—No puedo ir, ¡me niego! Matan a los periodistas como chinches…
Cortés decidió salir de la oficina a que le diera el aire. Había impreso las notas que fue tomando mientras leía, para luego enseñárselas a don José Gutiérrez. Estaba decidido a enfrentarse a su jefe y decirle que no iba a ir a México, y en eso pensaba cuando se abrió la puerta de la oficina y le vio aparecer.
—¡Cortéees! Agarre sus bártulos y póngase la corbata. Nos vamos.
***
A Cortés le sorprendió que la sede de una de las más importantes entidades financieras no estuviera en el centro de la ciudad, como las de sus competidores, sino en el Maresme, en una comarca de la provincia de Barcelona. Su costa se identificaba con largas playas arenosas, estrechas como calas en algunas zonas. Él conocía muy bien el lugar pues había veraneado muchas veces en una casa que tenían sus abuelos maternos en Premià de Mar.
La mansión donde se ubicaba la sede de Bancasol Catalunya estaba construida con ladrillo mahonés visto y piedra, de estilo gótico. Destacaban dos torres y una hornacina central flaqueada por un gran escudo en lo más alto. En la placa de la entrada leyó que, en ese mismo lugar, se habían encontrado fragmentos de unos baños y una sepultura de tejas romanas, con restos de enterramientos y de mosaicos que hacían pensar que el lugar fue una villa romana.
«¡Qué mal rollo trabajar aquí!», pensó Cortés.
—Le sienta bien la corbata —comentó José Gutiérrez mientras subían por la escalera—. Debería usarla más a menudo.
—Soy alérgico a las corbatas. —Cortés se pasaba un dedo por el cuello de la camisa blanca, tratando de aflojar un poco el nudo—.
—Pues se aguanta. —Su jefe sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó con mucho ruido—. En momentos como éste, la corbata es mano de santo. Procure no decir nada inapropiado ahí dentro —le advirtió.
Una secretaria les condujo hasta el despacho principal de la sede, que se encontraba al final de un pasillo amplio y luminoso, adornado con estanterías repletas de libros y cuadros de época. Una lámpara Tiffany decorada con mariposas llamó la atención de Cortés. Estaba situada encima de una mesita baja colocada entre dos sofás, en un rellano que hacía las veces de sala de espera. Cortés pensó que sufría una persecución orquestada por aquellos insectos. Durante los últimos días se encontraba mariposas en todos sitios. «Cuando muera seré devorado por mariposas», sentenció para sí.
Pedro Campo estaba de espaldas, acoplado en un sillón giratorio de cuero repujado. Levantó la mano y Cortés pudo ver aquellos dos anillos dorados y grandes como las tuercas de una hélice. El financiero entrechocó los dedos.
«Plac, plac, plac».
No había duda: las gafas, el pelo gris deslucido y aquel cuerpo rechoncho. Cortés se acordó de la gala de periodismo y del sujeto engreído que se había sentado delante de Lidia y de él; lanzó una mirada al suelo de parqué por si encontraba un agujero donde pudiera esconderse.
—Vaya, vaya, vaya… mi amigo José Gutiérrez. —Pedro Campo estrechó la mano del jefe de Cortés con energía—. Así que tenemos aquí al joven que nos va a resolver la papeleta.
—Sí, este es nuestro redactor jefe, Martín Cortés.
—Mucho gusto, señor Cortés. Espero que hoy se muestre un poco más… razonable. Siéntese, por favor.
Gutiérrez dio un respingo y lanzó una mirada furibunda a Cortés, que trató de encogerse en su asiento.
—Así que conoces a mi empleado —dijo Gutiérrez.
Pedro Campo volvió a acomodarse delante de su mesa, que se encontraba abarrotada de carpetas y papeles e hizo un gesto con la mano como para quitarle importancia al asunto.
—Coincidimos e incluso discutimos un poco sobre las siempre complicadas relaciones entre empresarios y periodistas en la entrega de premios de ayer.
—¿Discutir de qué? —le asesinó con la mirada.
—Nada reseñable, ¿verdad Cortés?
Este balbuceó y pidió que la tierra se lo tragase. Detestaba los protocolos y utilizar el «usted». No tenía problema en hacerlo al dirigirse a gente mayor o algún anciano, por educación y respeto, pero dispensar ese trato a quienes ostentaban un presunto nivel «superior», le repateaba el estómago. Curiosamente, el propio Gutiérrez le había pedido al conocerse que se tutearan, y eso le generó confianza en un inicio, hasta que la situación cambió y su jefe le obligó a hablarle de usted, lo que Cortés tuvo que aceptar a regañadientes, si bien luego intercambiaban, según decidía su jefe, el tuteo y el usted; eso era solo cuando se trataba de querer impresionar a un cliente y aparentar que eran uña y carne, el tuteo formaba parte de la parafernalia habitual.
—Coméntale a mi amigo Pedro qué te pareció. —intervino Gutiérrez.
—Bueno, lo mismo de siempre, supongo —Cortés se encogió de hombros—. Una profesión denostada que navega hacia destino desconocido, como las carabelas de Colón.
Gutiérrez lanzó rayos por los ojos, pero Pedro Campo sonrió abiertamente.
—Un símil acertado —aseveró el financiero. Tras los cristales redondos de las gafas, Pedro Campo exhibía unos ojos pequeños y desconfiados como los de una comadreja. Cortés esperó, atento. Tiene una biografía interesante para ser tan joven —remarcó al cabo de un largo silencio.
—Gracias por lo de «joven», aunque ya tengo casi cuarenta años… —repuso Cortés tratando de empatizar, aunque sintió, de inmediato, que su jefe lo estrangulaba con la mirada. El financiero hizo una mueca extraña. Parecía una sonrisa cubista. Cortés sintió que era un conejo en medio de una cacería: los ojos del tal Campo olfatearon su rostro y posibles debilidades, en silencio, durante algunos segundos más.
—¿Cómo logró desenmascarar al putero? —le espetó de repente, al mismo tiempo que hacía entrechocar sus dedos: «plac, plac, plac».
—Perdón, ¿cómo dice? —respondió Cortés más que sorprendido por la pregunta. Campo frunció el ceño.
—¿No fue usted quien desenmascaró a Julio Fernández con unas fotos muy subiditas de tono?
Cortés no pudo ocultar su sorpresa. Había llevado a cabo aquel trabajo fuera del horario laboral, y nunca llegó a compartir con su jefe ninguna conclusión. Los ojos de Gutiérrez escrutaban su rostro con la intensidad del faro de Sitges, como queriendo decirle algo que el periodista no entendía.
Durante unos instantes, su mente viajó hasta aquellos días, cuando realizaba un reportaje sobre las investigaciones en las empresas. Había contado con la ayuda de un detective amigo suyo, un sujeto peculiar y borrachín al que apodaban «el Mafias».
Pedro Campo carraspeó y Cortés volvió a la realidad, aterrizando de culo en el despacho del financiero. No sabía hasta qué punto responder con la verdad o inventarse algo. Decidió que haría lo primero, aunque a medias.
—Solo lo fotografié. El resto lo hizo un detective profesional.
—Modesto, discreto y empático, ya veo. —concedió Campo—. Algo idealista, quizá, según pude observar en la gala. Es justo lo que necesitamos —apostilló dirigiéndose a Gutiérrez, que respiró aliviado, aunque le dirigió una mirada inquisitiva.
Cortés no entendía bien qué quería