La ñerez homoamnésica exacerba los orígenes de cierta forma posible de homosexualidad surgida al azar de una voluntariosa atracción incipiente y de una entrega incondicional, de una abulia aparente (“Una cosa es que no pueda saber quién soy y otra que no sepa lo que quiero”), así como de angustiosas prácticas y posturas pasivas, sólo interrumpidas por el solitario hurgamiento admirativo y casi envidioso en las fotos del compañero al lado de otros ligues apuestos y demás felices romances viriles, con insinuaciones enérgicas por parte del proveedor, timidez absoluta y curiosidad por parte del desconocido, acercamientos corporales, convencimientos, rechazos y dejadeces mutuas, cercando y reciclando todas las posibilidades de las fassbinderianas líneas de fuerza entre dos (“Vístete, ya no vamos, ¿te vistes tú o te visto yo?”), aparte de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, humillando al otro como perro (homologado con un auténtico can: “Se llama Doggy”) por dormirse en el suelo sin atreverse a acostarse a su lado en el lecho (“Si ahí te vas a quedar, al menos ládrame; cómprate una casita como la del Doggy”), perpetuamente en tiempo dilatado, con jadeos que hacen eco a los sonidos selváticos del DJ, pantallas que emiten viejas películas pretenciosas de Hugo Stiglitz, llegadas por detrás, gestos estáticos con la boca llena, visiones al contraluz de la ventana, panoramas de la empobrecida ciudad gris desde el balcón de piedra, cogidas para obligar a salir de sí mismo al otro, cuerpos perpetuos y recurrentes intentándolo ahora al filo de la cama, arrumacos y explícita mostración de penes y coitos brutales que equivalen sin más a cariñitos y besitos que por su parte equivalen a cualquier cosa menos a vías del placer en sí pudiendo serlo además del misterio para sí y de la indagación del emotivo mundo sensible.
La ñerez homoamnésica exacerba las figuras de un minimalismo límite, con casi una locación única: la casa del chavo anfitrión gay, aunque permitiendo numerosas salidas o escapadas breves al exterior, y apenas dos personajes, como solamente se habían atrevido en nuestro cine el fallido 7:19, la hora del temblor de Jorge Michel Grau (2016) y, a un nivel superior, Almacenados de Jack Zagha Kababie (2015), pero sobre todo desde posturas distintas de las adoptadas por estos cineastas, o sea, ni recurriendo al patetismo de un encierro postsísmico, ni magnificando el teatro del absurdo, y al margen de cualquier forma y figura, o gesto y asomo, de hiperrealismo posible, ya que las iluminaciones iridiscentes y las fotogenias ultrasofisticadas y los encuadres duros de la imagen-acción acaban extendiendo el volumen de posibilidades espaciales como un magma en aumento.
La ñerez homoamnésica exacerba las variaciones de una pasión por el cine que son también la exacerbación de la masculinidad, consumadas aquí como un acto persistente, tanto como un arte diestro y sabio, del cuerpo, una manera de ver y contemplar profunda y eminentemente física, una forma de capturar a los cuerpos estremecidos en la semipenumbra, tendiendo y aprovechando la anonimia fundamental de los cuerpos copuladores que habrán de temblar, estremecerse una vez más, palpitar y disolverse, cuerpos no impulsados por el inagotable deseo sin cesar reinventados, como aquellos siempre escurriéndose azotadamente por las paredes que habitan autorreflejantes en los indomeñables cielos siniestros / siniestrados de Julián Hernández (Rabioso sol, Rabioso cielo, 2009, y Yo soy la felicidad de este mundo, 2014), sino cuerpos de Laborde al borde del ímpetu y el contacto incompleto e insatisfactorio, sometidos a una cópula más bien disyuntiva, en la que se observa al chavo con gafas intentando sentir y en vano salir de sí mismo, mientras el otro disfruta su tentativa de dos movimientos tan contradictorios como la esclavitud y la manumisión simultáneas, haciendo de cada impulso un extraño poema lírico sobre el masoquista tema del “¿en quién piensas?”, o ¿en quién pensamos?, o ¿en qué piensas?, o simplemente ¿piensas?, en medio de las largas pausas con la pantalla en negro, el renovado abismo de la desesperación consabida, la pequeña muerte tan implacable cuan impecable, el vuelo del corazón latiendo cuando no sabe ni puede amar, la tristeza sombría de las alas olvidadas y la mueca que igual servirá para detonar el desespero compungido de la falta de identidad que el descubrimiento de la crueldad vindicadora a la hora del destemplado thriller tan deliberada cuan arteramente confuso tras el hábil giro melodramático de la ficción, en medio de chantajes y videos de seguridad y maraña de dealers y tensiones precipitadas al final de la trama superretorcida (un final que nada desmerece junto a los de Sin destino o Cu4tro paredes y Piel rota), o entre flashbacks estroboscópicos (con fondo de La vie en rose cual sicalíptico motivo inaugural) o ya en medio de los pintoresquismos del testimonial histórico zonarrosero invocando a José Luis Cuevas desde la añosa decadencia caricaturesca del dinástico actor-testigo zonarrosero de la gran época (ese flagrante contraste entre la excelencia de los actores principales y la sobreactuación desviada de los secundarios), o entre la misandria filmada a chilazos