Al final se colocaron en una zona intermedia del patio de butacas, mientras los asistentes iban ocupando sus asientos. Un hombre ataviado con un traje de Armani se sentó justo delante de ellos, no sin antes dejar que sus ojos se regodearan en el escote de Lidia, de un lado a otro y más allá. Era un individuo rechoncho de mediana edad, con manos delicadas, de esas que parecía que nunca habían tenido que trabajar duro. Usaba gafas, tenía el rostro afeitado y llevaba el pelo corto, que presentaba un color gris y deslucido. Exhibía en varios dedos unos anillos dorados enormes.
—Mira, un Gil y Gil a la catalana… está a poco de echarse encima de nosotros —susurró Cortés a su amiga, que se echó a reír y se tapó el pecho con una toquilla.
El tipo se dio cuenta que ambos se estaban riendo de su actitud, les lanzó una mirada inquieta e hizo entrechocar los dedos, que emitieron un ruido sordo: «plac, plac, plac».
El acto comenzó con la presentación, por parte de Javier Palacios —un reconocido académico—, de las conclusiones de un estudio sobre la profesión periodística.
—Para ello, en primer lugar, solicitamos información acerca de sus niveles salariales a los más de mil quinientos encuestados, cambios en las condiciones de contratación y empleo en los últimos años, así como el grado de satisfacción al respecto —aclaró de entrada el investigador.
Cortés recordaba perfectamente la encuesta. No pensaba responderla por su desánimo y pesimismo laboral, pero después de reflexionar un poco sobre las cuestiones que planteaba se sintió en la obligación moral de hacerlo. Al fin y al cabo, se hizo periodista por vocación, y si eso conseguía ayudar a mejorar algo el oficio. El académico constató que, en términos generales, los datos recogidos y su comparación con los de los informes anteriores mostraban un aumento de la precariedad en las condiciones de trabajo de periodistas y comunicadores, quienes, por su parte, volvían a señalar este problema como la principal dificultad profesional. Más del sesenta por ciento de los encuestados opinaba así.
En seguida se extendió un murmullo por la sala. Muchos asistían con la cabeza y otros manifestaban en voz alta que estaban de acuerdo con ese análisis.
—Quizá el dato más preocupante es que más de veinticinco mil trabajadores se han ido al paro este último año —prosiguió.
Cortés sintió un escalofrío al escuchar la palabra «paro». Recordó la amenaza que había proferido su jefe cuando le dijo que no tenía opción y que debía ir a México si quería conservar su empleo. Habían discutido otras veces, pero nunca le había coaccionado con el despido.
—Putos empresarios de la prensa. No son ni siquiera periodistas, por su culpa estamos así —le dijo a Lidia en voz baja.
Ella asintió con la cabeza.
—Sin ellos, ni tú ni la mayoría tendríais trabajo —le replicó el tipo de delante, que se giró y volvió a lanzar a Lidia una mirada pegajosa.
—¿Perdón? —Cortés notó una corriente de ira subiendo desde su estómago—. Aquí nadie le ha dado vela en este entierro. Y sí, es por culpa de todos ellos, sin duda, una banda de egoístas y avariciosos que solo piensan en ganar más dinero a costa de los trabajadores.
—Eso no es verdad —respondió el señor, justo en el momento en que la maestra de ceremonias rogaba silencio.
El académico continuó analizando los resultados del estudio en un tono cada vez más pesimista. La crisis económica se había cebado con el sector periodístico español causando, entre otros males, el debilitamiento de la independencia de los medios y de los periodistas, sometidos cada día más a la creciente presión de los poderes fácticos, ávidos de convertir la información en propaganda, las críticas en elogios y la información en desinformación.
—La precariedad laboral, el subempleo en los salarios, no bajos, sino ínfimos, atentan directamente contra la libertad de los periodistas de una manera gravísima —resaltó—. Sin libertad de criterio, se atenta contra el derecho del ciudadano a recibir información libre, y otro dato importante es que ya son autónomos más del veinticinco por ciento de los profesionales.
