La lucidez del cine mexicano. Jorge Ayala Blanco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jorge Ayala Blanco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9786070295065
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elevarla a ideal que rompa tanto con el acto fallido como con el acto gratuito. Érase la infidelidad como un desafío a la virilidad avasallante, ahora instalada en la sinuosa prepotencia de la debilidad posmachista, y como una supuesta reivindicación del derecho femenino a tener otras experiencias enriquecedoras y tan alivianantes como ésa. Y érase una decisión de infidelidad femenina que iguala identificatoriamente con la antigua querida permanente de casa chica por 33 años (“No sólo lo entiendo, lo respeto”), muy por encima de la primera reivindicación de la institución de la Casa Chica, en la figura abnegado-autosacrificial de asistente-amante Dolores del Río del doctor conyugalmente subsumido Roberto Cañedo en La casa chica de José Revueltas-Roberto Gavaldón (1949): tarde, muy tarde, tarde en demasía, pero segura.

      La lucidez infiel finge arremeter contra el canon (de la fidelidad), empezando por la idea misma de él. Por ello, se siente obligada a presentar las diversas definiciones académicas del vocablo Canon como epígrafe de la ficción en sí. Canon: regla o precepto, catálogo o lista, norma de las proporciones de la figura humana conforme al tipo ideal aceptado por los escultores egipcios y griegos, modelo de características perfectas, y así. Los conceptos de canon como ofrendas, guía, interpretación anticipada y cielo al que deberán ser emitidos y remitidos todos los actos y situaciones ofertadas. Sin contradicciones ni paradojas, careciendo de humor o ironía, con solemnidad, de manera aproximada y mediocre, indesbordable, tautológica y esquemática, como lo es la película en sí.

      La lucidez infiel cree firmemente en la preeminencia, la permanencia y la recurrencia de los traumas infantiles (“Los fantasmas del pasado siempre vuelven”). Tanto como en la necesidad para explicar mediante ellos y en exclusiva el comportamiento de los personajes, para definirlos de una vez y por siempre, porque de ahí no se me salen. Tanto como en la proliferación de esos traumas en espejo y a modo de pérdida insustituible, pues la muerte de cada progenitor, el de Mariana como el de Julián, provocarán en ellos decepción y necesidad de autocastigo, de manera irremediable. Tanto como en el destino fatal de reproducirlos de generación en degeneración, así como en la moralina de llevarse entre las patas a los hijos a consecuencia de la irreparable consecuencia de esos traumas llamado divorcio o estallido del matrimonio ideal o autodestrucción por irremisible rencor hacia los padres (una separación de los cónyuges tan terrible como el divorcio en el cine mexicano de los años cuarenta-cincuentas o el de cualquier telenovela arcaica o actual). Traumáticas preeminencia, permanencia y recurrencia malditas y benditas a un tiempo, cuando dejan de perturbar haciendo que “cada pedazo de vida se nos vuelva un frente de guerra”).

      La lucidez infiel cree en todo momento estar apostando por la distinción per se y por distancia elegante al narrar la disolución de una pareja opulenta. Como si se tratara de la inteligencia hollywoodense de William Wyler dirigiendo en 1936 Mujer, marido y amante / Dodsworth (con base en una adaptación teatral de la novela homónima del olvidado premionobel estadunidense Sinclair Lewis), pero aquí los personajes representados por deficientes actores telenoveleros carecen de convicción o grandeza o regia densidad o de la mínima donosura requerida dentro de una afligiente falta de relieve dramático, las profusas cadenas de flashbacks introducidos con liricoides efectitos evanescentes desvían el interés, inoportunas explicaciones tan supuestas cuan obviotas cuando no obviables dañan la consistencia narrativa, las locaciones lujuriosamente rutilantes no superan un promocional para hacer turismo inolvidable los lugares encantados (la brumosa Cuetzalan y demás, con letreros identificadores y fecha) de una inusitada ricura de Puebla Mágica, los recursos del zoom sincopado sobre las criaturas acezantes y de la cámara agitada en la mano para las secuencias de peligro revelan una valoración muy elemental de los procedimientos expresivo-narrativos, el inalcanzable refinamiento de clase se resuelve con choques nocturnos de copas champañeras para propiciar el faje sobre copas de copeteados senos en ristre, la ausencia de complejidades morales y de audacia para lograr tonos agridulces se tornan flagrantes, y las nostalgias premodernas / posmodernas de un cine aseado echeverrista a destiempo no descubre fijaciones literario-culturales sino vetustos narcisismos añorantes perpetuando una aspiración fallida a cultivar cierto tipo de film narrativo seudoclásico-antinuevaolero que acaso en su época hubiera valido la pena.

