Historia de un chico. Edmund White. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edmund White
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878473024
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en eso también parecía aún un niño. En el creciente calor de nuestros cuerpos, capté una leve ráfaga de su aroma, no amargo como el de un adulto, sino débilmente acre, el olor de los cebollines bajo la lluvia.

      —¿Quién empieza? —preguntó.

      —¿Poniendo el culo?

      —Creo que necesitamos algo. No va a funcionar sin nada.

      —Tú primero —dije. Aunque nos eché mucha saliva a ambos, él seguía diciendo que le dolía. La metía un par de centímetros y me decía: “¡Sácala! ¡Rápido!”. Se había puesto de lado, dándome la espalda, pero aun así podía ver que hacía muecas de dolor.

      —Dios —dijo—. Es como si me estuvieran clavando un cuchillo.

      El dolor disminuyó y, con la valentía de un scout veterano, dijo:

      —Ok. Vuelve a intentarlo. Pero ve con cuidado y prométeme que la vas a sacar cuando te lo pida.

      Esa vez fui entrando de milímetro en milímetro, esperando un poco antes de seguir avanzando. Sentía cómo se le relajaban los músculos.

      —¿Está dentro? —preguntó.

      —Sí.

      —¿Toda?

      —Casi. Ahora sí, toda.

      —¿En serio? —Se estiró para buscarme la entrepierna y asegurarse—. Sï, está —dijo—. ¿Te gusta?

      —Me encanta.

      —Ok —respondió—. Sácala y métela, pero despacio, ¿de acuerdo?

      —Claro.

      Probé con unas cuantas embestidas cortas y le pregunté si le estaba haciendo daño. Él negó con la cabeza.

      Se llevó las rodillas hacia el pecho y lo envolví. Mientras que cara a cara me había sentido tímido e incapaz de juntar ambos cuerpos del todo, ahora estaba pegado a él, y él no ponía objeciones; se sobreentendía que era mi turno y podía hacer lo que yo quisiera. Le pasé un brazo por debajo del cuerpo y lo agarré por el pecho; tenía las costillas sorprendentemente pequeñas, y podía contarlas; y ahora que se había relajado del todo, llegaba todavía más hondo. Que un chico tan duro y musculoso, de palabras y de ojos poco profundos y sin humor, se dejara poseer tan bien… uf, qué placer. Pero la sensación que me producía no me parecía algo que me estuviera proporcionando su cuerpo, o, de ser así, entonces debía de ser un don secreto, vergonzoso y punzante, uno que él no se atrevía a reconocer. En la lancha me había dado miedo. Había sido como el típico ganador que intimida y que ni siquiera tiene sentimientos; pero ahí estaba, dándome ese placer tendinoso y cambiante, con el pelo fino de la nuca mojado de sudor, justo sobre los huecos que el escultor había presionado con sus pulgares en la arcilla. Su mano bronceada descansaba sobre su cadera blanca. Veía los extremos de sus pestañas vibrando justo por encima de su generosa mejilla.

      —¿Te gusta? —me preguntó—. ¿Quieres que apriete más? —preguntó como lo haría un vendedor de zapatos.

      —No. Así está bien.

      —Mira, puedo apretarlo —y sí que podía. Sus ansias por complacerme me recordaban que no tenía que preocuparme, que ante sus propios ojos, él era sólo un niño, y yo un chico de secundaria que lo había hecho con chicas, con una mujer mayor y todo. A menudo fantaseaba con que un lord inglés me secuestraba y me llevaba para siempre; alguien que me salvaría y a quien yo dominaría. Pero ahora parecía que Kevin y yo no necesitábamos a nadie mayor; podíamos escaparnos juntos, y yo me encargaría de protegernos. Ya estábamos durmiendo en un campo bajo la brisa y turnándonos para alimentarnos del cuerpo del otro, mojados por el rocío.

      —Estoy a punto —dije—. ¿Quieres que la saque?

      —Sigue —dijo—. Llénalo.

      —Ok. Aquí va. ¡Oh, Dios, Jesús! —No pude evitarlo y le di un beso en la mejilla.

      —Tu barba pincha —dijo—. ¿Te afeitas todos los días?

      —Cada dos días. ¿Tú?

