Más tarde, para mi sorpresa, me invitó a que los acompañara de paseo. Hacía un frío inesperado, el primer aviso del otoño, y mi padre se había puesto una gorra azul ridícula con visera y orejeras y un sobretodo holgado oscuro con cierre delantero. Cada vez que nos deteníamos, nos envolvía un manto de humo dulce; éramos como el rey disfrazado y su predilecto que se habían escapado del palacio para asistir a la feria de los campesinos. Nada podía hacer que mi padre y Old Boy se dieran prisa. Nos detuvimos en cada arbusto y cada cesto rebosante de basura detrás de cada casa silenciosa y oscura. Llegamos hasta el pueblo desierto; la tienda, la oficina de correos, el taller náutico. Había una lancha de carreras del revés, apoyada sobre unos caballetes, con la parte inferior leprosa y necesitada de lija y pintura. Una cadena tintineaba contra el mástil que había frente al correo. Una mujer con una gorra blanca de enfermera pasó conduciendo. Era el único coche que habíamos visto.
Volvimos sobre nuestros pasos. A medida que se acercaba el amanecer, los pájaros comenzaron a trinar y las hojas de los abedules ondeaban en una brisa que se volvía cada vez más intensa. Más allá de la orilla, el lago iba tomando forma poco a poco, y luego color. Detrás de una puerta, un perro que no veíamos nos ladró, y Old Boy se puso frenético de la curiosidad. “¿Qué pasa? Dime. Dímelo. ¿Qué pasa, Old Boy?”.
A medida que el sol, como la vida que regresa a un cuerpo, se apoderaba del mundo, el haz de la linterna de mi padre fue perdiendo fuerza, hasta que la claridad de algo que volvía a ser nuevo lo absorbió.
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