La justeza de la rabia martirizada consigue que, bajo el influjo de la mano divina el amante abra la boca, se remueva, entreabra los ojos, los entorne y torne a gatear (“No tengas miedo, no estás solo, yo soy la luz”), antes de que el sol desaparezca y emerja de la cueva en la deslumbrante luz sobreexpuesta, cargando el cuerpo del amado. O bien, que Kieri nade en el fondo del lago y el trío nade bajo la superficie, antes de que Tari saque la cabeza del lavabo y, en otra dimensión, armónica y doméstica ésta, su rival también lo haga para conseguir, en una feliz reunión, besar los muslos de Ryo redivivo, la cámara retroceda y descubra a los otros a la vera de la pareja dichosa, el arracadas permisivo Tari junto al marco de la ventana y la deleitosa pensativa aunque sentenciosa Tatei del vestido listado en el balcón (y con voz grave de Diana Lein fuera de campo), también dichosos y sonrientes (“Brilló en medio de la oscuridad, y apareció el día. Ahora todo es claro, querido, no impuesto por el destino”).
Y la justeza de la rabia martirizada era ante todo un extraliterario menosprecio de ligue y alabanza de pareja, una suma de intensos momentos fílmicos sobresignificativos casi autónomos, una relectura distendida y sobreentendida del mito de Orfeo y Eurídice en los infiernos de las ánimas en pena, un paréntesis abierto entre el sol y el beso, un reparador ejercicio de resurrecciones sucesivas, una transfiguración sostenida como exitosa práctica homosexual, sin duda una lapidaria obra maestra poética del cine amoroso (y gay) mundial.
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