El secreto del relojero
El secreto del relojero
Los misterios de Slim Hardy nº 2
Jack Benton
1
El paseo no estaba yendo como había previsto.
Las amenazantes pilas de granito de Rough Tor eran un mal indicador de dirección, brotando sobre la línea del horizonte mientras Slim Hardy trataba de recuperar el rastro del sendero que le llevaba a lo alto de la colina desde el estacionamiento.
A su derecha, un pequeño rebaño de ponis de los páramos bloqueaba la ruta directa hacia la cadena montañosa y las cotas más altas. Sus ojos desafiantes vigilaban cada uno de sus pasos mientras Slim los bordeaba, moviéndose lentamente sobre el terreno húmedo y desigual, cauteloso ante los canchales de granito que afloraban a través de las toberas de hierba paramera.
Slim suspiró. Ahora había perdido el rumbo, con la larga cordillera de Rough Tor alzándose casi enfrente y la cumbre plana de Brown Willy con su rosario de rocas apareciendo justo delante de él a través de un valle amplio y accesible. Buscó por costumbre la petaca que ya no llevaba, sacudió su mano como para castigarse por haberlo olvidado y luego se sentó en una piedra para darse un respiro.
En lo alto de la cordillera, los dos ciclistas a los que había seguido desde el estacionamiento pasaron las rocas y se dirigieron hacia Brown Willy. Mientras desaparecían de su vista, Slim sintió un espasmo de soledad. Al fondo de la pendiente había tres coches en el estacionamiento junto a la mancha de su bicicleta, pero no había ninguna señal de los demás paseantes. Aparte de los ponis, estaba solo.
Después de un mordisco a las sobras de un sándwich y un trago de una botella de agua, Slim miró a lo alto del pico, presa de la indecisión. Tenía por delante un largo camino para bicicletas y la pila de su linterna estaba agotada. Sin embargo, mientras se daba la vuelta, el sol se abrió paso por un momento entre las nubes y a lejos, en el sur, el canal de la Mancha brilló entre dos colinas. Hacia el noroeste, Slim buscó el Atlántico, pero había un banco de nubes tendido sobre los campos, oscureciendo todo, salvo un diminuto triángulo gris que podría haber sido agua.
Con un gruñido perseverante, se echó a los hombros su mochila y volvió al sendero, pero pocos pasos después una piedra suelta se deslizó debajo de su bota, haciendo que metiera la pierna hasta la rodilla en un charco de agua sucia. Gesticulando, Slim sacó el pie del barro y avanzó penosamente hasta un terreno más seco.
Mientras se quitaba y vaciaba su bota izquierda, sonrió pensativamente al recordar que había dejado un par de calcetines de recambio sobre la cama de su habitación, al sacarlos de su bolsa para hacer sitio a un viejo libro de la estantería del albergue.
El sol volvió a aparecer entre las nubes, con las columnas de granito brillando bajo su repentino resplandor. La manada de ponis se había movido en la colina, dejando a Slim una ruta directa hacia la cordillera.
—Vamos —se dijo a sí mismo—. Tú nunca te rindes, ¿verdad?
Su bota chapoteó mientras se la volvía a poner, pero con una mueca que no abandonaba su cara acabó llegando a la cordillera quince minutos después, trepando por los montones de granito hasta el punto más alto. La niebla había caído, oscureciendo todo, salvo las laderas de la colina. Las antiguas canteras de caolín del suroeste eran como fantasmas en la niebla, pero detrás de una turbia lámina gris se encontraba el mundo.
Con la arenilla del agua como un papel de lija entre los dedos de sus pies, Slim solo se detuvo lo suficiente como para echar un trago rápido antes de empezar a bajar. El tibio día de primavera se estaba convirtiendo rápidamente en una tarde de finales de invierno y solo le quedaba una hora de luz antes de una oscuridad completa. Aunque la niebla no había caído todavía sobre el pequeño estacionamiento de tierra con su amorfa paleta de grises (una mota de rojo cerca de la pared inferior identificaba su bicicleta), parecía mucho más lejano de lo que le había parecido la cumbre cuando empezó a subir.
Estaba mirando a lo lejos, contando las ovejas apiñadas en un pequeño valle natural más debajo de la ladera como una manera de no pensar en las gélidas ráfagas de viento, cuando algo se hundió bajo sus pies.
Se cayó de bruces, usando las manos para protegerse. Se había caído sobre el mismo pie, pero esta vez se había torcido el tobillo y un dolor agudo corrió por su pierna. Se dio la vuelta en el suelo, se quitó la bota y empezó a frotarse el tobillo durante unos minutos. Al quitarse su calcetín mojado, vio el principio de una molesta torcedura y la exposición al aire envió un frío invernal a todo su cuerpo. Al menos allí el suelo estaba seco, así que se sentó y miró a lo alto de la ladera, sintiéndose al mismo tiempo enfadado y estúpido. Engáñame una vez, engáñame dos, recordaba el inicio de un refrán que le gustaba decir a su exesposa, aunque había olvidado el resto.
Miró a su alrededor, preguntándose qué piedra la había hecho tropezar y frunció el ceño. Algo asomaba entre dos matas de hierba, ondeando en la brisa.
La esquina de una bolsa de plástico, desgastada y a tiras, con su antiguo color convertido en un gris blanquecino. Slim titubeó antes de recogerla, recordando su estancia en Irak con el ejército, cuando eso podría haber indicado una mina en el suelo, un indicador para los milicianos locales que seguían usando la zona. Cualquier porquería podía significar la muerte y en los alrededores de algunos pueblos sucios y polvorientos Slim apenas se atrevía a dar un paso al frente.
Para su sorpresa, se resistió al tirón. Puso ambas manos en las matas y colocó los dedos alrededor de la forma dura y angulosa que tenía la bolsa. Se encontraba por debajo a la mata, cruzada un par de palmos y su corazón empezó a latir con fuerza. ¿Munición militar perdida? Dartmoor, hacia el nordeste, se usaba para maniobras militares, pero Bodmin Moor supuestamente era seguro.
Presionó un dedo sobre la dura superficie y esta cedió un poco. Madera, no plástico o metal. Ninguna bomba que él hubiera conocido se había fabricado con madera.
Empujó hacia atrás la mata, que cedió con facilidad y giró el objeto envuelto para sacarlo de la hierba. Las esquinas cuadradas y los surcos tallados despertaron su curiosidad. Desató el nudo de la bolsa y sacó el objeto del interior.
—¿Qué…?
La bolsa contenía un bonito y adornado reloj de cuco. Unas delicadas tallas de madera rodeaban una bonita esfera central. Para su sorpresa, seguía funcionando cuando un pequeño cuco salió repentinamente por encima del número 12, con un cansado grito que resonó en los sorprendidos oídos de Slim.
2
—¿Se va a quedar una semana más, Mr. Hardy?
Mrs. Greyson, la anciana dueña de Lakeview Bed & Breakfast, un albergue que cumplía solo dos de sus tres nombres,1 con su mirada severa, estaba esperando en el sombrío recibidor cuando Slim entró a través de la puerta principal. Helado y dolorido por el largo paseo y todavía asustado por lo cerca que un Escort con un motor revolucionado había estado de hacerlo picadillo, había esperado evitar una disputa al menos hasta después de haberse duchado.
—No lo he decidido todavía —dijo—. ¿Puedo contestarle mañana?
—Es que necesito saber si