El peronismo deseado
De aquel Macri fascinado con Carlos Menem, del que el misionero Ramón Puerta había reclutado para la política y del que Eduardo Duhalde había soñado como candidato del PJ en algún momento de 2002, no quedaban rastros públicos. Los archivos arrancaban con datos posteriores, que partían de la aventura de Compromiso para el Cambio y el nuevo camino del empresario generoso que se comprometía para “cambiar las cosas”. Ensamblado en la factoría de Cambiemos, el candidato de la antipolítica había ganado las presidenciales con la bandera del antiperonismo y había logrado darle vigor electoral a un ejército de náufragos que se había debatido en la impotencia durante los largos años del kirchnerismo. Raro producto del hastío que las clases medias y los sectores altos experimentaron tras el estallido de 2001, Macri había constituido una ajustada mayoría social y se decía predestinado a reparar setenta años de atraso y frustraciones. Además, había encontrado rápido a disposición el acompañamiento acrítico de los grandes medios, un sindicalismo abierto al colaboracionismo y un nivel de interlocución envidiable con los movimientos sociales, algo que Cristina Fernández no había tenido, ni se había preocupado por tener.
Al gigantesco clamor externo por un proyecto que le ofrecía todo al sector privado y a la euforia de los mercados que se preparaban para una oportunidad única, se sumaba la propuesta de una sociedad virtuosa con el peronismo antikirchnerista, que pretendía inaugurar un cambio de época. Entre el sacrificio y el rencor, el PJ institucional estaba dispuesto a acompañarlo en sus líneas directrices, incluso en detrimento de sus propias aspiraciones. La mayor parte de los gobernadores peronistas, el Senado que lideraba Pichetto, el Frente Renovador de Massa, un bloque valioso de diputados resentidos, la conducción de la CGT y las almas justas de Comodoro Py se abrazaban detrás de la consigna fundamental de sepultar a Cristina en el pasado. Al lado del presidente, veían una foto que los beneficiaba: el peronismo reducido a una confederación de partidos provinciales y los leales a CFK arrinconados en dos territorios principales, la provincia de Buenos Aires y la Cámara de Diputados. Como reverso, en zonas a priori inflamables, el tránsito del ingeniero era de lo más liviano.
Las cartas se habían dado vuelta. Macri había ganado el pasaporte al poder como vértice de una alianza edificada contra el kirchnerismo, en primer lugar, y contra las distintas variantes del peronismo, en segundo. Pero una vez aterrizado en la Casa Rosada se mostraba dispuesto a gobernar con un tipo específico de peronismo, el que huía despechado de la sombra del populismo.
Obligado por la Corte Suprema que lideraba Ricardo Lorenzetti, el presidente se vio forzado de entrada a ceder recursos de coparticipación a los gobernadores y comenzó con un proceso de devolución de fondos que le garantizaba el voto del PJ para las leyes más dudosas en el Congreso. A ojos de la Rosada, el rezagado Massa se había alzado con la jefatura del peronismo y no era prematuro sino pertinente presentarlo como tal en el Foro de Davos. Hasta Joe Biden, entonces vicepresidente de Barack Obama, era capaz de prestarse para la farsa. Refundacional como se creía, el macrismo proyectaba una película taquillera en una avant-première restringida a los entusiastas del Círculo Rojo.
Puertas adentro, sin embargo, la nueva alianza estaba dividida y resolvía sus discrepancias en la práctica. Mientras la base social de Cambiemos se parecía a Peña y a Carrió, era irreductible en su antiperonismo y se proponía arrasar con toda forma de oposición, la dirigencia política buscaba negociar una transición con el PJ que se ofrecía en disponibilidad. En eso coincidían, dentro de la coalición gobernante, no solo Frigerio y Monzó. También Rodríguez Larreta, Vidal, Sanz y los gobernadores radicales. A un lado y al otro de la polarización, había un lenguaje común en el arte de la negociación y pesaba la ilusión de regresar al bipartidismo de los grandes acuerdos. Formateado en las tesis de Durán Barba, Peña hablaba en cambio de un “animal nuevo” en la política, dispuesto a romper con todo lo anterior. Para el dúo que flanqueaba al ingeniero, decían los políticos de Cambiemos, el macrismo era el siglo XXI, el peronismo permanecía anclado en el siglo XX y el radicalismo iba de regreso a sus orígenes, en el siglo XIX. Las formas antagónicas de razonamiento rápidamente entrarían en colisión, con vencedores y vencidos.
