La ñerez multifálica se conforma en sus capitales momentos clave copulares, que acaso serían los únicos que importan, pues sostienen el edificio completo del discurso erótico (según Philippe Sollers), con hacer y diseminar una colección de imágenes supuestamente provocadoras y hasta shockings nada galantes ni libertinas, en la línea de la inauguradora felación desde la mirada cenital de la cámara cual Cristo Pantocrátor de las catacumbas en el prólogo de Batalla en el cielo del reverenciado Carlos Reygadas (2005), pero aquí se trata de imágenes entre un detallista paulatino naturalismo chato y el álbum grotesco de pena ajena, imágenes cercenadas y cercadas que se creen visiones enigmáticas del monstruoso cuerpo fragmentado o al fin más completo, o íconos milagrosos en escalada, o resguardos de simbolismos inspirados, o reflejos del espíritu maligno al fin revelado y en acto, o desproporciones mudables y mutantes, o ensortijados secretos revelados, o manieristas oscuridades de unipersonales ritos iniciáticos, o melancólica alegoría de mística saturnal, o crepúsculo de las hadas extraviadas en el bosque de lo desconocido sin emerger jamás de una habitación penumbrosa y reverberante de música instrumental que parece tardoelectroacústica compuesta en relevos por Guro Skumsnes Moe y Lasse Marhaug, o rechazo dictado por el rencor visceral, aunque en rigor llega a ser más repelente el marido machín asfixiado por sus desplantes vacuos, que el amorfo monstruito de color café, a fin de cuentas tan tierno como el onírico monstruo-Osito Bimbo de La bestia del franco-polaco erotómano Walerian Borowczyk (1975) ya posUbu Rey y plurisatisfactor gracias a un sexo gigantesco (que a él mismo lo haría morir de placer), y sin duda resulta más misterioso el arroyo transportador de las voces y lavadero de los intrigantes quejidos del secreto, que las puntas de falo inauguradoras del relato en un extremo del cuadro con la semidesnuda Verónica abierta de piernas al fondo del encuadre para tu deleite socarrón, o que los falos-anguila que poco a poco adornan las graves visitas subrepticias, más acá del demonio de Posesión del asimismo polaco Andrzej Zulawski (1981) y más allá del bestiario multifebril de Guillermo del Toro (¿La forma del agua de 2017 antojadizamente convertida de antemano en La forma del falo líquido?), por supuesto sin las inquietantes obsesiones pulsionales del demoledor universo mental de aquél ni la inagotable diversidad imaginaria de éste.
La ñerez multifálica coloca en el puesto de mando una templada destemplada factura ejemplar, basada en una realización que respeta los acentos regionales hasta de municipio en municipio guanajuatense, una dirección de arte un tanto apeñuscada de Daniela Schneider, un sonido límpido (de Sergio Díaz y Raúl Locatelli) que choca con toda clase de ruidos inquietantes, una compendiadora edición a saltos (o asaltos) de Fernanda de la Peza y Jacob Schulsinger, y encima de todo una crucial fotografía en la encrucijada plástica-ambiental de Manuel Alberto Claro, haciendo escasear los largos pero sostenidos planos distantes y desdramatizadores supremos del campo al inescrutable estilo del cortometraje miseroextremo Tierra y pan de Carlos Armella (2008) que hacen arrancar cada nueva secuencia, haciendo proliferar cual inevitable estrategia infalible los planos cerrados de las interacciones telenoveleras y sus insinuantes diálogos chabacanos (“¿Te gusta el sexo?” / “A todos, ¿no?” / / “¿Ya lo sabías?” / “Por primera vez en mucho tiempo estoy bien”), y punteando por aquí y por allá las gamas de esos monótonos procedimientos de conjunto mediante una cámara en mano que se abalanza sobre los personajes en las exiguas escenas de acción violenta entre seres humanos cual infalible estratagema simplista, todo ello para hacer pasar las incongruencias de la trama folletinesca, los truculentos efectismos de su construcción como cojo melodrama vergonzante y carente de emoción que se ha disfrazado de fantasía terrorífica, y las incoherencias / sugerencias / inconsistencias que hacen tambalear tanto la verosimilitud como cualquier principio o sensación de credibilidad sensacionalista a secas.
La ñerez multifálica exacerba, satisface el deseo femenino y homosexual por igual y al mismo tiempo con idéntico golpe y trastorno físico-mental, aunque fungiendo finalmente como catalizador y antídoto contra la hipocresía social, pues la invención de ese Cronos va servir ante todo como un castigo, una autopunición ansiada, una punción que debilita, una disminución de vitalidad, una aversiva reacción conductista, una inagotable fuente del deseo que suprime todos los demás deseos, una aceptación tácita del destino manifiesto para desangrarse tumefacto y terminar apareciendo semiahogado a la orilla del arroyo o acabar arrojado como en carretilla en el basurero-sepulcro de Los olvidados (Luis Buñuel, 1950), en rigor, una suma de tácticas como si se tratara de sustituir a la omnidegradante mascarita victimológica de La libertad del diablo de Everardo González (2017), para restar el último asomo de dignidad y valor humanos a todas las criaturas que se le acercan.
Y la ñerez multifálica era simplemente acaso una simple metáfora punitiva de las fuerzas de la irracionalidad arremetiendo contra la incapacidad de las atrasadas criaturas mexicanas para asumir las pulsiones de su propia sexualidad, pero siempre compensada con formidables y retorcidas formas de autodestrucción consentida, en esta crónica imprecisa y nunca franca de un hueco cambio fundamental de vida, y de vida sexual, y de vía, por parte de esa frágil heroína opaca pero juncalmente erguida Alejandra, a quien se le abandona ilesa e impune y envilecida y disminuida recogiendo y abrazando a sus niñitos a la puerta de la escuela (“¿Por qué estás manchada, má?”), luego de volver a medirse desfavorablemente con la realidad doméstico-patriarcal y de nuevo con un arquetipo anterior o posterior a la creación.
La ñerez homoamnésica
En Memorias de lo que no fue (Utopía 7 Films, 116 minutos, 2017), prismático e intempestivo largometraje quickie bien concluido 27 del prolífico hombre-orquesta independiente de nuevo al mismo tiempo director-guionista-editor-fotógrafo-músico (esto último en definitiva bajo el seudónimo de DJ Polodeus) de 46 años Leopoldo Laborde (de Utopía 7, 1995, y Sin destino, 1999, a Cu4tro paredes, 2010, y Piel rota, 2014, más cantidad de filmes inéditos o rigurosamente inconclusos en cada ínterin), siempre muy bien apoyado por su productor-factótum técnico Roberto Trujillo y presentando su resultado un par de meses después cual magna fantasía gay en el 21 Festival Mix Factory de Diversidad Sexual en 2017 (que dedicó una breve retrospectiva-tributo al secreto cineasta más