Una dificultad que es tan grave como cualquiera otra, y que han dejado a un lado los filósofos de nuestros días y los que les han precedido, es saber si los principios de las cosas perecederas y los de las cosas imperecederas son los mismos principios, o son distintos. Si los principios son en efecto los mismos, ¿en qué consiste que unos seres son perecederos y los otros imperecederos, y por qué razón se da esto? Hesíodo y todos los teósofos únicamente han buscado lo que podía convencerles a ellos, y no han pensado en nosotros. De los principios han formado los dioses, y los dioses han producido las cosas; y luego añaden que los seres que no han probado el néctar y la ambrosía están destinados a morir. Estas explicaciones tenían sin vacilación un sentido para ellos, pero nosotros no comprendemos siquiera cómo han podido encontrar causas en esto. Porque si los seres se acercan al néctar y ambrosía, en vista del placer que proporcionan, de ninguna manera son causas de la existencia; si, por lo contrario, es en vista de la existencia, ¿cómo estos seres podrán ser inmortales, puesto que tendrían necesidad de alimentarse? Pero no tenemos necesidad de someter a un examen profundo invenciones mitológicas.
Centrémonos, pues, en los que razonan y se sirven de demostraciones, y preguntémosles: ¿en qué consiste que, procediendo de los mismos principios, unos seres poseen una naturaleza eterna mientras que otros están sujetos a la destrucción? Pero como no nos dicen cuál es la causa de que se trata y existe contradicción en este estado de cosas, es claro que ni los principios ni las causas de los seres pueden ser las mismas causas y los mismos principios. Y así, un filósofo al que debería creérsele perfectamente consecuente con su doctrina, Empédocles, ha caído en idéntica contradicción que los demás. Asienta, en efecto, un principio, la Discordia, como causa de la destrucción, y engendra con este principio todos los seres, salvo la unidad, porque todos los seres, excepto Dios, son producidos por la Discordia. Escribe a Empédocles:
Tales fueron las causas de lo que ha sido, de lo que es, y de lo que será en el futuro; las que hicieron nacer los árboles, los hombres, las mujeres, y las bestias salvajes, y los pájaros, y los peces que viven en las aguas.
Y los dioses de larga existencia.
Esta opinión se extrae también de otros muchos pasajes. Si no hubiese en las cosas discordia, todo, según Empédocles, se vería reducido a la unidad. En efecto, cuando las cosas están reunidas, entonces se despierta por último la discordia. Se sigue de aquí que la Divinidad, el ser dichoso por excelencia, conoce menos que los demás seres porque no conoce todos los elementos. No tiene en sí la discordia, y es porque solo lo semejante conoce lo semejante:
Por la tierra vemos la tierra, el agua por el agua; por el aire el aire divino, y por el fuego el fuego devorador, la Amistad por la Amistad, la Discordia por la fatal Discordia.
Está claro, regresando al punto de partida, que la Discordia es, en el sistema de este filósofo, tanto causa de ser como causa de destrucción. Y lo mismo la Amistad es tanto causa de destrucción como de ser. En efecto, cuando la Amistad reúne los seres y los reduce a la unidad, destruye todo lo que no es la unidad. Añádase a esto que Empédocles no otorga al cambio mismo o mudanza ninguna causa, y solo escribe que así sucedió:
En el acto que la poderosa Discordia hubo agrandado, y que se lanzó para apoderarse de su dignidad en el día señalado por el tiempo, el tiempo, que se divide alternativamente entre la Discordia y la Amistad; el tiempo, que ha precedido al majestuoso juramento.
Escribe como si el cambio fuese necesario, pero no otorga causa a esta necesidad.
Sin embargo, Empédocles ha estado de acuerdo consigo mismo, en cuanto admite, no que unos seres son mortales y otros inmortales, sino que todo es mortal, menos los elementos.
La dificultad que habíamos expuesto era la siguiente: si todos los seres vienen de los mismos principios, ¿por qué los unos son mortales y los otros inmortales? Pero lo que hemos dicho anteriormente basta para demostrar que los principios de todos los seres no pueden ser los mismos.
Pero si los principios son diferentes una dificultad se plantea: ¿serán también inmortales o mortales? Porque si son mortales, está claro que proceden necesariamente de algo, puesto que todo lo que se destruye vuelve a convertirse en sus elementos. Se seguiría de aquí que habría otros principios anteriores a los principios mismos. Pero esto es imposible, ya tenga la cadena de las causas un límite, ya se prolongue hasta el infinito. Por otra parte, si se aniquilan los principios, ¿cómo podrá haber seres mortales? Y si los principios son inmortales, ¿por qué entre estos principios inmortales hay unos que producen seres mortales y los otros seres inmortales? Esto no es lógico; es imposible, o por lo menos exigiría grandes explicaciones. Finalmente, ningún filósofo ha admitido que los seres tengan principios diferentes; todos dicen que los principios de todas las cosas son los mismos. Pero esto equivale a pasar por alto la dificultad que nos hemos planteado, y que es considerada por ellos como un punto de poco interés.
Un asunto tan difícil de examinar, y de una importancia fundamental para el conocimiento de la verdad, es el de saber si el ser y la unidad son sustancias de los seres; si estos dos principios no son otra cosa que la unidad y el ser, tomado cada uno aparte; o bien si debemos plantearnos qué son el ser y la unidad, suponiendo que tengan por sustancia una naturaleza distinta de ellos mismos. Porque tales son en este punto las diferentes opiniones de los filósofos.
Platón y los pitagóricos reclaman, en efecto, que el ser y la unidad no son otra cosa que ellos mismos, y que tal es su carácter. La unidad en sí y el ser en sí; he aquí, según estos filósofos, lo que constituye la sustancia de los seres.
Los físicos plantean otra opinión. Empédocles, por ejemplo, intentando cómo reducir su principio a un término más conocido, explica lo que es la unidad; puede deducirse de sus palabras que el ser es la amistad; la amistad es, pues, según Empédocles, la causa de la unidad de todas las cosas. Otros quieren que el fuego o el aire sean esta unidad y este ser, de donde salen todos los seres y que los ha producido a todos. Lo propio ocurre con los que han admitido la pluralidad de elementos; porque deben necesariamente reconocer tantos seres y tantas unidades como principios reconocen.
Si no se recoge que la unidad y el ser son una sustancia, se infiere que no hay nada general, puesto que estos principios son lo más general que hay en el mundo, y si la unidad en sí y el ser en sí no son algo, con mayor razón no habrá ser alguno fuera de lo que se llama lo particular. Además, si la unidad no fuese una sustancia, es evidente que el número mismo no podría existir como una naturaleza separada de los seres. En efecto, el número se compone de mónadas, y la mónada es lo que es uno. Pero si la unidad en sí, si el ser en sí son alguna cosa, es necesario que sean la sustancia, porque no hay nada fuera de la unidad y del ser que se diga universalmente de todos los seres.
Sin embargo si el ser en sí y la unidad en sí son algo, nos será muy difícil concebir cómo puede haber ninguna otra cosa fuera de la unidad y del ser, es decir, cómo puede existir más de un ser, puesto que lo que es otra cosa que el ser no es. De donde se desprende necesariamente lo que decía Parménides, que todos los seres se reducían a uno, y que la unidad es el ser. Pero aquí se plantea una doble dificultad; porque ya no sea la unidad una sustancia, ya lo sea, es igualmente imposible que el número sea una sustancia: que es imposible en el primer caso, ya hemos dicho por qué. En el segundo, la misma dificultad sucede que respecto del ser. ¿De dónde vendría efectivamente otra unidad fuera de