—Eso es... tan falsos como son muchos empresarios —le dijo Cortés en voz queda a su amiga, pero tratando de que el señor trajeado le escuchara.
—No se puede generalizar, hay de todo en todos los sitios —volvió a intervenir el tipo, que hizo entrechocar los anillos otra vez: «plac, plac, plac».
—¡Mentira! —soltó en voz alta Cortés mirando fijamente al tipo trajeado y retándole a responder—. Todos son iguales. Los directores de Comunicación son los peores. Se debería crear un «observatorio de las presiones» para profundizar sobre este tema.
—Pues en la mayoría de los casos son periodistas como tú —volvió a protestar el señor trajeado.
—Pero ¿qué dices? Nunca. Ellos solo son propagandistas y unos manipuladores natos.
—¡Qué ignorante! —repuso el sujeto.
—¿Ignorante? —Cortés sintió que su cavidad bucal se llenaba de bilis—.
—Eso dímelo a la cara, pero fuera de aquí.
«Silencio, por favor», se oyó desde el megáfono.
Lidia agarró del brazo a Cortés, visiblemente enojado. En ese momento, Palacios comentó que los periodistas que trabajaban en medios de comunicación periodísticos y los que se dedicaban a la Comunicación pura y dura se distribuían en unos porcentajes cada vez más similares.
—¿No ves? Ambos periodistas —le comentó el señor con un deje de triunfo en la voz.
Tras la exposición de los datos referentes al estudio de Palacios, la maestra de ceremonias indicó que tocaba homenajear a una periodista que se jubilaba: Eva Fallarás.
Cortés aplaudió con ganas. Fallarás había sido su mentora, y siempre le decía, bromeando que, si ella hubiera sido más joven, lo hubiera intentado «cazar».
Admiró su melena pelirroja y apreció, aun en la lejanía, el brillo inteligente de sus ojos azules. Pese a su edad todavía mantenía un gran atractivo; y, además, nunca había tenido pelos en la lengua. La periodista comenzó agradeciendo el reconocimiento que le dispensaban y recordando las palabras que había pronunciado, hacía más de un siglo, John Swinton, entonces preeminente periodista de Nueva York.
—Era el invitado de honor de un banquete celebrado por los líderes de su profesión —refirió Fallarás—. Alguien a quien no conocían ni la prensa del momento ni el propio periodista homenajeado, que propuso un brindis «por la prensa independiente». Permitidme citar de forma literal la respuesta de John Swinton, que no tiene desperdicio —comentó la veterana periodista—: «No existe lo que se llama “prensa independiente”, a menos que se trate de un periódico de una pequeña villa rural. Vosotros lo sabéis y yo lo sé. No hay ni uno solo entre vosotros que ose expresar por escrito su más sincera opinión, pero si lo hiciera, sabéis perfectamente que vuestro escrito no sería publicado nunca. Me pagan ciento cincuenta dólares semanales para que no publique mi honrada opinión en el periódico en el cual he trabajado tantos años. Muchos, entre vosotros, reciben salarios parecidos por un trabajo similar, y si uno cualquiera de vosotros estuviera lo suficientemente chiflado para escribir su honrada opinión, se encontraría en medio de la calle buscando un empleo cualquiera, exceptuando el de periodista.
El trabajo de periodista en New York consiste en destruir la verdad, mentir claramente, pervertir, envilecer, arrojarse a los pies de Mammón, vender su propia raza y su patria para asegurarse el pan cotidiano. Vosotros lo sabéis, y yo lo sé; así pues... ¿A qué viene esa locura de brindar a la salud de una “prensa independiente”? Somos las herramientas y los lacayos de unos hombres extraordinariamente ricos que permanecen entre bastidores. Somos marionetas, somos sus títeres; ellos tiran de los hilos y nosotros bailamos al son que ellos quieren. Nuestros talentos, nuestras posibilidades y nuestras vidas son propiedad de otros hombres.