—El artículo está bien, yo también lo he leído —le comentó Elena, que se despertó de repente y estiró los brazos.
—Sí, lo fácil es dar consejos, pero no tanto aplicarlos —respondió Cortés de manera tajante.
—Por ahí se empieza, ¿no crees?
—Quizá sí —concedió lacónico.
Elena García se interesó otra vez por su estado. Cortés le dijo que se encontraba mejor. «Ya que tengo que estar tantas horas en el avión, quizá no es mala idea charlar con ella, así me puede dar algunos consejos», pensó. Cortés le explicó por encima, sin entrar en detalles, el viaje laboral a México. Omitió su misión secreta.
—No me apetece nada —le confesó a Elena—. Además, no creo que pueda llegar a congeniar con nadie en México, y menos con mi apellido. Al parecer no les somos simpáticos.
—¿A los mexicanos? ¡Qué va, eso no es verdad! Les caemos genial —exclamó Elena muy convencida.
Cortés le mostró una carpeta que llevaba consigo. Había recopilado alrededor de ciento cincuenta páginas de ping-pong entre españoles y latinos. Las quería leer con calma en el avión y una vez allí en México tener respuestas para todo, como le había aconsejado el financiero Pedro Campo. Le pasó los folios a Elena y ella comenzó a ojearlos.
—¡Vaya! Fíjate en esto —dijo ella, para luego leer en voz alta el mensaje de un internauta—: «Están llegando muchos españoles a México, legales e ilegales, porque en su país no tienen ni para comer. ¿No te parece suficiente haber saqueado un continente, ser responsables de la muerte de más de cincuenta millones de indígenas en Sudamérica, haberse llevado todas las riquezas posibles y, lo más inaceptable, haber destruido cientos de culturas y lenguas? ¿A qué venís aquí, pendejo?».
—¡Uf! —exclamó Cortés negando con la cabeza—. Qué exagerados son los mexicanos, todavía protestando por el oro que nos llevamos.
—No deja de tener algo de razón —defendió Elena al internauta—. Ahora muchos españoles, debido a la crisis, han tenido que emigrar. Fíjate lo que contesta un compatriota al mensaje anterior. —Leyó la respuesta que alguien había colgado—: «Te recuerdo, enana marrón, que gracias a la conquista sabes leer y escribir, además de comer con las manos. Cierra esa boca mulata que tienes y da gracias a Dios por llevar apellidos españoles». —La chica arrugó la cara—. Este individuo que llama «enanos marrones» a los demás debe ser el típico español nacionalista, esos que siguen parloteando sobre la Conquista y demás.
Cortés protestó.
—Bueno, la Conquista fue un proceso que encumbró a nuestro país y la convirtió en un imperio, en la primera potencia del mundo moderno.
—Hombre, eso no da pie a que algunos españoles se sientan superiores a los demás hispanohablantes —terció Elena—. Tampoco está bien, pienso, el odio que algunos latinos profesan contra los españoles. Mira lo que dice aquí—. Elena leyó otra intervención de un internauta que aparecía impresa en los folios que le había dejado Cortés—: «Lo que México debe hacer es no dejar entrar a españoles, así como ellos no nos dejan entrar. Como dice el dicho: “Ojo por ojo y diente por diente”. Malditos españoles invasores, ladrones de mierda. ¿Por qué fuimos colonia española si son unos racistas?».
—No sé cómo los mexicanos hablan de racismo si en su propia casa suceden cosas peores, ¡y a la vista de todo el mundo! Basta con ver la televisión para darse cuenta. En la mayoría de las producciones los actores son caucásicos. Primero que hagan arreglos en casa, y lo mismo con la inseguridad. El país da miedo con tanta violencia.
Elena soltó una carcajada.
—Se ve que eres un pinche gachupín —dijo, y volvió a reír—. No te enfades, ¿vale?
—¡Pero si no me enfado! —exclamó Cortés un poco molesto.
