@marcosgonzalezm
#HijodeMalinche
15 de noviembre de 2020
Prefacio
“Hoy no sé bien quién soy... sé que no estoy donde quisiera; hoy no sé la razón y, aunque lo intento, no levanto cabeza...”.
Hoy no soy yo (Jarabe de Palo)
Martín sentía un intenso calor en aquella habitación sin ventana, el dolor de cabeza no le daba tregua. El lugar olía a viejo y estaba a oscuras. Vestía un apretado traje negro de tres piezas, rematado por una corbata raída. No le gustaba, pero era la ropa de los domingos, la que casi todos los niños llevaban en el pueblo para ir a misa; es más, solo entonces recibirían la paga semanal.
Alcanzó a percibir un grupo de pisadas al inicio del pasillo. Primero al lado izquierdo y luego en el opuesto. Las de la derecha se acercaban cada vez más. Solo se vislumbraba una luz tenue por debajo de la puerta de madera, desde donde venía el sonido que, en esos momentos, se mezclaba con el de un olfateo rápido y fuerte enfocado en la rendija junto al suelo. El animal comenzó a gruñir de forma leve, aunque al poco tiempo sus gañidos se volvieron frenéticos. Martín se puso derecho y dio un paso hacia atrás. Otras zancadas se abalanzaron contra la puerta y parecieron unirse al frenesí.
Martín miró alrededor. Solo había una cama con un cabezal de hierro negro y un armario igual de viejo que contenía sus escasas pertenencias. También la enorme cruz sobre la alcoba. No recordaba los días que llevaba allí. Cogió el pantalón corto, sacó el cinturón y se acercó a la puerta con sigilo. Los perros del cura comenzaron a rascar su parte baja. Uno de ellos se lanzó contra la madera provocando un ruido explosivo y seco. Martín se sobresaltó por el golpe, se le cayó el cinturón y dio un paso atrás. Al otro lado, los ladridos se volvían cada vez más intensos. «¡Dejadme en paz!», gritó desesperado. De repente, vio una mariposa que se posaba junto a él. «No tengas miedo, mi querido Martín —le dijo—. Vuela tan alto como yo». En aquel momento, uno de los perros logró abrir la puerta y entró en la lúgubre habitación.
***
Cortés despertó, sobresaltado, sintiendo un profundo escalofrío. Percibió cómo se contraían sus músculos a causa del calambre que comenzaba a subir desde su pierna izquierda. No pudo evitar soltar un grito y agitar los brazos. Escuchó voces desconocidas que le pedían, en un español de lo más variopinto, que por favor se callara. Volvió a chillar, esta vez con menos intensidad, pero sintió un fuerte dolor al tratar de incorporarse en su asiento. Se dio cuenta de que tenía la cintura atada.
«¿Por qué estoy así?», se preguntó mientras sacudía la cabeza. Sentía frío, una densa oscuridad, un olor a restaurante de comida rápida flotaba a su alrededor. Solo vislumbraba una luz confusa y, más allá, un pasillo en el que destacaban unas borrosas lucecitas amarillas sobre un techo que tampoco conseguía identificar.
Se palpó la cara. No llevaba las lentillas ni las gafas. Sí unos auriculares que no recordaba haberse puesto. Escuchó una canción que no conocía, aunque la voz masculina y uniforme le resultó familiar. Asustado, volvió la vista atrás. Por el pasillo sobresalía la sombra de un señor mayor que hacía un gesto severo para que guardara silencio. Movió la cabeza varias veces, tratando de despertar de aquella pesadilla. De pronto, notó que le tocaban la mano, volvió a gritar por culpa de otra sacudida que recorrió su cuerpo en forma de descarga, como si estuviera en una silla eléctrica.
Un rumor volvió a alzarse a su alrededor. Giró el rostro a su izquierda, una chica desconocida le acariciaba el brazo; tras sonreír, le entregó sus gafas.
—¿Qué hago aquí? ¿Por qué las tienes? —preguntó—. No sé dónde estoy, no sé a dónde voy... —repetía la estrofa de la canción Hoy no soy yo, de Jarabe de Palo, que sonaba en ese momento en sus auriculares.
