La justeza del chili-giallo recurre eficazmente a la ineficacia de los representantes y los defensores del bien. Para que el mal y los valores negativos dominen, con su garantía de hacer imperar la violencia, el abuso y la perversidad, debe confiarse en una probada, predecible ineptitud de las fuerzas que deberían representar a la justicia y, en general, a todos los valores positivos, o más restringidamente, al simple instinto de conservación. En ausencia de la incapacidad, lo inasequible y la ignorancia de la policía, por supuesto. Pero siempre destacando, prevaleciendo, más que erótica o apasionadamente, por encima de cualesquiera valores positivos o negativos, ascendentes o decadentes o de otros diez dientes, la saña contra las mujeres, viles envoltorios de carne lastimable, hendible, violentable al gusto, al sigilo y a rabiar. Como en competencia de los oscuros giros circulares de la trama consigo mismos, en espiral, se convierte a las féminas en simple carne de ultraje para el gozador asesino satisfechamente narcisista y sus testigos de calidad, sus semejantes, sus hermanos, los ávidos espectadores. Ni siquiera se excluye ni salva la sensible y vulnerable heroína, de entrada definida como una arribista miedosa infeliz, hipertolerante con el novio ebrio y promiscuo en su cara, a quien soporta con tal de no quedarse sin hombre (“Por lo menos tienes a alguien”), sometida y en el límite de su resistencia, cuyas únicas compensaciones afectivas se la daban, con cierta ambivalencia, su amiga Sofi (“Si yo fuera hombre, me agarraría mis supuestas bolitas, y me casaba contigo” / “Ni lo digas dos veces, porque en una de esas te tomo la palabra”) que no deja de alentarle o aplaudirle el truene de pareja, y un lindo microminino llamado Horus, antes de salir huyendo en estampida hacia cualquier eventual trabajo improbable, como queriendo asirse al primer clavo ardiente, sólo para caer también en la trampa, en las redes y la cauda de los espectros de las celosas, tipo las lívidas enharinadas Mellizas Fantasmas (Anna Ciocchetti ambas) de túnica y descalzas, que se le aparecen, la persiguen, la acosan como otra forma del sigilo, la cercan, la rodean conminatorias en torno a su lecho, cual si la cebaran, ya rumbo a un ultramasoquista y pasional enamoramiento terminal con su contratante y liquidador. Las demás, como finalmente también ella, sólo parecen haber existido al ser eliminadas explícita, gráfica, detalladamente, por los métodos más torturantes, atroces y diversos imaginables: acuchilladas, degolladas, tijereteadas, claveteadas con un punzón en el órgano cardiaco, amarradas y colgadas al estilo shibari nipón, destripadas, decapitadas, pero siempre autoofrecidas vehementemente al verdugo e, incluso in extremis, o candidatas al rígor mortis, palpitantemente enamoradas (“Estoy mojada, siempre estoy mojada”) o embarazadas, aún en la ronda macabra de visiones tanáticas proclives al caos.
La justeza del chili-giallo recrea el mito del snuff, releyéndolo a través de la fragilidad y la lógica del sueño. La fragilidad en todas sus formas, poseída por el ahora dueño de sus manipulables mentes, al igual que por la enrarecida elegancia inadmisible del oscuro relato dark mismo. La lógica onírica funge como base estilística, de cimentación y de sustentación. De hecho, la originalidad y el nervio de la obra de González, innegables, increíblemente sutiles, derivan, desde su sorprendente Shibari, de un extraño vínculo, muy fluido y poderoso, entre la elegancia y la brutalidad, a la japonesa, muy Mishima o Kurosawa (ahora los dos: Akira y Kiyoshi), por otra parte. El poder soberano del snuff, siempre irrepresentable e inconcebible, aunque otra vez hábilmente oblicuo, por corte o fueras de campo, pero irracional y sin mayor intento de explicaciones, muy por encima de moralinas tipo Amenábar o Hollywood (Schumacher et al.), estará dado por una elegancia brutal en la capacidad de sugerencia del montaje y del escenario, enseñoreando, dominando, venciendo esa incertidumbre básica, como una forma iniciática, por burda que ella parezca a primera vista y análisis.
