La ñerez materojete se dedica entonces a capturar y llenar el ojo neófito con acogotantes y acólitas epifanías visuales de momentos supremos como aquel de la pareja de Valeria y Mateo cuando enseñan a andar a su bebita en un atardecer playero cual Adán y Eva adolescentes en un marítimo jardín del edén esquina con Laguna azul (Frank Launder, 1949 / Randal Kleiser, 1980), pero además con otras epifanías menos evidentes como el inaugural coito juvenil en off sobre fondo negro que no será seguida por la obvia imagen de los entusiastas copuladores sino por la anticlimática figura rotunda de la amargada hermana Clara rebanando unos jitomates, la radiante aparición súbita tetas al aire de Valeria cual florentina Venus de Sandro Botticelli plácidamente desnuda en virtud de sus ocho meses de embarazo y seguida por pannings que plantean contrastes en continuum entre interiores y exteriores sin necesidad de abandonar un antecomedor matutino, los planos fijos (“acentuando así el pesimismo de un canibalismo doméstico”, de acuerdo con Carlos Bonfil en La Jornada, 2 de julio de 2017) y abiertos donde el comportamiento de las criaturas interactuantes debe decirlo todo, el discreto / hipócrita oteo del físico de Mateo al ser registrado la primera vez por la codiciosa exasperada sexual Abril en el transcurso de un todoabarcador plano estático al parecer indiferente, el enfrentamiento de la desolada Valeria con Abril (“¿Qué hiciste, mamá?”) tras los cristales de un auto para favorecer una neutra perspectiva inerte del fondo de un vehículo que representa la agazapada perspectiva de nadie, la aviesa caricaturización de la sexualidad femenina activa bajo la atisbada transformación de Abril en dominatrix de petatiux, hasta consumar un totalizador esbozo de movimiento general en retroceso que impide toda identificación.
La ñerez materojete preserva así sus obsesivos dejos definitorios y definitivos de ojeteces ya atribuidas a otras heroínas del machacón femiculpígeno Franco, ojeteces más o menos maternales y menos o más desmadradas desmadrantes: la ojetez pasivamente cooperadora en el incesto gansterinducido y de la brutal violación fraterna posterior antes de casarse como si nada en Daniel y Ana, la ojetez refleja de la chava salvajemente buleada que se atrincheraba en el silencio para que su padre acabara cometiendo un sordo crimen reivindicador en Después de Lucía, la ojetez de la madre conseguidora alevosa de corneas para su hijito encegueciente en A los ojos, o la ojetez del enfermero cuidador falsamente devoto de sus inermes moribundos hasta ser atropellado también él sin sentido en El último paciente: Chronic, pero no hay que preocuparse demasiado, la ojetez gachupina de la madre yogadicta archimanipuladora y seductora compulsiva de Las hijas de Abril jamás irá demasiado lejos, nunca más allá de Mamá nos quita los novios (Roberto Rodríguez basado en la pieza Mamá nos pisa los novios del gallego Adolfo Torrado, 1951) para cogérselos con grave espíritu de seriedad infame y sin gracia neosainetera posible, las ojeteces de una incongruente que proclama las espiritualidades del yoga teniendo en casa a un bebé secuestrado y al amante de su hija, las ojeteces de una envejeciente sexualmente desesperada que se aferra a sus crepusculares atractivos carnales, las ojeteces de una manipuladora compulsiva que utiliza a los demás como meros reflejos y obstáculos de sus deseos, ojeteces paranoicas y narcisistas que ya encuentran subrepticios ecos opacos en la aplastadísima hija obesa acomplejada Clara que ha traído a México a la madre incontrolable por encima de la voluntad de su delgada hermana joven Valeria a la que acaso ha envidiado toda su vida, y sobre todo en ésta que es capaz de urdir una supermanipulación para usar a su galancito Mateo y poder recuperar a su bebé, ojeteces, manipulaciones sobre manipulaciones y más ojeteces como en un cuento de nunca acabar, ojeteces retorcidamente folletinescas y rocambolescas por un obsedido gratuitamente con la ojetez femenina, ojeteces demostrativas de un Franco que “si se las arregla para tomar in fine partido por la joven mamá contra la madre voraz, pena al afirmarse cuando por fortuna deja en el guardarropa sus peores reflejos” en un “film bastante plano, sin emoción” que “pone en relieve lo que se ocultaba bajo sus poses el malditillo del festival: apenas un realizador banal” (Jean-Phillippe Tessé, en Cahiers du Cinéma, núm. 735, julio-agosto de 2017), ojeteces antisublimes y con vocación tan desmitificadora cuan descalificadora de antemano, ojeteces de una heroína neocuzca entre siniestra y funesta nefasta o nefanda, ojeteces de una villanaza de fotonovela binacional (¿como la Maribel Verdú de Y tu mamá también? del futuro ingrávido Alfonso Cuarón, 2001) y su heredera por meritocracia de cuento de hadas: ¿quién era peor, la matriarca bruja del espejo maléfico, la manzana envenenada del sexo femenino desinhibido, la atroz pasividad sumisa del principito patético, o la Blanca Nieves moscamuerta vagamente defendiendo el Derecho de Nacer?
