La lucidez fatídica practica a su manera descarnada una política temática que se cree extrema. En lo fundamental, para sentirse a la altura de su tiempo, parece bastarle con oponer su descarnadura truculenta a la descarnadura reflexiva de valerosos documentales solidario-compasivos sobre inmigrantes centroamericanos mencionados arriba (La frontera infinita, Lecciones para Aspira), a la descarnadura acerba de la espiral de violencia en frío casi insensible de Heli (Amat Escalante, 2013) y a la descarnadura afectuosa de La Jaula de oro (Diego Quemada-Díez, 2013). Una descarnadura basada en temas actuales, vigentes, indignantes, pero vorazmente reduccionistas, sin más, dados de antemano. Mostraros, hacerlos participar, ennoblecerlos o ennegrecerlos por igual mediante el sentimentalismo y la truculencia sin jamás decir nada nuevo, ni diferente ni esencial acerca de ellos. Temas duros de la espiral de la explotación y la violencia irreversibles por la presencia abusiva de los Ejércitos (mexicano, guatemalteco), huecos, consabidos, desabridos. Rubros a llenar, únicamente por mero afán de cumplir, gravemente esperpénticos y codiciosamente alternantes. Temas altivos, señeros, en tropel o en abonos, con descuento o por descontón. Etiquetas sin pudor ni desarrollo posible, fatalistas, problematizadas desde el tremebundismo derrotista y autoderrotado.
La lucidez fatídica practica a su manera descarnada una política estética que también se cree límite. Punto del alba a lo remedo épico de Kurosawa, desquiciados giros de cámara alrededor del grupo de golpeadores para precisar a cada uno de sus participantes en intercortes casi subliminales durante la madriza-patiza implacable, abandono de cuerpo ensangrentado a la vera del río que para colmo será pasto de cierto top-shot aplastante y más contundente que otra moquetiza y toma voladora en el abordaje al tren. Obviedad expresiva de cine de acción serie B mundialmente estandarizada, sin ritmo ni medida, para narrar devastaciones que se sueñan convencional película bélica trepidante ubicada en Sarajevo o en seudoequivalentes conflictos en apariencia tripartitas entre mercenarios-Georgia-Osetia del Sur tipo Cinco días en guerra (Renny Harlin, 2011). Barroco cabaret de abigarradas atmósferas rojizas, ubicuidad de la zona franca de Ciudad Hidalgo, tomas-ojo de la cerradura desde un su modo sorpresivo frontground desenfocado. Suspenso con montaje retrosoviético en el encendido de los botes-hogueras de la pista de aterrizaje clandestino. Cámara en mano para hacer emocionante el ataque al campamento, montón-shots en tumultos agitados presuntamente mentales y memoriosos para dar resumidas cuentas del innatural lazo fraterno-genital entre Sabina y Jovany con derecho a su respectiva hornacina voluntaria e inmoladora pero todopurificante de cine denunciador neoecheverrista, slow motion para la carrerita escapatoria de Sabina hacia la cámara e interminable panning aéreo, a lo virtuosístico remate inoportuno ultraespectacular tipo En el hoyo del autosaboteado Rulfito (2006), sobre el río Suchiate, esa línea divisoria entre dos mundos idénticos cual franja de nadie y tierra baldía perfecta, con dos pueblos deseándose, fallidos y crueles a ambos lados, enfrentados y separados a la vez, sólo dignos de la piedad de unos incipientes rasgueos de guitarrita. Final sin fuerza y desinflado en más de un sentido, a base de una gratuita acumulación de acciones violentas y mortandad incontinente sin contundencia en medio de una inconsistencia sin pertinencia, dando como resultado, por falla de sobrecálculo, una denuncia que está incurriendo en aquello mismo que denunciaba, con la misma vehemencia brutal, cual variable negativa y dependiente de lo que exponía y cultivaba con tesón creyendo así catárticamente conjurarlo.
