Aquella noche, las dos familias se juntaron y fuimos a cenar a un restaurante que estaba a unos cincuenta kilómetros, un local en el que la gente con sobrepeso comía lechuga sumergida en un aderezo de kétchup y mayonesa, filetes cubiertos con salsa de carne, choclos recubiertos de manteca y helados bañados en chocolate, y en el que un hombre con peluquín negro y una chaqueta informal de madrás tocaba con alegría un órgano eléctrico mientras una pareja fogosa daba zancadas y giros frente a él en una recopilación confusa de antiguos pasos de baile. La camarera era a la vez cortés (“¿Cómo andamos por aquí?”) y desafiante (“Vamos, continúa”). Tenía el cabello del color del bronce, peinado con esmero, un pañuelo exuberante que estallaba justo encima de su chapa de identificación (“Susie”), una sonrisa paciente y, colgando de una cadena, unos anteojos que sólo usaba cuando apuntaba los pedidos o calculaba la cuenta. En una esquina, un toldo colorido pendía sobre una barra redonda, único motivo que parecía justificar el nombre: “La Gran Carpa”. No había nadie sentado en la barra. En sus estantes de cristal, iluminados desde abajo, yacían hileras e hileras de botellas de licor, soldados atentos en cuyo interior brillaban espíritus ardientes. Todo el lugar olía a estufa de querosén y al ambientador de pino que flotaba desde los baños. Salvo por la temática circense, el motivo dominante de la decoración parecía ser la caza, como demostraban los rifles y las cabezas de ciervo de ojos vidriosos y cornamentas polvorientas que colgaban en las paredes.
Era un lugar apestoso y agobiante, pero los adultos, con las lenguas sueltas después de unos martinis, se acomodaron para quedarse un buen rato. Las dos mujeres se sentaron juntas y hablaron sobre la moda de París y no dejaron de asegurar que nadie usaría el pantalón de paracaidista. El señor Cork, más republicano que la república, veía una conspiración comunista en cada percance que afectaba a la nación. Yo me daba cuenta de que a mi padre no se lo veía muy convencido, y menos aún ante lo apasionado que se mostraba el señor Cork. Se quitó los anteojos, se frotó los ojos y asentía cada poco tiempo durante la perorata; era su manera educada de escudarse de un charlatán, de migrar hacia su interior. El pequeño Peter había transformado un tallo de apio de la fuente de encurtidos en una canoa india, y Kevin le disparaba desde el promontorio calcáreo de un panecillo espolvoreado con harina; a la masacre la acompañaban efectos de sonido susurrados.
—¡Kevin O’Malley Cork! ¡Cuántas veces tengo que decirte que no juegues con la comida!
—¡Ay, mamá!
La cena iba de mal en peor. La frente pálida del organista resplandecía bajo su peluca negra y, con los dientes expuestos, pasó de una patética Now is the Hour con un copioso vibrato a una Zip-a-Dee Doo-Dah con ritmo latino. La camarera tentó a todo el mundo con una tarta: manzanas cocidas con canela envueltas en láminas de hojaldre que parecían cuero sintético; à la mode, por supuesto. Café para los adultos, más leche para los niños. La cuenta. La discusión sobre la cuenta. El cambio. El segundo cigarro. Los caramelos de menta. Los escarbadientes. La propina. “Buenas noches, gente. ¡Vuelvan pronto!”. Otra propina para el organista, que asiente agradecido mientras continúa tocando Kitten on the Keys.
Nos apretujamos los siete en el Cadillac de mi padre y nos adentramos en una noche fría de color gris azulado, surcada por el olor de madera quemada. Mi madrastra, la señora Cork, Kevin y yo íbamos en el asiento trasero; Peter no tardó en quedarse dormido sobre el hombro de su padre, en el asiento del copiloto. Mi padre, mientras, conducía. La cena me había dejado triste y rabioso. Algo (puede que los libros) me había dado una idea bastante diferente del modo en que debía hablar y alimentarse la gente. Albergaba ideas sofisticadas sobre el comportamiento elegante, la gastronomía y la amistad. Cuando fuera mayor, siempre sería franco, cariñoso y generoso. Nos daríamos banquetes de uvas congeladas y vino; hablaríamos hasta el amanecer sobre el corazón y escucharíamos música. “No encajo en este lugar”, grité en silencio. Quería correr a través de las olas o escapar a toda velocidad con un rubio magnífico en un descapotable o tocar rapsodias en un piano de cola en algún lugar de Europa. O que las puertas blancas y doradas se abrieran y que los amigos cariñosos y auténticos que aún no había conocido vinieran hacia mí con el rostro iluminado, amable y sonriente, e iluminado desde abajo por las velas de una tarta. Esa necesidad por amantes y amigos era tan acuciante en mi interior que podía desbordarse ante cualquier provocación: al escuchar mi propia interpretación al piano de un vals, al mirar una imagen de dos enamorados con kimonos y zuecos altos que se resguardaban bajo un paraguas de las líneas inclinadas de nieve o al sentir el cambio de las estaciones (cuando llegaba al fin el aroma de la primavera en invierno, por ejemplo).
