Fracasarán todos los intentos de la psicóloga por darle a la pequeña la comprensión y afecto que ella misma necesita, por hacerla interesarse en las clases de raíz cuadrada o las capitales del mundo, por atraer su atención hacia paseos que terminan en peligrosos campanarios de iglesias derruidas, por alejarla de su mundo interior / exterior ya contaminado de malevolencia e involucrado en la magia negra. E igualmente fracasarán las tentativas por auxiliarla del padre atribulado, aunque bien servido por la machista pareja de fieles contrapuestos criados supersticiosos compuesta por Soledad (Marta Aura) y Germán Ortiz (Enoc Leaño), visitado por el apuesto amigo medio pintor medio faceto Carlos (Guillermo Larrea) que se prendará inútilmente de la maestrita encapsulada y se consolará reproduciendo en un lienzo la figura de la estatua que le costará la vida en un trágico y misterioso accidente automovilístico, cuando su amigo el propietario Alejandro le obsequie la obra pétrea para que se la lleve al día siguiente, harto de la presencia imaginaria de la estatua y los conjuros que en su nombre pronuncia la niña provocando extraños fenómenos que afectan principalmente el equilibrio emocional a su inafectiva compañera conyugal. Por esa vía de hechos, el padre furioso acabará demoliendo la estatua en un rapto de furia, sin llegar a prever que a consecuencia de ello, a la mañana siguiente, primero desmayada y con la boca sangrando por el golpe emocional, la chicuela desaparecerá de la cama donde la cuidaba y acariciaba maternalmente la infeliz Julia, sólo para reaparecer patéticamente al fondo del jardín, convertida ella también en figura de piedra, al lado de un rehecho Hugo (“Hugo nunca se equivoca”) y a medias abrazados encima del pedestal granítico, acaso para toda la eternidad.
Es El libro de piedra (Hilo Negro Films – Gobierno del Estado de Chiapas – Duck Films – Inbursa – Tristain Entertainment – Fidecine : Imcine – Eficine 226, 85 minutos, 2009), tercer largometraje del defeño de 36 años ya especialista en cine de horror Julio César Estrada (Espinas, 2005; Cañitas. Presencia, 2006), con libreto suyo, al frente de un vasto equipo de colaboradores prestigiosos (Gustavo Moheno, Mario P. Székely, Enrique Rentería), trabajando por más de dos años, puliendo, readaptando, actualizando, dando nuevos sentidos, supliendo las deficiencias y corrigiendo los errores garrafales del libreto de la vieja película homónima (El libro de piedra, 1968), hoy de culto, del difunto autor total incomprendido y gratuitamente multivapuleado en su tiempo Carlos Enrique Taboada (1929-1996). Así, ahora se viaja ampliamente a través del mundo genérico fílmico de la imaginación sin salir de una misma inmensa morada, se viaja inteligentemente por escenas sin grandes efectos especiales ni acústicos, se viaja diestramente de los planos fijos que alternan con nerviosos planos de cámara en mano (para describir las anomalías que confrontan a la psicóloga contratada como institutriz) a las largas subjetivas sin sujeto que buscan infructuosamente a la niña mercurial al fondo del bosquecillo doméstico, y se viaja dulcemente con flauta y piano de la luz filtrada entre los árboles, a la puerta de madera rechinante de un abandonado cobertizo convertido en centro de brujería de la perturbada con origen en Henry James (Los inocentes del británico Clayton, 1961, mucho antes de Los otros del tramposo españolito Amenábar, 2001), esa conciencia infantil amenazada, a la defensiva casi demoniaca de su imaginario, la potencia de su imaginario cebado en el juego, al interior de un relato siempre en pos de un prurito de justeza y eficacia terrorífica, o sea vuelto por entero hacia la plasmación templada y a medias abstinente de un horror fílmico reelaborado a profundidad, a modo de horror imaginario, de horrimaginario.