La lucidez fatídica sabe cerrar a lo abyecto misógino su fábula de fábulas temáticas. Luego de cerrar con un beso del adiós romántico la boca del hermano-enamorado moribundo y de correr con frenesí lastrado desde la chamusquina del Valhala hacia el objetivo de la cámara, Sabina se sentará a la mañana siguiente sobre la grava fluvial, llorará en big close-up, emprenderá una nueva carrera en paroxístico dolly lateral de regreso al Tijuanita y penetrará satisfecha en ese refugio todoprotector, su vientre materno, su Castillo de la Pureza, su derrota y su impotencia al fin asumidas, sin darse cuenta de que su resistencia era su último impulso vital.
Y la lucidez fatídica era por superabundancia hollywoodesca una desbalagada y demasiado polar historia anerótica sin coherencia dramático-narrativa y a fin de cuentas sin pasión antirrepresora.
La lucidez light
La inocuidad se ha vuelto light... y otra cosita, porque, en fechas recientes y con aspiraciones de predominio para recuperación en la cartelera comercial, salta a la vista una propensión de las cintas mexicanas a lo ligero y a un empobrecimiento de los temas y soportes argumentales de sus historias, una elaboración cada vez menor, deliberadamente cada vez menor de los incidentes esquemáticos a relatar, cual si se tendiera conjuntamente a una forzada, aunque a veces conseguida, ilusión de lucidez evanescente y autodestruida, hasta resultar una lucidez inane, inerte y profundamente babosa, una terca y polimorfa lucidez light.
Lado A: La lucidez light chocolatera
En Me late chocolate (Mubi Films - Eficine 226, 100 minutos, 2012), simpático sexto largometraje como autor total pero con fines meramente comerciales del comediógrafo-argumentista-productor-director-coeditor chilango de 50 años en México y Estados Unidos formado Joaquín Bissner (¡Aquí espantan!, 1993; Santo enredo, 1995; Un baúl lleno de miedo, 1997; ¡Que vivan los muertos!, 1998; Mosquita muerta, 2007), la guaposa chava rica estudiante de alta repostería por adicción al chocolate Mónica Ballesteros Moni (Karla Souza graciosísima) padece con sorprendente paciencia los arrebatos celosos y posesivos de su guapo novio archicontrolador Xavi (José Luis Moreno), a quien exacto la noche en que le propondría matrimonio con el anillazo encima de un trozo de pastel de chocolate, se excede en violencia con un mesero vengativo (Ariel Galván) y acaba pereciendo a causa del incidente, por lo que Moni se queda doblemente traumatizada, no respondiendo por mucho tiempo a los intentos de distraerla de su invención de un nuevo chocolate quitapesares como tesis profesional y de hacerla salir con nuevos galanes, a que la orillan tanto su despistadazo padre viudo (Rodrigo Murray) y su madrastra eromanipuladora Pily (Mónica Dionne), como sus confabuladas amigas Nadia (María Aura) y Lety (Begoña Narváez) dependienta de Liverpool, y hasta el vetarro chofer metiche Edgar (Edgar Vivar el Señor Barriga) que la llevará a una cura esotérica con su sobrino charlatán Apolonio el Chamán (Jorge Zárate) que también tratará de violarla, pero cuando al fin logre interesarse por algún prospecto, como el simpático primo de Nadia muy conquistador Lalo (Marko Ruggiero) o cierto buenaonda nadador fortachón con auto (Carlo Guerra) o cualquier chavo de disco o invitador de barquillos con nieve, el fantasma del exgalán se le aparecerá de manera inoportuna en cada ocasión, para echarle a perder sus ligues, y no será sino gracias a la tenacidad del guapo asesor de tesis chocolatera también aficionado a volar en globo aerostático Alejandro Estrada Alex (Osvaldo Benavides), y pese a diversas vicisitudes nefastas y tropiezos, que Moni logrará salir de sí misma, conjurar las visitaciones de su exprometido desde el más allá y aceptar por fin su condición de mujer enamorada y apta para la dicha en pareja.
La lucidez light chocolatera ejerce con sagacidad y de manera muy excepcional en la screwball comedy a la mexicana un humor a punto de, siempre a punto de, a punto de la obscenidad, de lo salaz, de la vulgaridad, de lo macabrón, del exceso y de la incontinencia, un humor entregado a la sugerencia, a la simple insinuación, a la retención, a la contención, a la fantasía mitad gozosa mitad frustrante y al interruptus,