Lo viejo y lo nuevo
El año 2017 fue excepcional. Después de un 2016 de devaluación, tarifazo, cierre de empresas y caída de la actividad, Macri tuvo el único año de crecimiento de los cuatro en que gobernó y los indicadores oficiales daban argumentos al optimismo amarillo. Asomaba una recuperación a la que no se pedía credencial de solidez. Aun con una oposición importante en las calles, el oficialismo se confirmaría en las urnas con una vitalidad envidiable. Cambiemos ganaría en catorce provincias y dejaría por primera vez a Cristina Kirchner asociada en forma personal con la derrota, y en el territorio madre de todas las batallas. El gobierno no solo venció a su archienemiga en las elecciones generales. Además, ganó en la Córdoba de Schiaretti, en la Salta de Urtubey, en la Santa Cruz de Alicia Kirchner y perdió –de milagro– en la San Luis de los Rodríguez Saá después de un triunfo apabullante en las primarias. La celestial María Eugenia Vidal no se conformó con someter a la expresidenta en su fortaleza inexpugnable; además ganó en ciento un municipios de la provincia de Buenos Aires y se perfiló como una amenaza para todos los intendentes en el histórico bastión del peronismo. Subestimado por sus rivales y juzgado con desconfianza por el poder permanente, Cambiemos se revelaba como un actor preponderante del sistema de partidos y se preparaba para quedarse por un largo tiempo como parte del paisaje de la política argentina. Eso parecía, eso se pedía. Hasta el escéptico Monzó reconocía por entonces que Peña y su círculo de obsecuentes se habían “recibido de políticos” y pensaba –como más tarde admitiría– que el cristinismo quedaría reducido a las cenizas de un testimonio.
Las réplicas de la victoria nacional de Macri impactarían en todas las zonas del PJ. De íntima relación con Frigerio, la mayor parte de los gobernadores que pasaban por su despacho, en la planta baja de Balcarce 50, lo reconocían sin reservas: el problema ya no era Cristina, ahora veían peligrar la estructura de su propio poder territorial. Lo que se había iniciado con el juego de la polarización y con el kirchnerismo convertido en el demonio al que era mejor no acercarse había derivado en un torbellino que amenazaba con llevarse puestas todas las tribus del justicialismo, se llamaran como se llamaran y habitaran donde habitaran.
El ministro del Interior tenía un mapa en el que clasificaba a los gobernadores. Era una taxonomía que no solo establecía preferencias y trazaba perfiles más o menos dialoguistas: mostraba que la nueva generación de dirigentes empatizaba fuerte con el evangelio del macrismo y que los más rebeldes y menos dispuestos a adaptarse a la era Cambiemos eran los viejos. Visto así, la maduración de un seleccionado del PJ nacional abierto a la transformación que proponía Macri era cuestión de tiempo y lucía inevitable. Si el proyecto de los CEO era validado desde la gestión, lo viejo iba a terminar de morir. No eran solo Urtubey y Schiaretti. Gustavo Bordet, de Entre Ríos; Domingo Peppo, de Chaco; Sergio Uñac, de San Juan, y Rosana Bertone, de Tierra del Fuego, figuraban en la lista de los racionales con los que era posible utilizar el mismo diccionario.
En el otro extremo, los veteranos eran los más díscolos. Con ellos no se podía contar: la hermana de Kirchner desde la cuna del Frente para la Victoria; Alberto Rodríguez Saá desde la República de San Luis; Gildo Insfrán desde el feudo de Formosa y Carlos Verna desde la impenetrable La Pampa conformaban un bloque