—¿En qué sentido?
Bunce se tiró de la barba.
—Era inofensivo, es la mejor manera que tengo de decirlo. Hablaba bajo y nunca decía nada malo de nadie. Se encerraba en su trabajo. Y su trabajo era bueno. Nadie podía quejarse de relojes hechos con tanto cariño y cuidado. Quiero decir, ¿cuántas veces se estropean los relojes de cuco? ¿Cuántas veces ha entrado en un pub y ha visto uno estropeado en la pared de un rincón? Por el contrario, los relojes de Amos… Quiero decir, ¿cuánto tiempo ha estado enterrado ese reloj? ¿Veinte años? ¿Y aun así pudo darle cuerda y funcionó sin problemas? Ningún reloj que compre en una tienda tendrá esa resistencia. Los relojes de Amos se fabricaban para durar.
Bunce no tenía nada interesante que añadir, así que Slim apuntó su número, se excusó y se fue. Había llegado a la estación de autobuses y estaba en la cola de la taquilla cuando tuvo una idea.
Sacó el número de Bunce y llamó al anticuario.
—¿Tan pronto me vuelve a necesitar?
Slim sonrió.
—Solo una pregunta rápida. ¿Con un reloj como el que encontré, ¿cada cuánto tiempo cree que hay que darle cuerda?
—Oh, no lo sé, una vez cada pocos meses. Amos solía hacer unos muelles increíbles. Podías darles cuerda y duraban un montón.
—Muy bien, gracias.
Cuando volvió al albergue, Mrs. Greyson estaba quitando el polvo en el recibidor. Slim le dio educadamente las buenas tardes y luego subió aprisa a su habitación. Allí sacó el reloj de debajo de la cama y se sentó a oír el tictac durante unos minutos. Luego le dio la vuelta, quitó el panel de madera que Bunce había dejado desatornillado y miró el mecanismo del reloj. El pequeño dial enrollado en el reloj reverberaba ligeramente con cada tic.
Frunció el ceño, tocándolo ligeramente con un dedo, advirtiendo la falta de suciedad, comparado con el resto del reloj.
Cada pocos meses, había dicho Bunce. Si el reloj se había fabricado hacía unos veinte años, el muelle se habría desenrollado mucho tiempo atrás.
Slim no le había dado cuerda, lo que le hizo preguntarse quién lo había hecho.
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