La justeza del antisuperheroísmo remite sin confesarlo ni restregarlo a otras ilustres genealogías. No sólo están presentes las evidentes referencias aventureras a la obra maestra de Cervantes. Mucho más veladas están las que remiten, tan recóndita y en clave cuan denodadamente, a la novela pastoril española y francesa del siglo barroco (la Diana de Montemayor, la Astrea de D’Urfe e incluso la Galatea del mismo Cervantes), a los géneros preciosos y a la narración idealista precaballeresca. De ellos parecen provenir la sensualidad sumergida pero exacerbada que lleva perentoriamente a un misticismo ascendente / descendente, si bien pasando por la honesta amistad, surgida de la estimación instantánea y fundada sobre el mérito, la complicidad y el temor; el idilio insípido que se cree análisis amatorio y amor loco avant la lettre; la sustitución de la capa y la espada por el plomo y los plomazos al menor motivo o sinrazón; las numerosas intrigas que se entrelazan, mucho antes que nadie pensara ni concibiera ni proclamara la hegemonía de las Vidas cruzadas (Robert Altman, 1993); el desdén por la lengua y el lenguaje fílmicos comunes (con su realismo en primeras o segundas instancias); el castigo satírico a toda suerte de refinamiento per se (abstracto o altocultista); los tópicos de la historieta y la ciencia-ficción populares manejados como una jerga particular cualquiera, y por supuesto, el gusto entre delicioso y maniático o atávico por las proezas más grandes que la naturaleza que deben realizar los superhéroes infraheroicos, tanto como las pruebas que deben atravesar los amantes para estar juntos, más allá de malentendidos, azares, maldiciones, hechizos y contiendas armadas o a puño o a costalazo limpio.
La justeza del antisuperheroísmo multiplica incansables inalcanzables alusiones cultistas u ocultistas por igual, cual si tendiera trampas para demostrar su diversificadora vivacidad ante ella misma. Trama que nunca acaba de arrancar ni de presentar atiborradoramente nuevos personajes con nombre, edad y profesión. Diálogos rimbombantes de historieta (“¿Está preparado para lo peor?” / “Lo peor es mi segundo apellido”). Fotografía manierista del veterano excuequense Arturo de la Rosa. Escenografías decoradas con paredes-diorama. Iluminación irrealista con luces crudas emitidas hasta por el mobiliario. Pantallas divididas para adorar / desafiar a la acariciable estatuilla repulsiva de la Santa Muerte en el mercado o leer la apabullante tarjeta de visita de Sacro o TVentrevistar a compradores compulsivos de supermercado con escenas de catástrofes bélicas. Tugurios y escaleras expresionistas aunque de colores rutilantes. Guarida-baticueva-bunker palaciego de Sacro bautizado con un callejero 666. Reiteraciones cabalísticas del 7 hasta en la cifra del cheque abierto que apenas recibido hace arder el héroe para demostrar su incorruptible desinterés idealista (que lo presenten con Bella).
La justeza del antisuperheroísmo sólo existe en función de la arbitrariedad, la anarquía y el disparate. Arbitrario de un dédalo de absurdos y un laberíntico túnel del averno ficticio que rebosa y emite despropósitos cual escupitinas conceptuales. Anárquico pesadillesco y desbocado, lleno de saetas de todo tipo: históricas (mensaje hacia el más allá: “Que chinguen a su madre los talibanes”), culturales (chal palestino para acometer el sacrificio humano, omnipresencia de la marca Ultrasándwich hasta en las casetas telefónicas al modo de Telcel), ideológicas (“Para mí la única civilización que existe es la del mercado”, afirma con preclaro orgullo Dominio), éticas (“El bien y mal son la misma maldita cosa”, espeta en su TVintervención Pablo Pedro usurpando el lugar de Pedro Pablo), políticas (atraco a mano armada usando máscaras hermanadas de George W. Bush y Saddam Hussein) y sociales (manifestación en la comandancia policiaca de sexoservidoras unidas que jamás serán vencidas). Disparate de inverosimilitudes contundentemente puestas en escena en 68 locaciones distintas de Bogotá y el DF más los alrededores de ambas ciudades aquí irreconocibles, con mordaza y envío, sincréticas, crispadas e intercambiables. Así se socava el relato al tiempo que se simula desarrollarlo y construirlo. Una trama clásica despatarrada y vuelta del revés, un cuento de hadas destripado y roto en una de las películas más libres y fracturadas que ha ofrecido el más audaz e inasible cine mexicano actual, sin miedo al ridículo y con buen estilo paródico, enorme capacidad de imagen, fotogenia con vapores azufrosos, peligros góticos hipermodernos (hipermediáticos / hiperindividualistas / hipercomplejos), categórico tratamiento polifónico, desvariante irremediable humor masoquista y gracia hipotética. Así la grotecidad se vuelve a apoderar, pero ahora voluntaria y suicidamente, de un filme del consistente y siempre imprevisible original Oscarín Blancarte, regresando a su inicial Que me maten de una vez (1985), aunque a un nivel expresivo innegablemente superior, hasta el desperdicio intolerable.