Se quedó paralizado, dejando que la cadencia de las notas y la armonía pusieran orden en su cerebro: «Hoy no sé bien quién soy... sé que no estoy donde quisiera; hoy no sé la razón y, aunque lo intento, no levanto cabeza...».
—Cálmate —le pidió la chica con voz suave, casi un susurro—. Te quedaste dormido con las gafas medio caídas y te las quité para que no te molestaran. Disculpa si te he asustado.
Cortés la miró durante unos segundos sin responder, luego suspiró y se puso los lentes. Por fin se dio cuenta de lo ocurrido. Una vez más había sufrido la pesadilla, la misma desde que era pequeño, cuando los perros le atacaron en el pueblo de su padre. Sin darse cuenta, comenzó a tararear la canción que había estado escuchando tanto rato seguido: «No sé qué sucedió, pero todo eso cambió; la vida ya no es un sueño; no he resuelto el misterio; hoy no soy el que quiero ser; el mismo de antes, lo que fui ayer».
«¡Joder!, se me va la cabeza, yo no soy así de lunático, todo lo contrario. Tranquilízate», intentó convencerse.
Lo peor, pensó, es que parecía haber escrito la canción él mismo, y encima iba camino de un país en el que nunca había estado y que tampoco quería conocer. Recordó cómo hizo lo imposible para intentar escabullirse de emprender ese viaje.
Después de encender la luz de su asiento y de limpiarse las gafas con la manga de la camiseta, se disculpó con la joven y también con la azafata, que se acercó para interesarse por lo que ocurría.
Cortés decidió no contarles lo de la pesadilla de los perros y les comentó que no comprendía bien por qué había gritado como un loco. Sabía estar en los sitios y mantener las apariencias. Es más, consideraba que durante los últimos años había hecho un máster en ese sentido, tanto en su faceta profesional como personal, ambas en horas bajas. «Hasta eso que se me suele dar tan bien ya lo hago mal», pensó apesadumbrado, mientras veía alejarse a la auxiliar de vuelo.
—¿Ya mejor? —La joven le sacó del trance. Estaba arropada con la manta roja de la aerolínea—. Me llamo Elena García.
Durante unos segundos Cortés no reaccionó.
—Eh..., disculpa, sí, Martín. Soy Martín Cortés —balbuceó.
Se dieron dos besos en el reducido espacio entre los asientos. Casi sin querer, se rozaron los labios.
—Recuerda que a donde vamos se da solo un beso —le comentó ella.
Cortés cayó en la cuenta de que Elena se había sonrojado debido a aquel contacto imprevisto.
—Ah, ¿sí? No lo sabía, es mi primera vez —repuso Cortés ya más tranquilo. Se estiró en el asiento cual gato desperezándose e hizo una larga pausa—. Y espero que sea la última.
—¿Y eso? —inquirió Elena.
Cortés la observó. No tenía ganas de contar sus penas a nadie y menos a una desconocida. Pero había sido muy amable con él y tenía una bonita sonrisa. Sentada parecía alta, casi como él, tenía el cabello moreno y rizado.
—Perdona, he de ir al baño —mintió.
Mientras caminaba por el pasillo y pedía disculpas a los que le observaban con cara de pocos amigos, se sorprendió tarareando otra vez, en voz baja, la canción de su paisano catalán Pau Donés, en horas también bajas, pero por algo mucho más complicado que lo suyo. Por el dichoso cáncer, el mismo que se había llevado a una querida prima no hacía mucho tiempo. «Hoy sé que no estoy. Lo que prometí. Lo que de mí esperan. Volver a ser como ayer. Mi espacio, mis penas, mi forma de ser. Cuando todo era un sueño. Y la vida un misterio que había que resolver. Hoy me siento un problema. Un cero a la izquierda. Hoy no soy yo».
Se tuvo que apoyar en la pared del habitáculo después de lavarse varias veces la cara. Cayó en la cuenta de que estaba entonando una canción que nunca había escuchado y que encajaba como anillo al dedo en su vida actual. Sintió que su respiración se aceleraba de nuevo. «¿Qué me está pasando? ¿Un infarto? ». Se llevó la mano al pecho y respiró hondo.