Y la ñerez insatisfecha no arriba dolorosamente a un final infeliz realista cualquiera, sino a un todosublimador pero forzadamente sonrosado y sonriente final feliz, puesto que un año después de lo narrado, puede por fin desplegarse viento en popa el opulento romance arbitrario y arbitrado entre la viuda alegre Luisa y su impune pretendiente pianista Sebastián en el bar del suntuoso hotel guanajuatense San Diego, celebrando así el triunfo del capulinazo / neocapulinazo, la primaria comicidad verde picante blanqueada con alma de urinario y chistes de pedos, la mediocridad de la vida provinciana y la incapacidad vencida para disfrutar del instante, tras una tiránica ronda de estereotipos intragables.
La ñerez sospechosista
En Me gusta pero me asusta, antes Mi padrino (Wetzer Films, 100 minutos, 2017), enjundioso sexto largometraje del cada día más desenfadado culiacanense heterodoxo en Boston y Vancouver fílmicamente formado de sólo 48 años Beto Gómez (El agujero, 1997; El sueño del caimán, 2001; Puños rosas, 2004; Salvando al soldado Pérez, 2011 y Volando bajo, 2014), con guion suyo y de Aurora Jáuregui y Alfonso Suárez a partir de una idea original del actor protagónico Alex Speitzer, la afeada y tímida exniña disfuncional chilanga víctima de temprano bullying Claudia (Minnie West con gafotas y perpetuas mechas de pizza) ahora nini sin rumbo existencial y sospechosa de negociante inútil al verse forzada a trabajar en la agencia inmobiliaria de su architolerante padre Don Gerardo Aguilar (Hernán Mendoza bonachón hasta la mansedumbre) a raíz de haber sido asaltada por un envidiable ligue ocasional llamado Eric (Renato López guapísimo: “De que era encantador era encantador”) en el depto que comparte con la argentina ojiverde María Belén La Boluda (Camila Selser sobreactuando más que En la sangre de Jimena Montemayor) y el joven gay desinhibido Serge (Jorge Caballero amanerado a la antigüita), es de pronto contactada mediante celular como primer cliente, interesado en una mansión de seis alcobas con jardín y piscina donde vivió Pedro Infante, por su perfecto homólogo ranchero, el delicadito y tímido exniño disfuncional sinaloense Brayan Rodríguez (el mencionado barbilindo de botas y bigotito Alex Speitzer) desde siempre sospechoso de inversión sexual, por rechazar de cuajo los valores hipermachistas del Clan Rodríguez que lo cobija y sojuzga, por disfrutar cual alucinado postulante a chef con la esmerada preparación personal de sabrosos platillos en lugar de sobresalir en peligrosas actividades viriles como su carnal apenas mayor ya practicando con suprema habilidad la suerte ecuestre de El Paso de la Muerte en los jaripeos Júnior (Carlos Speitzer casi idéntico a su hermano en la vida real), y por no atreverse a arrasar con las rancheritas guapas, sólo habiendo bailado a saltitos una vez en brazos de su edipizante madre sabia Martina Zazueta (Lisette Morelos dulcísima), quien lo educaba para “hacer lo que usted quiera”, pero falleció muy pronto en un sospechoso avionazo, quedando el infeliz ingenuazo Brayan a merced de los atrabiliarios caprichos de su recio padre viudo apenas tolerante a regañadientes Don Gumaro Rodríguez (Joaquín Cosío tan atravesado y Cochiloco carotón como de costumbre), de su ruda abuela abofeteadora Silvana (un Roberto Espejo transgénero no obstante dentro de la tradición de la mandona Sara García de Los tres García del inimitable Ismael Rodríguez, 1946), y last but not least el empistolado tío padrino recién llegado del norte con impecable atuendo negro Norris Zazueta (Héctor Kotsifakis de sombrero feroz hasta en la sopa para robarse la película), a quien ha sido encomendada la regeneración del muchacho virilmente descarriado, ahora que el infatigable pariente desea extender sus dominios hasta la capital del país, conquistarla y apoderarse de ella en secreto, a bordo de una imponente camioneta-tanque oscura y flanqueado por dos folclóricos guaruras ensombrerados de torva mirada y greñas largas (Rodrigo Oviedo y el también realizador Agustín El Oso Tapia), aunque el exquisito sobrino tutoreado se conducirá bastante bien solo y acompañado, y con suficiente audacia ligadora, a la hora de enamorarse a primera vista y a primer fajo de billetes, de la impresionada-shockeada Claudita, para volver a verla con el propósito de rentarle una bodega gigantesca, enviarle con sus secotes guaruras milusos un aparatoso ramo de rosas coloradas, ser invitado por ella a tomar café en un mamoncísimo lugar hípster Le Chic, llevarle serenata cantándole él mismo su más bello bolero desafiante bajo la lluvia (“Si nos dejan”), penetrar gracias a las propinas del padrino bragado en una disco superexclusiva con cadenero cancerbero discriminador a la puerta (Gerardo Albarrán), robarle un apasionado beso muy bien correspondido a la chica de sus sueños, amanecer antes que ella con tal de prepararle un suculento despertar (“Ay, ¿estaba incluido el desayuno?”), provocándole una sorpresiva envidia a los dos roomies de Claudia, así como la terrible sospecha, que todo simula confirmar con creces, de que su queridísima amiga cándida se ha enamorado y caído en las garras de un narcogalán que amenaza su seguridad y la de todos ellos, intentando que se aleje de él en mil formas, dificultando el arribo del final feliz en este portentoso y potentado despliegue dispendioso del más jugoso despliegue de ñerez sospechosista.