—Mira, aunque no te lo creas, México es mejor visto que España en algunos ámbitos —se quejó Elena—. Vivo allí y debo reconocer que el país tiene problemas, pero es el segundo socio más importante de Estados Unidos. En cambio, Españistán, y que conste que lo llamó así de broma, es un país que hoy día es visto en USA como refugio de africanos, árabes, turcos, etc.
—Perdona, pero yo he leído que en México hay más de sesenta mil desaparecidos y una violencia sin control —repuso Cortés—. Razona con la cabeza y no te dejes llevar por el corazón. —Después cogió los folios y leyó un mensaje que le llamó la atención; lo había escrito un internauta que hablaba acerca de la violencia en México—: «Vigile cuando vaya por la calle, no sea que a usted también la “desaparezcan” o tenga que pagar más de lo que tiene para salvar su pellejo. Se supone que en su capital hay más de mil taxis dedicados al secuestro exprés y muchos más en otras ciudades. Vigile y mejor vaya a la iglesia a rezar con asiduidad». ¿Qué me dices respecto a eso, Elena?
—Bueno, es cierto que hay problemas de inseguridad en algunas zonas —reconoció ella.
Cortés siguió leyendo en voz alta:
—«Seguro que tú eres un español hijo de mil leches, malditos pordioseros muertos de hambre. Se los está cargando el pito y no saben qué hacer. Ustedes siempre serán la mugre de Europa, nunca fueron más y nunca lo serán. ¡Muéranse de hambre, malnacidos racistas! Españoles maricas, se creen superiores y son más mestizos que nosotros, los latinos». —Cortés resopló—. ¡Este tío nos llama «mugre de Europa» y «maricas»!
—Sigue leyendo. —le pidió Elena—. Lee la respuesta que le da el español.
—Vale —accedió el periodista, que se puso a leer en voz alta—: «¡Ja, ja, ja, ja!
Sudaca enana y marrón ¿cuál es tu apellido? ¿Martínez? ¿Rodríguez? ¡Si vivís igual que hace cinco siglos! Es lamentable ver tiroteos, navajazos y todas esas cosas a plena luz del día en vuestras calles, cómo se soborna a la policía que aún va a caballo, los narcos y sus venganzas. Estáis deseando ver en la telenoticias negativas sobre España para levantaros un poco la moral y alimentar esa mentalidad de perdedores que tenéis, no me jodas».
—¡Uf! Madre mía, la gente no sabe lo que dice —dijo Elena—. Es una pena que haya personas con un pensamiento tan pobre, sin el más mínimo sentido de humanidad. —Ella volvió a pedirle los papeles al periodista, siguió leyendo durante unos instantes y luego cerró la carpeta de golpe—. Mira, te puedo asegurar que a mí nunca me han cuidado tanto como en México —concluyó.
—A qué te refieres. —quiso saber Cortés.
—Pues a que la gente es muy amable, agradable y cercana. Muy educados, quizá demasiado, con independencia del origen social y formación que tengan. No suelen elevar nunca el tono de voz y son tremendamente respetuosos. —Hizo una larga pausa que a Cortés se le antojó eterna. Justo cuando iba a responder, Elena remató—: No como algunos españoles, por desgracia.
—¿Qué quieres decir? —dijo él apretando los dientes.
—Pues que me he encontrado a españoles que vienen tratando a los mexicanos como si fueran idiotas, y eso es muestra inequívoca de que ellos también lo son. Yo he pasado vergüenza ajena en algunas ocasiones, por aquello de sentirme «paisana», como se dice allí, de según qué españoles.
—Como ocurre en todos sitios —intercedió molesto Cortés, que se sintió, en parte, aludido, aunque no se lo confesó—. Y tú, ¿a qué vas a México?
Elena le explicó que se había emparejado con un mexicano que conoció en Valencia cuando él era estudiante de doctorado