Lo único que había podido conservar mi padre de su rutina durante la visita de los Cork había sido llenar hasta el último momento que pasaba despierto con lo que él decía que era música “clásica”. Aunque en su mayoría era música romántica, sobre todo de Brahms. Siempre había tenido cientos de discos, que reproducía en un enorme fonógrafo de Meissen que tenía en un rincón de su despacho.
Menciono esa música constante porque, en mi cabeza, al menos, era una especie de vínculo invisible que nos unía a mi padre y a mí. Casi nunca hablaba de música, a menos que fuera para decir que Un réquiem alemán era “muy hermoso” o que el concierto de violín y violonchelo era “una pieza tremenda”, e incluso pronunciaba esas apreciaciones con cierta vergüenza; para él, la música era emoción, y él no era partidario de hablar de sentimientos.
Su verdadero amor era la última etapa de Brahms, el Intermezzi de piano y, sobre todo, las dos sonatas de clarinete. Estas piezas, tan impredecibles como el pensamiento, y tan humanas como la conversación, llenaban la casa noche tras noche. No podría haberlas puesto como música de fondo mientras trabajaba, ya que los cambios en el volumen y en la dinámica eran tan abruptos y llamativos que le habrían distraído. Nunca me duchaba con mi padre, nunca lo había visto desnudo, ni una sola vez, pero sí que nos sumergíamos juntos por las noches en esos arroyos apasionados. Mientras él trabajaba en el escritorio, y yo me sentaba en el sofá, para leer o soñar despierto, nos empapábamos de música. ¿Sentiría lo mismo que yo? Es posible que me lo pregunte sólo porque ahora que está muerto temo que no tuviéramos nada en común, y que el largo cautiverio que pasé en su casa sólo fuera para él un ligero inconveniente, un gasto enorme, una decepción. Por eso me gusta pensar que la música nos provocaba sentimientos parecidos y actuaba como fuente y trasunto de un éxtasis compartido. Siento pena por los hombres que nunca hayan querido meterse en la cama con su padre; cuando un padre muere, ¿cómo puede calentarse su fantasma si no es con un abrazo póstumo? Y, en la misma línea, ¿cómo se calienta el que sobrevive?
Kevin odiaba la música. Cuando estaba haciendo payasadas con su hermanito, volvía a caer en las tonterías de la niñez. Como a cualquier chico, les encantaba contar chistes tontos que se volvían más graciosos cuanto más se repetían. Los cantantes de ópera les hacían especial gracia (era curioso, sobre todo teniendo en cuenta que su madre era cantante), así que iban dando saltos, cantando en falsete con gorgoritos, apoyándose la mano derecha en la panza y poniendo los ojos en blanco. A mí no me gustaban esas tonterías, porque en mi mente Kevin ya se había convertido en una especie de marido. Me daba igual que fuera más pequeño que yo; su arrogancia lo había convertido en el mayor. Pero ese novio, joven pero mordaz, no encajaba con el mocoso en el que se convertía. Puede que buscara alejarme de él.
Aquella tarde se fueron todos a dar un paseo en lancha, todos menos Kevin y yo. Nosotros nos fuimos a nadar cerca del muelle. Unas nubes grises con las barrigas oscuras y venas de plata ardiente cubrían el sol. El viento se las llevó tras un rato y liberó la calidez del sol de la tarde. Estábamos parados uno al lado del otro. Yo era por lo menos quince centímetros más alto que Kevin. Los dos la teníamos dura y nos abrimos los trajes de baño bajo el agua fría y nos las miramos. Kevin señaló que tenía dos aberturas en el glande, separadas apenas por una franja de piel finísima. Le toqué el pene y él a mí.
—Nos pueden ver —dije, alejándome.
—¿Y qué? —respondió él.