      La lucidez infiel tiene como constante preocupación significativa la imagen fija vista por la imagen en movimiento. Hay un intento de estructurarlas para elaborar un principio de discurso analítico (“Vives de captar instantes, pero la vida se va en un instante”) porque se trata de mostrar que te destroza mi destreza para desastrar lúdicamente el lenguaje conceptual de antemano destrozado. Hay una colección de fotos de infancia de Mariana que Julián recupera para elaborar un montaje de cumpleaños porque “Es lo único que no tenía de ti”, cosa que molesta enormemente a la mujer, quien se siente atraída por el ingeniero también casado y con hijos adultos mucho mayor que ella porque “Le sientes la mirada”. Hay tres impactantes fotografías producto peligroso y voyerista de una sábana cubriendo cual velo mortuorio a la víctima de una matanza, aldeas diezmadas ante la impotencia del ejército o el doloroso saldo de las atrocidades de un operativo policial, de súbito reciben pies de imagen / grabado tan elocuentes y candentes como “Inesperada soledad...”, “La vida no vale nada...” o “El pan nuestro de cada día...”, respectivamente y a distintos rangos astringentes de la risa loca. Y por último, hay toda una iconografía de escenas reminiscentes y sentimentales clave, como la esposa recostada en la espalda masculina durante sus presente / pasados trayectos en moto, o negándose a ir a copular al depto de divorciado de su marido en la eventualidad reconciliadora (“Soy tu esposa, no tu amante: puedes volver a casa cuando tú quieras”), pero luego regresando a brindar con toda la familia por una reunión duradera, sin dejar por ello de probar su poder como individuo autónomo en una infidelidad consentida entre besos (“Eso no pasó” / “Sí pasó”).

      La lucidez infiel extiende sus tentáculos hacia la universalidad. Sean peras o sean manzanas o naranjas, sean peras del olmo o manzanas podridas por la discordia / concordia o el amor por tres naranjas, acomplejada en esencia y maltrecha en su derrotero melodramático, Canon (fidelidad al límite) redefine pese a todo y en última instancia omnipermisiva a la infidelidad conyugal como algo inevitable (“Recuperar el tiempo, porque la vida es corta”), como un problema ridículo ante la desatada franqueza sexual de la juventud promiscua (“Por favor deja de faltarme al respeto”) con pedos mentales (“Todos los viejos son ojetes”) de otro tipo que sus progenitores (“Con las piernas abiertas, pero no pude”) y como un impulso al que debe cederse, séase hombre o mujer, al mismo nivel y en aras de la procuración de la libertad de una mujer contemporánea que lo es porque desafía prejuicios seculares y rompe estereotipos inmediatos, tan sencillo como eso, antes de que la ternura neonupcial deje de discutir las consecuencias de sus roles de prepotencia / poder / impotencia, apagando por fin la luz.

      Y la lucidez infiel era por coraje sobreviviente una contradicción y un acuerdo de compromiso entre el melodrama crítico y la autocensura.

      La lucidez fatídica

      Son territorios peligrosos, igualmente infestados, como todo lo que los rodea.

      En el punto del alba y a la impune intemperie protectora del río Suchiate, exacto entre el poblado guatemalteco de Tecún Umán y El Palmito mexicano en el cruce de la frontera sur conocido como Ciudad Hidalgo, se dibujan a lo lejos contra otro sol naciente una hilera de miembros tatuados de la atroz Mara Salvatrucha, a quienes guía un completamente tatuado Jefe Mara Poisson (Argel Galindo) dueño del único machete presente, rumbo a un recodo fluvial donde habrá de escucharse el henchido desafío del discurso temible que lanzan a los cuatro vientos las manos autoafirmativas haciendo la señal de los cuernos manteniendo los brazos en cruz (“Órale perros, nunca, jamás de los nuncas vamos a apoyar a nadie que no sea de nuestra clicka”), antes de que todos se lancen en bola para decidir a golpes y puntapiés si el joven charrúa Jovany (Fernando Moreno) es digno de ser aceptado entre ellos (“Saludos al perro que va a entrar, si tiene los güevos bien puestos pa’no rajarse”), cosa que se logrará, con creces, hasta dejar ensangrentado el rostro inane del postulante semihundido en un charco algo tan tajante y elocuente como los brutales despojos que poco después, pero cotidianamente, en despoblado o incluso dentro de celdas carcelarias, harán esos mismos tatuados de las pertenencias de los aspirantes a cruzar tan ansiosa cuan esperanzadamente