—¿Pero por qué aquí? ¿Por qué está en Penleven? Si no hubiera advertido su incapacidad para recordar cosas básicas como llevarse su llave del portal cuando se va, podría haber pensado que es un espía que esconde.
Slim se encogió de hombros.
—No me puedo pagar un viaje al extranjero. Y siempre me ha atraído Cornualles, especialmente las partes frías, oscuras y anodinas que evita la mayor parte de la gente.
—Bueno no hay nada que cumpla mejor con eso que Penleven —dijo Mrs. Greyson con un aire de ligera decepción, como si una vez hubiera tenido una oportunidad de irse, pero la hubiera dejado pasar—. Solo hay unas doscientas personas en el pueblo, pero al menos no somos un pueblo fantasma como muchos de los de la costa.
—¿Pueblos fantasma?
—Boscastle, Port Isaac, Padstow… todos son sitios de vacaciones. Activos durante el verano, desiertos en invierno. Puede que no seamos muy animados, pero al menos siempre hay una cara amistosa en la tienda o el pub.
Las veces que se había aventurado en la barra del Crown para pedir su comida, Slim había visto pocas caras amistosas, pero muchas tristes, tiradas sobre sus pintas de cerveza, mirando al vacío. Tal vez fuera el invierno: por la noche el viento aullaba, haciendo temblar su ventana lo suficientemente fuerte como para que a veces temiera que se saliera de la pared y la noche era muy oscura en el camino hacia el albergue, no era la oscuridad de la ciudad a la que Slim estaba acostumbrado. O tal vez fuera que había poco de qué hablar en esos lugares. Slim no tenía cobertura de teléfono hasta que subía más de un kilómetro por la colina por la carretera que se dirigía a la A39, pero para alguien con más por olvidar que por mirar adelante, estaba en un lugar ideal.
Como si renunciara a la caza del fragmento de cotilleo que podría haber elevado su prestigio entre los miembros más lenguaraces de la comunidad, Mrs. Greyson hizo descender el desayuno de Slim y se echó atrás, cruzando los brazos, quedándose a mirar unos momentos antes de darse rápidamente la vuelta y volver a la cocina. Slim se quedó solo en la estrecha zona de comedor del albergue: tres mesas tan apretadas contra las paredes que estaban marcadas sobre el papel pintado y una flotando en medio, como si estuviera olvidada. Mrs. Greyson, en una especie de acto de desafío contra su descaro por cargarle sus asuntos, preparaba el lugar menos deseable de todos para Slim cada mañana, en una mesa atrapada detrás de una puerta del recibidor. La carta, con tres de las cuatro opciones tachadas, constaba solo de repollo hervido y frito con el acompañamiento ocasional de unas alubias estofadas. Slim tenía tantos gases que tenía que dejar abierta la ventana de su dormitorio por la noche.
Al menos la tostada estaba siempre buena y el café, aunque le faltaba el extra de algo que Slim habría añadido en otro tiempo, era fuerte y sabía como si se hubiera preparado al día anterior, tal y como le gustaba a Slim.
Acabó rápidamente, gritó dando las gracias a Mrs. Greyson y luego se fue antes de que le arrinconara de nuevo. Lo recibió un viento húmedo que soplaba desde Bodmin Moor, a unos tres kilómetros al este, que puso a prueba la capacidad de su cazadora para mantenerlo seco y caliente. Incluso cuando los páramos estaban secos, Penleven estaba envuelto en la misma llovizna, como si fuera el dueño de su propio microcosmos climático.
