—Tú tienes madera, campeón, aprovéchala... ¡no te quedes en esta cloaca con el hijoputa de Gutiérrez! —le aconsejó, antes de marcharse, el redactor jefe.
Cortés le contó cómo se despertaba por las noches, excitado, al encontrar medio dormido el titular que encabezaría la siguiente crónica, o cómo investigaba para hacer atractivo un reportaje aprovechando sus trayectos en el metro, cuando iba a buscar a su novia y repasaba todas las cuestiones pendientes recorriendo hasta el final la línea del suburbano en una y otra dirección. Incluso el fin de semana se iba sin decir nada para adelantar trabajo.
Cortés y Toni brindaron con la segunda cerveza por lo bien que les había ido, y no como a otros compañeros de su instituto, un centro de enseñanza ubicado en una zona bastante conflictiva de l’Hospitalet de Llobregat. Algunos como Isaac — rememoraron— habían acabado en la cárcel, y solo unos cuantos lograron llegar a la universidad.
Una llamada interrumpió la conversación, era del jefe de Toni.
—Tío, me he alegrado un montón de verte, a ver si algún día jugamos un partido de tenis, como en los buenos tiempos. —Con aire preocupado, rebuscó en uno de los bolsillos interiores de su traje y le dio una tarjeta.
Cortés le imitó y también le dio la suya, que Toni cogió mientras salía disparado.
—Ya veo cómo está tu jefe —le soltó Cortés como despedida—, ¡a tus pies! Pensó que Toni no le había oído, pues su amigo salió despavorido de la cafetería. No obstante, al momento, se sintió un gusano miserable porque, en realidad, su vida laboral había sido un completo desastre, sobre todo en los últimos años. Era cierto todo lo que había contado, se hizo periodista por vocación y en sus primeros tiempos vivía la profesión de manera muy intensa; pero, con el paso del tiempo, había ido perdiendo por el camino toda la ilusión al conocer mejor los entresijos de la profesión; un mundo en el cual, muchas veces, se relegaba la información a un segundo plano por intereses comerciales, políticos o de otro tipo.
Cortés interrumpió sus pensamientos al caer en la cuenta de que tenía que regresar al trabajo, pero antes hizo algo a lo que nunca se había atrevido durante sus horas laborables. Levantó la mano y se dirigió a uno de los camareros que iba y venía sorteando mesas y sillas.
—¿Me trae otra cerveza, por favor?
Bebió tranquilo y volvió a elucubrar sobre la conversación que había mantenido poco antes con su jefe, y todo aquello de que tendría que ir a México en breve. Quería volver a casa temprano y crear un ambiente propicio para informar a su mujer de todo el asunto, pero se acordó de que debía acudir a la entrega de unos reconocidos premios periodísticos e informar a Gutiérrez del devenir de la ceremonia.
«Laura montará en cólera», aseveró.
Lo peor de todo fue darse cuenta de que ya no le importaba.
***
Hacía tiempo que Cortés no asistía a aquella emblemática gala anual, la cita por antonomasia de los periodistas, donde además del evento en sí, en el que se presentaba un estudio sobre el sector y se reconocía a los profesionales más destacados del año, solían contarse sus hazañas y miserias, se animaban unos a otros a base de cava, vino y todo tipo de alcohol y bailoteos. También se criticaban bastante. El acontecimiento sorprendió a Cortés la primera vez que fue. Le gustó. Estar con los pesos pesados del gremio, conocer algunos cotilleos y escuchar sus consejos le resultó muy gratificante. Y, aún más, recibir el premio «Joven Promesa» durante su primer año de ejercicio con su actual empresa periodística, un acontecimiento que hinchó sus aspiraciones como las velas de una carabela navegando a todo trapo.
Al entrar en el gran salón del Caixa Forum recordó con nostalgia el día de la concesión del galardón. Además de aportarle cierto prestigio en el sector, recibió una importante compensación económica que utilizó para regalar un viaje a su mujer. Aquello sucedió poco después de casarse, y un deje de nostalgia le provocó un nudo en la garganta.
«Anda, que volvería a gastarme el dinero en ella otra vez... ¡ni en broma, desagradecida!», pensó al registrarse.
Le dolía todo aquello. Laura le había dado a Marina, pero su relación estaba tan deteriorada que durante unos instantes abrigó la idea de que quizás, irse a México, era mejor que seguir allí.
—¡Cortés!
Los presentes se giraron al oír el grito y un coro de cuchicheos se extendió por el salón. Una mujer, enfundada en un vestido que no parecía ir más allá de la piel humana, se acercó hasta Cortés y le propinó un abrazo y un sonoro beso en la mejilla. Durante unos segundos, su cuerpo quedó fundido con las exuberantes curvas de la joven, cuya belleza podría haber derretido la capa de ozono.
—¡Cuánto tiempo, ojazos!
—Hola... —musitó Cortés un poco avergonzado. Recordó que Lidia siempre le llamaba «ojazos»—. Sí, demasiado, ¿cómo estás, Lidia?
—Pues ya me ves —afirmó ella moviendo sus caderas y brazos como si estuviera bailando la conga.
—Tan loquita y presumida como siempre —añadió Cortés esbozando una amplia sonrisa.
—Y tú igual de soso, ¡y encima con más barriga! —replicó Lidia.
—¿Más barriga? No empieces, que no estoy para bromas.
—Pero si es verdad —Lidia acercó la mano hasta su vientre y le hizo una caricia—. Uhm… parece una almohada.
Cortés creyó comprender cómo se sentía una embarazada durante los últimos meses de gestación. También notó que una erección incipiente empezaba a hacer presión sobre sus pantalones, por lo que encogió la tripa y trató de pensar en ella como lo que era, una antigua compañera de trabajo, y no lo que podría haber sido.
—El sueño es el alivio de las miserias para los que los que sufren despiertos —refunfuñó Cortés.
—¿Ya estás con tus citas antiguas? —repuso Lidia.
—Lo cortés no quita lo valiente.
Se habían llevado muy bien, hasta el punto en que sintió una fuerte atracción por ella antes de conocer a su mujer, pero nunca ocurrió nada entre ambos. Él era demasiado tímido y ella tampoco dio ningún paso adelante. Hacía por lo menos tres años que no se veían. Lidia seguía igual de radiante, y al darse cuenta de que toda la platea masculina estaba pendiente de ella, inspiró hondo e hinchó aquellos generosos pechos, que amenazaron con asomarse aún más de su escote. Cortés se obligó a mirar hacia otro lado y contempló su cabello rubio, que mantenía intacto aquel precioso rizo natural, y una sonrisa de fábula que a Cortés le recordó, al instante, la escena de la película American Beauty, en la que una joven encandilaba con su baile al típico padre de familia, víctima de un trabajo que odiaba y un matrimonio en punto muerto.
—Mis citas son lo único que me queda. Bueno, y mi hija, mi mejor creación.
—Con lo positivo que eras siempre... —dijo Lidia con cierta extrañeza—. A ver, ojazos, cuéntame qué te pasa, que estás muy gruñón.
Justo en ese momento, la maestra de ceremonias de la gala pidió que ocuparan sus asientos.
—Salvado