La ñerez sospechosista consigue sin dificultad aparente que su comedia ranchera sofisticada sea sometida y se acoja a una diestra estilización superelaborada, por el humor autoirrisorio del Beto Gómez de Puños Rosas y Volando bajo a lo máximo que ha alcanzado, para dar una constante impresión de frescura y espontaneidad extremas, a un extemporáneo nivel recuperador de la clásica screwball-comedy hollywoodense de beisbolero efecto tirabuzón, la siempre recuperable comedia boba con chavo bobo y chava aún más babas con sus insolentes cabellos escarlata colgantes, en una obra maestra de ingenio y falsa inocencia y lozana agudeza que parte de los estereotipos y lugares comunes de un supuesto género actual de narcocine, con El infierno de Luis Estrada (2010) y Miss Bala de Gerardo Naranjo (2011) o el mismísimo Heli de Amat Escalante (2013) a la cabeza, para volverlo del revés, hacer escarnio de él, y poco a poco después, sin alarde añorante alguno, venir a entroncar con el viejo cine mexicano, vuelto consciente, deliberado, placentero e inmarcesible, pues aquí nuestro aspirante-sucedáneo de Pedro Infante cantor, en efecto ocupando la mansión alocada de Escuela de vagabundos y de la rica heredera de El inocente (Rogelio González hijo, 1954 y 1955, respectivamente), ya ha logrado deslumbrar, seducir y conquistar el corazón a la güerita oxigenada Marga López de Los tres García con apariencia de espantapájaros multicolor de Corre Lola corre (Tom Tykwer, 1998) para que ella pueda exclamarles por celular a sus cuates “Estoy en Un rincón cerca del cielo”, sintiéndose en efecto tan arrobada como la misma Marga López con su misma pareja en el film romántico del mismo título (del mismo Rogelio González hijo, 1952), y entonces ya puede nuestro Alex Speitzer dejar de apuntar juguetonamente su pistolita hacia el espejo a lo Robert de Niro de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), para irse a rebelar in situ contra el untuoso émulo del Marlon Brando en El padrino (Francis Ford Coppola, 1972) que le tocó en suerte, al interior de este Idilio roto de Tillie (Mack Sennet, 1913) vuelto como calcetín desde que vio a su Cameron Díaz forzada a desafinar en el antro karaoke de La boda de mi mejor amigo (P. J. Hogan, 1997), y ponerse a perseguir sobre su caballo a la indecisa rejega timidísima dueña de su corazón que huye de sí misma por el camino de terracería a bordo de un taxi manejado con sonrientes dudas, pues aquí lo lúdicro cinefílico se ha convertido en inteligencia adicional, supraconciencia suplementaria del relato o haz de microrrelatos, reelaboración de la experiencia grupal, asunción estilizada de lo conocido (incluso los resortes cómicos a base de malentendidos saineteros: no sabiendo Brayan las razones del repentino rechazo de Claudia, tenaz labor de zapa de los apanicados roomies a sabiendas de que “A los narcos no puedes decirles que no”), referencia cultural que religa casi religiosamente con la comunidad (“En mi familia cada día se vive como el último”), entroncamiento con la producción de las fantasías compartidas, a su modo liberado y liberando una suprema deriva imaginaria de los grandes sueños neofeéricos colectivos (“¡Caray, hasta parece película de Pedro Infante, verdá de Dios!”, exclama sin poder reprimirse más el taxista antes perseguido).
La ñerez sospechosista concibe su enorme eficacia plurinarrativa-estética gracias a su etéreo tono ligero y fingidamente iluso y elegantemente jocoso, a las imágenes sutiles del habitual fotógrafo gomeciano Daniel Jacobs, a la capacidad para urdir brillantes síntesis secuenciales (en el antro karaoke rojizo, en la fiesta tequilera