La justeza del horrimaginario acomete en suma y en conjunto menos un remaking que un reloading del filme en que se basa, o dicho a la mexicana más recarga que refrito, haciendo en una sola locación y con pocos personajes (en su mayoría femeninos) “una cinta más dinámica y sintética” (Estrada dixit), añadiéndole densidad psicológica, amplificación de miras, corporalidad de hechos, prolongación de fenómenos, movilidad de cámara, amplitud y perspectiva a la enorme violencia moral, al abismo, a la obsesión vertiginosa y la pesadilla íntimamente vivida que el otro filme, acaso demasiado avanzado para su retardataria época nacional / antinacionalista, ya contenía, aunque en estado embrionario, más latente que virulento.
La justeza del horrimaginario vuelve sorprendentes los avances expresivos del realizador, quien primero había pecado por deficiencia y después por exceso, habiéndose mostrado incipiente imaginativo, en Espinas, y luego burdo sobresignificante con base en un material poco imaginativo, en Cañitas. Presencia. Ahora, en cambio, todo parece justo, impresionante, parco, menos desconfiando, seguro. Para lograrlo, consciente de que no basta con simplemente querer restaurar / instaurar una cierta tradición fantástica nacional, Estrada sabe escoger y sacarle partido a sus colaboradores, lo cual ha sido fundamental. Una fotografía atmosférica a rabiar, declinantemente quemada en blancos, con propositiva opacidad monocromática y en movimiento perpetuo de Jorge Rubio Cazarín (nada menos el camarógrafo del inolvidable filme aún hoy moralmente shocking Sin salida de Leopoldo Laborde, 1999) que puede crear desasosiegos momentáneos mediante giros de cámara en torno a la institutriz inmóvil para evidenciar / reactivar su atormentada sensibilidad vulnerada o hacer brotar indispensables tensiones ilusorias de la nada con sólo hacer que la niña diabólica entre a campo o mire de repente hacia el fuera de campo. Una edición de Óscar Figueroa que compacta acciones o las multiplica (como la triple alternación por montaje sobre el descubrimiento de la sábana blanca por la psicóloga / la marcha entre luces desconcertantes del auto nocturno en peligro por súbito dolor de mano / la niñita alfileteando muñeca vudú / brujeril junto a su dibujo de trazo sígnico), calculando muy bien dónde cortar sin redundancias ni adherencias ni insistencias inútiles, así como a veces admitir / resaltar la síntesis en un solo plano de la información anecdótica de cierta secuencia en sí, pues es suficiente con el deslizamiento visual desde la mujer derrumbada sobre la cama hacia objetos caídos por el suelo y el periódico notificando el accidente mortal para expresar contundentemente su desvaída condición femenina, o bien, basta con desviarse de la afligida institutriz en el dictáfono doctoral hacia el encuentro de la niña entregada a conjuros partiendo de una mampara en negro y sin jamás retornar a la facultativa reconcentrada, para captar y comunicar el sentido contrastante, asertivo e infructuoso del cuidado maternal ficticio. Una dirección de arte de Enrique Echeverría con gran sobriedad tajante en interiores y por así decirlo desconsoladora en exteriores ya que carente de abigarramientos o reiteraciones pues con la omnipresente niebla de los jardines cortable a cuchillo le basta y le sobra para componer angustiosamente el cuadro plástico. Un vestuario / bestiario de Adolfo Cruz Mateo. Y un maquillaje apenas artificial en exclusivo apoyo a elementos mustios y marchitos de Josefina Arellano.
La justeza del horrimaginario extiende su dominio más allá de los límites de lo fáctico y meramente visualizable. Lo que definitivamente se elevará a factótum estético de la película ha venido a ser la música, el excelente trabajo musical y sonoro, la partitura sonora de Eduardo Gamboa, al grado de que, por momentos llegaría a pensarse que la película ha sido concebida, diseñada, estructurada y escriturada en función de su banda sonora, concertando fragmentos de una etérea cantata para soprano a lo Henze postserial como fondo de los devaneos macabros de la niña, con coros masculinos medievales