El autobús llegó unos diez aceptables minutos tarde y le llevó por un aparentemente interminable serpenteo a través de valles boscosos siguiendo carreteras estrechas y sinuosas hasta llegar por fin al valle del bonito pueblo de Tavistock. Ubicado a lo largo de un tramo del río Tavy, era un agradable conjunto de calles históricas rodeadas por tiendas sorprendentemente metropolitanas. Disfrutando de la rara comodidad de la gente, Slim aprovechó la oportunidad para actualizar el viejo jabón del baño de Mrs. Greyson, comprarse una camiseta de H&M y luego almorzar en un Wetherspoons. Al volver a su propósito después de acabar de ver un partido de rugby en una gran pantalla, encontró el mercado cubierto cerca del río y preguntó por algún vendedor de antigüedades. Tres personas le recomendaron Geoff Bunce, el dueño de una tienda de baratijas situada en el rincón nordeste detrás de un bullicioso café.
—Necesito que me tase un reloj —dijo Slim a Bunce, un hombre con la barba blanca, cuyo grosor y vello facial le daban la apariencia de un Papá Noel fuera de temporada, un parecido acentuado por los tirantes que rodeaban su prominente barriga.
—Déjeme que eche un vistazo.
Bunce dio la vuelta al reloj varias veces, canturreando en voz baja con aprecio y contento, mirando demasiado a menudo a Slim y entrecerrando sus ojos con gesto de sospecha.
—¿Le importa que quite la tapa de atrás?
—Claro que no.
Mientras Bunce se ponía a trabajar con un destornillador, Slim se sentó alejándose de su mesa y dejó que sus ojos vagaran por las estanterías y las cajas cargadas de baratijas. No había tantas antigüedades como basura cubierta de polvo de un pasado ya olvidado.
—¿Es usted amigo del viejo Birch? —dijo Bunce de repente.
—¿Qué?
Bunce le mostró un sobre dañado por el agua.
—El Viejo Birch. Amos.
Slim frunció el ceño, preguntándose si Bunce estaba hablando en algún dialecto de la zona. Luego, con una pizca de frustración, el hombre repitió:
—Amos Birch. El hombre que fabricó este reloj. Vivía en Trelee, cerca de Bodmin Moor. Tenía una granja. En sus primeros tiempos, solía vender sus relojes aquí mismo, en el mercado de Tavistock, antes de hacerse famoso. ¿Era amigo suyo?
—Sí, un amigo.
—Bueno, pues supongo que esto le pertenece. —El hombre sacudió el sobre como para recordar a Slim su existencia.
Slim lo tomó, sintiendo de inmediato la delicadeza antigua del papel junto a su humedad. Si tratara de abrirlo, el sobre se desmenuzaría en sus manos y cualquier mensaje que contuviera se perdería.
—Ah, ahí es donde estaba —dijo, lanzando una sonrisa poco convencida al tendero—. Lo estaba buscando.
—Sin duda, Mr…
—Hardy. John Hardy, pero la gente me llama Slim.
—No voy a preguntarle por qué.
—No lo haga. La historia no merece la pena.
Bunce volvió a suspirar. Dio la vuelta al reloj una vez más.
—Está sin terminar —dijo, confirmando lo que ya había supuesto Slim—. ¿Supongo que su amigo Birch se lo dio como un regalo? No podría haberlo vendido en estas condiciones, un hombre con su reputación.
—Parece que lo conocía bien.
—Amigos de la escuela. Amos era dos años mayor, pero no había muchos chicos por los alrededores. Todos nos conocíamos.
—Supongo que eso son las comunidades pequeñas para ustedes.
—Usted no es de aquí, ¿verdad, Mr. Hardy?
Slim siempre había pensado que hablaba con un acento neutro, pero eso le hacía un forastero donde se esperaba que uno tuviera un acento del suroeste del país.
—De Lancashire —dijo—. Pero he estado mucho tiempo en el extranjero.
—¿Militar?
—¿Cómo lo sabe?
—Por sus ojos —dijo Bunce—. Veo fantasmas en ellos.
Slim dio un paso atrás. Una película de recuerdos indeseados empezó a parpadear, lo que le hizo sacudir la cabeza para apagarla.
—¿Usted también fue militar?
—En las Falklands. Cuanto menos hablemos de ello, mejor.
Slim asintió. Al menos tenían algo en común.
—Bueno,