Y la ñerez materojete sacrifica el gusto por la vida real y el hálito de la mirada aguda por el tieso rigor de las imágenes menos inicuas que inocuas, rumbo a la expresión satisfecha de la joven heroína precozmente ojete con su bebita al fin recuperada en una conclusión discursiva en forma de final feliz hollywoodense tan frágil y artificial que suscita el escepticismo del espectador.
La ñerez remordida
En Nocturno (Redia - Dodo Escenas, 90 minutos, 2016), negativamente intimista tercer largometraje del dramaturgo capitalino ganador del premio internacional Sor Juana Inés de la Cruz vuelto ambicioso autor fílmico total de 40 años Luis Ayhllón (guiones previos: Caja negra de Ariel Gordon, 2005, aún inédito, y Familia gang de Armando Casas, 2014; corto debutante: Instrucciones para acabar con la neurosis, 2009; primeros largos: Dodo y La extinción de los dinosaurios, ambos de 2014), con base en su propia obra teatral homónima y flanqueado por sus hermanos Carlo (en la mutable música de fondo) y Rafael (para los cuentos y poemas incluidos), mejor película en el festival del Reino Unido en 2016, el misantrópico anciano víctima de una enfermedad terminal ya sólo interesado en domésticos trabajos de jardinería dentro de su regia mansión centenaria Oliverio Oli (Juan Carlos Colombo decrépitamente repulsivo) ha sido encargado por su mujer para que reviente cuanto antes, en el más radical autoabandono despectivo y echando pestes contra todo y contra todos a la menor provocación (“La bondad es una virtud inútil, es como hablar esperanto”), en manos de la eficaz enfermera cuarentona contratada en un hospital Ana (Irela de Villiers calurosamente revulsiva), quien intenta en vano leerle libros o implicarlo en su impersonal plática doméstica en torno a la desaparición de chavas con cáncer también terminal actualmente asolando a Ciudad de México, pero que atiende cariñosamente por teléfono a su familia, hace enigmáticos dibujos obsesivos para una suprahistorietística novela gráfica, ostenta su cuerpo decorado casi por entero con inmensos tatuajes truculentamente narrativos y pronto confiesa ser en realidad una hija rencorosa del viejo paciente que pretende vengarse moralmente de él, pues según ella la violó y dejó en absoluto desamparo desde su infancia a raíz de la muerte trágica de su madre y de que él, su padre abusador, se cambiara el nombre de Lázaro por el actual de Oliverio, implicando a muchos otras criaturas en su cometido, hasta que la implacable mujer endurecida y correosa, luego de permitir la invasión de la casa por su hija Casandra (Nelly Murillo Tepepa) y otra pequeña, parezca haber logrado aquietarse al cabo de tantos y tontos embates vindicadores excedidos contra una inefable ñerez remordida.
La ñerez remordida se enfoca así en el tema de la venganza, por chorromilésima vez en el cine mexicano con pretensiones o sin ellas, una venganza sagrada que comienza por escupirle su rencor vivo e imponerle su presencia al ahora inerme varón que sin mostrar mella alguna, niega los cargos, la repele y trata de correrla por todos los medios y se encierra en el baño para no verla, insultándola con acritud furiosa, pero pidiéndole perdón a la mañana siguiente; una venganza reforzada por las numerosas visitas oportunas o inoportunas, pero siempre culpabilizadores, de otros dos hijos de Oli: el calvo cuarentón Luis 1 (Ari Brickman), quien se apersona prematuramente a reclamar la herencia de la casa, con un humor estrafalario fuera de lugar, al lado de su Licenciado (Arturo Vinales) y una buenona Rita amante callada de ambos (Laura de Ita compensando su silencio con visajes de Reina Chula pasmada), y el hirsuto Luis 2 (Mauricio Isaac), quien llega a manifestarle sin tapujos al vidrioso vejestorio un odio acendrado por sus continuos abusos sexuales cuando niño indefenso (Carlos Antonio Frías Rico); una venganza documentada, corregida y aumentada por medio de tenaces actualizaciones a base de dibujos y animaciones traumático-literarias que involucran al TVgalán Jorge Armando Lafayette (Jorge Luis Moreno) y una venganza bien concertada que rebasa de manera avasalladora y apabullante los