      —Aún no, pero se me está empezando a poner el vello oscuro. Un chico me dijo que cuanto antes empiezas a afeitarte, más rápido crece. ¿Coincides?

      —Creo que sí. Bueno —dije—, voy a sacarla. Te toca.

      Me puse de espaldas a Kevin y oí que se escupía en la mano. No me gustaba demasiado que me penetraran, pero estaba tranquilo y feliz porque nos queríamos. La gente dice que el amor de la juventud o el amor impulsivo no es real, pero yo creo que el primer amor es el único que es de verdad. Más adelante escuchamos sus recapitulaciones fugaces a lo largo de nuestras vidas, ecos breves de la melodía original en una obra que se convierte cada vez más en el desarrollo, la elaboración mecánica de un canon cangrejo con demasiadas partes. Era consciente de que los conductos de ventilación que teníamos encima podían traicionarnos y conducir los ruidos que hacíamos a las plantas de arriba. Puede que mi padre nos estuviera escuchando. O puede que, al igual que Kevin, lo ignorara todo salvo el placer que brotaba de su cuerpo hacia el mío.

      Mi padre había comenzado su propio negocio hacía quince años con el objetivo de ganar dinero, ser su propio jefe y tener control sobre su horario. Eran necesidades, no simples deseos, y cada vez que tenía que dejarlos de lado sufría, incluso físicamente. Consideraba que el dinero era el aire que necesitaban respirar las personas de las clases superiores; la riqueza y la superioridad iban de la mano. Sin embargo, cuando decía que alguien era de “buena familia”, lo primero que quería decir era que la familia tenía dinero, y sólo en segundo lugar que era respetable o ejemplar. Pero supongo que el verdadero motivo por el que quería dinero era porque le otorgaba una distinción tan absoluta como ingeniosa y solitaria; cualquier otra cosa que la gente hubiera considerado digna de conseguir le habría resultado demasiado arbitraria y agradable. Demasiado sociable.

      Su necesidad de independencia era menos obvia, más velada, pero igual de intensa. La independencia le concedía los derechos feudales del mazo y la billetera, y le permitía dictar su destino y el nuestro. El destino que había elegido para él era ser un misántropo y un poeta. Dormía durante todo el día; se levantaba a las tres, como muy pronto, o a las cinco, como muy tarde; y para las seis, cuando el cielo invernal ya estaba oscuro, se sentaba para desayunar cuatrocientos gramos de panceta, seis huevos revueltos y ocho rebanadas de pan tostado con mermelada. No almorzaba, pero a las tres o a las cuatro de la mañana se comía un filete del tamaño de un plato, tres verduras, una ensalada, más pan y postre, preferentemente frutillas con azúcar y helado de vainilla. Tan sólo bebía agua mineral, que le mandaban a casa en grandes jarras de cristal, teñidas de un azul claro, que colocaba boca abajo en uno de esos dispensadores de agua fría que solían verse en las oficinas. Antes de acostarse, se tomaba un tentempié de galletas integrales de chocolate con manteca. Después, cepillaba a Old Boy en el sótano y se lo llevaba a dar un largo paseo al amanecer; le hablaba al perro como si fuera su igual, pero con una delicadeza enorme, como si el animal fuera un gran hombre que se había vuelto senil. Ese horario le proporcionaba a mi padre la calma y el silencio de la noche y le ahorraba el ajetreado desorden del día.

      Trabajaba toda la noche en su escritorio, con una calculadora mecánica y una regla de cálculo, e imprimía una página tras otra de normas e instrucciones. En casa, se sentaba en su oficina, en la planta de arriba de una casa que había construido para que pareciera un castillo normando, y desde la ventana escudriñaba el césped iluminado. En la pared que quedaba a su espalda había colgado un cuadro grande y feo de unas olas que rompían bajo la luz de la luna. Fumaba cigarros hasta que se acercaba la hora de acostarse, y entonces se pasaba a la pipa. El humo dulce se filtraba a través de la calefacción central o del aire acondicionado y se extendía hasta el último rincón de la casa hermética. La hora de la pipa era el momento en que podía acercarme a él para pedirle un favor o para recibir algunas palabras agradables; me sentaba en el sofá de dos plazas que tenía al lado del escritorio de caoba clara y lo observaba mientras trabajaba. Durante una hora tras otra, escribía, con una pluma de ónice, en letras minúsculas que tenían