Nos tiramos un buen rato en el embarcadero. Una gota de agua opulenta le recorrió el pecho, elevado y compacto, hasta llegar al hueco de entre los pezones; el derecho seguía blanco y pequeño por el frío, y el izquierdo empezaba a agrandarse y a recuperar el color. Las otras gotas no eran tan grandes: le salpicaban el cuerpo de forma impresionista bajo la luz; no se movían, sino que se evaporaban poco a poco. Los costados y el estómago, aún redondeados e infantiles, se le secaron más rápido que las hombreras brillantes que le cubrían los hombros. Durante un instante, un diamante le pendió de la nariz. A unas tres o cuatro casas, unos niños pequeños gritaban en el agua. Uno de ellos imitaba el sonido de una lancha, otro bajaba el tono de voz para que sonara más grave y resultara graciosa. Un chico mayor intentaba asustar a los más pequeños; jugaba a que era un bombardero, y ellos civiles indefensos, e imitaba muy bien a un avión. Los niños chillaban entusiasmados. Algunos se reían, pero en sus risas no había ni calidez ni ironía ni humor.
Kevin rezumaba energía; se tiró de panza al agua y me salpicó, después se dio la vuelta y me lanzó más agua con la palma de la mano. Yo sabía que tenía que gritar “¡Jerónimo!” e ir detrás de él, treparle por la espalda y tratar de ahogarlo. Jugando disolvería la tensión y la melancolía sexual; mi cuerpo no se convertiría en una trampa, sino en una especie de arma amistosa. Pero no podía oponerme al decoro de mis propias fantasías, que eran todas románticas.
Kevin se alejó nadando de mí y llegó hasta la balsa blanca. Lo observé y apoyé la cabeza sobre el tablón que tenía al lado del brazo. Una hormiga diminuta con forma de mancuerna se arrastraba a través de los pelos brillantes y relucientes de mi antebrazo. El agua que corría bajo la estructura sobre la que estaba gorgoteaba. Me apoyé sobre el codo y observé a Kevin zambullirse. Poco después, encontró algo que parecía una tapa de plástico rosa de un cubo. La tiraba una y otra vez al aire y nadaba para recuperarla. El sol de las últimas horas de la tarde, oculto una vez más por las nubes, no creó ningún camino sobre el agua hacia nosotros, sino que ahuecó bajo ella un anfiteatro dorado. La luz iluminaba a Kevin por detrás y, cuando sostenía la tapa en alto, se tornaba tan pálida y seductora como un hibisco rosa. Su cabeza era casi del mismo tamaño que la tapa. Cuando giraba la cara hacia mí, se volvía oscura, indistinguible; la espalda y los hombros cortaban haces de luz en distintas direcciones a medida que él giraba y subía y bajaba. El agua estaba oscura, opaca, pero atrapaba la luz dorada del sol; las olas eran escamas de dragón que se retorcían bajo el halo de un caballero santificado. Finalmente, Kevin volvió nadando hasta mí; bajo el agua, su cuerpo parecía pequeño, como si no tuviera huesos. Dijo que teníamos que ir a la tienda y comprar vaselina.
—Pero no nos hace falta —respondí.
—Vamos a comprarla.
A lo lejos, dos nubes de color gris malva, parecidas a dos enormes velas rectangulares de unas carabelas, pendían oscuras, inmóviles, inmanentes, detrás de la neblina. Cuando se subió al muelle, Kevin tenía los labios azules y la piel de gallina. Sus piernas eran aún suaves, salvo por los primeros pelos que empezaban a crecerle por encima de los tobillos (la primera zona de las piernas en la que los ancianos pierden el pelo). Se secó y se puso una camiseta. Tomamos el fuera borda hasta el pueblo. Entré a la tienda con él, pero le pedí que pidiera él la vaselina. Me estaba poniendo colorado y no podía levantar la vista. Él lo hizo sin rastro de culpa; hasta pidió ver el frasco mediano antes de quedarse con el más pequeño. Fuera, una película de aceite le daba un tono opalescente al agua bajo un gran eje de luz roja que recorría el cielo de azimut