En una ocasión, cuando tenía la edad de Kevin, quise que mi padre me quisiera y que me llevara lejos. Noche tras noche, me senté a oscuras al lado de la puerta de su dormitorio, fantaseando con delirios en los que lo seducía, me fugaba con él y le llenaba de besos mientras atravesábamos un campo nocturno florecido de estrellas a toda velocidad. Pero ahora lo odiaba y sentía que era de él de lo que debía escapar. Desde luego, si mi padre hubiera detenido el coche a un lado de la carretera y se hubiera girado para decirme que me quería, yo lo habría tomado de la mano y habríamos salido del coche que, estupefacto, rechinaría mientras se enfriaba; el único rastro que dejaríamos serían las chispas que escapaban del cigarro de mi padre.
Kevin me cogió de la mano. Estaba sentado a mi lado en la oscuridad. Yo me había movido hacia delante en el asiento para que los demás tuvieran un poco más de espacio. Nuestras manos entrelazadas quedaban ocultas entre su pierna y la mía. Justo cuando casi había estado a punto de rendirme con él y la vaselina, me colocó la mano caliente sobre la mía. Le sentía los callos en la palma, allí donde había agarrado el bate. Fuera, la media luna atravesó los altos pinos, se extendió a lo largo de un atisbo de agua, se escondió detrás de un cartel y parpadeó débilmente en las ventanas de un tren, en donde una ventana todavía iluminada enmarcaba el rostro de una mujer coronada por cabello blanco. Los perros ladraban y paraban a medida que los árboles llegaban más y más rápido y se acercaban cada vez más a la sinuosa carretera. Tan sólo de vez en cuando se veía la luz de una casa. Ahora ninguna. Estábamos en lo más profundo del bosque. El paso de granjas esparcidas a árboles densos daba la sensación de estar adentrándose en un lugar relajado y sagrado, una congregación abarrotada de hombres vestidos con túnicas y mitras cuya forma de adoración consiste en aguardar en un silencio tenso durante un siglo. Kevin me había hecho muy feliz; una felicidad alegre y rencorosa. Ahí estábamos, dos chicos tomados de la mano, delante de las narices de unos adultos aburridos. Puede que no tuviera que escapar. Puede que pudiera vivir junto a ellos, actuar con normalidad, mostrarles de lo que era capaz; y hacerlo mientras agarraba de la mano a este maravilloso niño.
Cuando estuvimos de vuelta en el sótano, nos desvestimos los tres bajo la luz deslumbrante de la mesa de ping-pong. Peter se quitó la ropa con torpeza y la dejó en el suelo hecha una bola. Tenía los hombros huesudos, la cintura diminuta y el pene como un caracol azul pálido que se asomaba de su caparazón redondo. Murmuró algo sobre las sábanas frías, se dio la vuelta y se quedó mirando hacia la pared. Kevin y yo, cada uno en un extremo del cuarto largo y estrecho, nos quitamos la ropa con más calma, no dijimos nada y apenas nos miramos. Apagamos las luces. Luego, la larga espera hasta que la respiración de Peter se tornara más lenta y profunda. El silencio invitaba a la reflexión, como cuando te escuchas tu propio pulso apretando el oído contra el colchón. Peter dijo “Porque no quiero… ardilla… sí, pero tú…”, y volvió a quedarse en silencio. Kevin seguía esperando, y yo temía que también se hubiera dormido. Pero no; apareció de repente, flotando hacia mí, con la camiseta fantasmal de su torso más oscura por el sol del día. Y con el frasco de vaselina en mano. Esa gelatina fría con un ligero olor medicinal que se calienta en seguida con la temperatura del cuerpo. Mientras entraba en él, me dijo sin rodeos, alto y claro:
—Me encanta.
Nunca se me había ocurrido que el sexo entre dos hombres pudiera satisfacer a ambos a la vez.
A la tarde siguiente, mi padre, sumamente paciente pero con unas ojeras tremendas debido a esas inusuales horas diurnas, nos llevó a los chicos a practicar esquí