, en uno de sus primeros días como universitario. Culla solía comenzar las clases pronunciando una sentencia muy manida: «Quien no conoce su historia está condenado a repetirla». Cortés argumentó que la máxima que defendía el catedrático le parecía un poco ingenua.
—Sería, más bien, que quien conoce su historia está tentado de repetirla —repuso Cortés.
—¿Por qué dice usted eso? —se interesó Culla.
—Porque muchas personas, aun conociendo nuestro pasado repleto de guerras y violencia, siguen cometiendo los mismos errores.
El profesor sonrió.
—Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas con las que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.
—Esa cita me resulta familiar —apuntó Cortés— ¿podría ser de Karl Marx?
—A él se atribuye. Pero me alegra mucho que le suene a usted. —El profesor consultó unos papeles que tenía encima de la mesa—. Su razonamiento me parece acertado, señor… Martín Cortés. Célebre apellido, ¡a fe mía! —destacó Culla—. Es usted tocayo del primogénito del famoso conquistador.
—¡Pero yo soy más guapo! —le había contestado Cortés, provocando la hilaridad de todos sus compañeros.
—Sobre eso prefiero no opinar, pues cada uno es tal como Dios le hizo, ¡y aún peor muchas veces! —repuso Culla.
—Eso es de Cervantes, del Quijote para ser más exacto —terció Cortés.
—¡Albricias! Tenemos entre nosotros a un lectorem hominem. Me llena de orgullo y satisfacción saber que nuestra juventud lee, al menos parte de ella. Descansada vida la del que huye del mundanal ruido y ¿sabe alguno de ustedes cómo sigue?
Cortés levantó la mano y Culla le hizo un gesto de aprobación.
—… y sigue la escondida senda por donde han ido… los pocos sabios que en el mundo han sido.
Su intervención provocó los aplausos de los compañeros. Culla, sonriente, les dijo a todos que la vida de Fray Luis de León le parecía un tema apasionante, pero que debían seguir con la historia de Catalunya. Les explicó a continuación que Barcelona se convirtió, durante la Guerra Civil, en la primera gran urbe occidental de la historia que sufrió durante dos años bombardeos aéreos sistemáticos y masivos contra objetivos no militares, a pesar de encontrarse en retaguardia. Aquello obligó a la población a refugiarse donde podía. Los corredores y galerías del metro barcelonés fueron lugares muy utilizados en la contienda y, a pesar de que sus obras de remodelación habían ido destruyendo con el tiempo muchos de esos refugios, un significativo número de ellos aún se conservaban total o parcialmente en el subsuelo de la ciudad.
—¿En qué piensas, papá? —le preguntó Marina. Su voz le devolvió a la realidad.
—En nada importante mi monita. —Cortés volvió a fijar su mirada en la oscuridad del túnel y sintió que retrocedía hacia sus propias tinieblas, hacia un cuartucho oscuro en el que había permanecido encerrado durante días en el pueblo de su padre, y cuyo recuerdo afloraba en forma de pesadilla cuando menos lo pretendía. Volvió a esconder la imagen en un punto impreciso de su cerebro y se obligó a sí mismo a levantar los ojos.
Cortés observó que, para ser un domingo al mediodía, no había mucha gente en el vagón. Un señor mayor leía La Vanguardia. Dos chicas jóvenes consultaban sus móviles muy concentradas e intercambiaban susurros. Delante, una anciana tejía sus labores de punto junto a un señor de ojos verdes, cuya mano izquierda tenía apoyada sobre la pierna de la mujer.
Al instante le sobrevino un nuevo escalofrío al recordar otra vez aquel Whatsapp proveniente de un número desconocido.
«¿México? ¿Por qué México?», pensó poniendo los ojos en blanco.
—¿Qué pasa, papá? —Esa vez fue su hija quien le apretó fuerte la mano.
—Nada, hija, cosas del trabajo. Que mañana me reincorporo y solo de pensarlo. En seguida comenzó a tararear la canción de Joan Manuel Serrat Esos locos bajitos, que muchas veces ponía a su hija en el coche. Ella le acompañó, al momento, con la parte que más le gustaba cantar. «Niño, deja ya de joder con la pelota.
Niño, que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca...».
—Cachis en la mar, ¿cuántas veces te he dicho que eso no se dice? —inquirió Cortés intentando simular enfado.
—Pero si eres tú quien me pones la canción muchas veces —replicó la pequeña.
—Y encima respondona. ¿Ya tienes ganas de regresar al cole? Has hecho campaña casi un mes, como nunca —le dijo Cortés, esforzándose por centrar su atención en la pequeña y olvidar por un momento el mensaje y las broncas con su mujer.
—No, prefiero que me sigas enseñando a jugar al ping-pong y a montar en bici.
—Yo también quiero eso, mi monita, pero así es la vida. Tú tienes que estudiar para jubilarme pronto y yo, mientras, seguiré trabajando para alimentar esta panza tan grande —afirmó mientras le hacía cosquillas, lo que provocó que su hija riera a carcajada limpia—. Sé seria, que estamos dentro del metro, y como te vea el policía te detiene y te lleva al cuartelillo.
—¡Pero si eres tú!
—¿Yo? ¡Qué va! Le diré al policía que no te conozco de nada.
—¡Papá!
—Disculpe, señorita, se equivoca, yo no sé quién es usted.
—¡Papá! —le espetó la niña algo preocupada.
Los ojos de la pequeña brillaban.
—¡Qué preguntona! Ya veo que serás periodista.
—¡De mayor quiero ser como tú!
—No,