La justeza del antisuperheroísmo disemina con notable falta de tino subrepticio ciertos rasgos cruciales de narcogracejadas próximas al narconirismo. Narcosuicidio desde las alturas de unos femeninos zapatos rojos bajo una lluvia de característicos polvitos blancos en lugar de nieve. Narcoinvocaciones continuas al culto de la Santa Muerte, patrona indiscriminadora de los delincuentes, los asesinos y los narcos. Pasos homicidas y dogmáticamente esotéricos para lograr que la muerte les pele los dientes, muy al modo juarense de una narcoiniciación criminal. Baño en la sangre que volvía invulnerable al legendario Sigfrido, ahora convertido, para el narcoestragado Sacro y su narcocínico amigo Caos, en un ávido cocazo narcosniffeando varias líneas polvo de ángel, quedando ambos narcodesmantelados, prácticamente aniquilados, en agonía. Narconerviosismo durante los saqueos urbanos de un archiagitado comprador compulsivo (Julio Escallón) que grita narcoimproperios ultracalderonistas (“Esta guerra es una confabulación de los negros con los latinos para acabar con Latinópolis”) a nuestra Bella TVentrevistadora en los pasillos del supermercado prácticamente sujeto al saqueo. Y así sucesivamente, echando narcobaba por las bocas a dúo en la ambulancia y rizando a escondidas demasiado evidentes el narcorrizo enarbolado desde el narcotítulo mismo del filme.
Y la justeza del antisuperheroísmo era ante todo una película-objeto inaguantable y casi inexhibible (sólo en una cuarteta de inaccesibles cines periféricos por decisión del Dominio de las cuatro exhibidoras dominantes), un sucedáneo magnífico del superochazo nostálgicamente omnirreverente (tipo Un toke de roc de Sergio García, 1988), una joya ignorada del cine-geek que deliberadamente destaca con hedor propio en la banda adulta allí donde sólo habían logrado hacerlo entre pedo y pedo coproinfantilistas productos infantiles con infantes para infantes como La piedra mágica (Robert Rodríguez, 2009), una antípoda de las fábulas alegóricas en vena indigenista naïve a la Corkidi (de Auandar Anapu, 1974, a Las Lupitas, 1984) o simbólicas de pastorela (Santo Luzbel de Miguel Sabido, 1996) o mágico-esteticista (Historia del desencanto de Alejandro Valle y Felipe Gómez, 2000-2005), un irritante atropello al arte posmoderno con mayúscula y a la imaginación común (con mocos y a lo loco, hubiera escrito el exigente colega argentino Juan Pablo Martínez de El amante), un infame parathriller metafísico a huevo y seudotrascendente a nivel hermanado con el de las fechorías mexicanas de la ETA Todos los días son tuyos (José Luis Gutiérrez Arias, 2007) pero cuánto menos cretinosolemne, un filme-migraña perfecto que rompía el récord de impeler a abandonar la sala desde los primeros minutos y a sostener ese inefable impulso autodefensivo hasta su conclusión de conclusiones periodísticas posrelato en las ocho columnas del símil verosímil Latinópolis News, una reinvención del esperpento (¿un neoesperpento de butifarra?)