La justeza del chili-giallo dicta genéricamente un tratado de fenixología. Ha resucitado y reinventado, mucho más que aclimatado, o apenas actualizado, el cine giallo italiano de la gran época, según el excedido y temperamental, por excesivamente soterrado, gusto mexicano. Raramente se ha visto aquí filme más sádico, turbio (fotografía de Rafa Sánchez), desvariante, desarreglado a propósito o sin él (edición de Carlos Espinosa), desintegrador, acre, deliberadamente confuso y malsano. Acaso con dedicatoria exclusiva, o destinado a los amantes del cine gore barato que creen que el Cine acaba de ser inventado por José Mojica Marins o por Takashi Miike, especial pero no únicamente para ellos. El prolífico afán provocador descompuesto de Christian González no retrocede ya ante ningún exceso: las sorpresas incluyen paredes que se desgajan e indefensas chicas atadas espalda con espalda y una tina de aguas negras para semiahogar tumultuariamente en serio a la protagonista, una música gutural la mayoría de las veces (compuesta por Nahum Velázquez) invade con su pastosidad el flujo detumescente del relato, los pronunciamientos altisonantes en favor del predominio del cine reclaman una intensidad autoirrisoria que ya quisieran las solemnes almorranas de Almodóvar (“Tú puedes ser el asesino serial más cruel y sanguinario de la Historia, pero aquí la editora soy yo”), la acción se prolonga en toda clase de inesperados espacios off, los ojos sangran, los virajes amarillean, las texturas se suceden arbitrariamente buscando el shock insaciable, el apetito bebedor de la sangre de los muslos se contiene (“Todavía no es tiempo”) y el bodrio alterna con la genialidad para permutar sus lugares secuencia deshecha por secuencia desecha, pese a que el nudo dramático sea vacilante y a que la consistencia de su mosaico humano virilista carezca de calidez emocional.
La justeza del chili-giallo culmina más allá de la explicación delirante o absurda. Las enjauladas no dejan de aullar, mientras el homicida transformista y su doble limpian la espada consumadora de la decapitación de Gilda con una suavidad análoga a su acicalamiento final o de una caricia innombrable. Sólo falta ya que la buena amiga Sofi dé por fin con el paradero de la casona con portón de hierro de Portales y pase por la misma recepción ritual de la heroína que ahora la dirige por celular, sin percibir un peldaño de la pétrea escalera chorreado de sangre, para que después, trastornada y asqueada por el DVD sólo para sus ojos, ya que “Nunca hay un por qué, siempre un por quién, él y sus sombras”, se vea al espejo sin reconocerse (“Esa chica sí, esa chica no, esa chica no soy yo”) y grite destemplada ante el avance del largo interminable punzón de ceñidor inmostrable que se acerca a la aterrorizada, aquiescente, complaciente miríada de su mirada.
Y la justeza del chili-giallo era ante todo una desazonante declaración de odio y desprecio a toda verosimilitud, un retorno a orígenes remotos, un regocijante barroco de la desmesura, un neoexpresionismo sin diapasón, una encantadora imprudencia demente, un estudio casi quirúrgico en acto de los mecanismos del terror, una tensa policromía autocomplacientemente decorada y antisentimentalmente intensificada hasta rizar el rizo insostenible.
La justeza del horrimaginario
Las letras pétreas de los créditos enfocados y lamidos con coros masculinos cual muros de celdas monacales, no se equivocan.
Como tampoco yerran los parpadeos en negro premonitorios de lo peor del imaginario macabro que se cierne sobre la conferencista que disertaba acerca del terror abstracto y radicalmente subjetivo, la psicóloga infantil universitaria Julia Septién (Evangelina Sosa rebosante de matices sensibles), pronto bajada de su pedestal académico