En el ancho mapa del peronismo, la personalidad de Pichetto siempre llamó la atención. Para algunos, era una especie de ermitaño que venía del centro del país.
De carácter fuerte, capaz de discutir a los gritos y hacerse respetar, el futuro senador usaba sus ratos libres para entregarse a la pasión por la lectura y la literatura. Sus amigos más íntimos miraban con algún asombro su fanatismo por el género policial y la novela negra y eran pocos los que sabían de su vocación secreta por escribir cuentos. Las inclinaciones privadas de Pichetto no conspiraban contra su militancia cotidiana, pero había otros rasgos públicos, indisimulables, que les ponían un techo a sus aspiraciones. En los actos partidarios del PJ de Río Negro, sus compañeros lo detectaron rápido como una de sus conductas inconcebibles: a Miguel no le gustaba cantar la marcha peronista. Algo le fallaba.
Contradictorio y singular, Pichetto exhibía sin embargo algunas de las condiciones de un político de raza. Era dueño de un ego extraordinario, muy disciplinado, con capacidad ejecutiva y decisión para avanzar en una dirección sin preocuparse por los costos.
Con el correr de los años, la política y el poder se convertirían en su única prioridad y su mayor interés. A eso dedicaba todas sus energías y eso explicaba su permanencia en los primeros planos, más allá de los cambios de ciclo. Pichetto vivió con comodidad desde la retaguardia la era de un menemismo modernizador que también explotaba las banderas de la xenofobia y atravesó con enorme sufrimiento el largo ciclo de un progresismo kirchnerista que lo llevó a lo más alto. A ese Frente para la Victoria saturado de políticos que habían virado desde el Partido Comunista hacia el populismo palermitano le descubría coincidencias con el “modelo soviético” que le provocaban úlceras. Ese padecimiento íntimo, que las cámaras solo registraban en momentos dramáticos como el de la sesión del voto no positivo de Julio Cobos, no le impidió mantenerse siempre alineado y en el centro, inalterable, pese a todas las adversidades. En palabras de un dirigente del PJ que lo conoció cuando aterrizó en el Congreso: “La cabeza la tiene puesta en la política. Lo único que le interesa es el poder, el poder y el poder. No le importa otra cosa”. El reverso de esa plasticidad para adaptarse a todo era una serie de constantes que, cuando el cristinismo puro expiró, le impidieron ser líder y encolumnar detrás suyo a la dirigencia vacante de un peronismo que vivió demasiados años desorientado. Al parlamentario que podía lucirse en el Congreso, en un auditorio cerrado o en un set de televisión, lo invalidaban su falta de empatía y su ausencia de carisma para hablar ante una multitud. Su radio de influencia tenía un impacto acotado.
Miembro de una generación política que llega a su fin, Pichetto logró convivir con todos los presidentes y destacarse en un Senado donde la regla era la decadencia. Combinó discursos sobresalientes con el liderazgo de un bloque que mantuvo unido durante casi dos décadas. Trabajó en forma permanente para objetivos que no definía y, en todo momento, necesitó depender de alguien que estuviera por encima suyo, un jefe que lo ordenara desde el Poder Ejecutivo: un conductor a quien responder, un político que fuera para él lo que él no lograba ser para los demás, salvo dentro de un proyecto ajeno y en un marco que lo excedía. Ese político ejemplar, emblema de un peronismo adaptado por completo a los deseos del establishment, no pudo ser más que una isla de previsibilidad en el océano de la inestabilidad.
Vamos Menem
A los 87 años, Remo Costanzo todavía se acuerda. El 21 de diciembre de 1985, Carlos Grosso, Carlos Menem y Antonio Cafiero viajaron a Viedma para lanzar la Renovación Peronista, en reconocimiento a su Corriente de Opinión Interna. Enfrentado a la lista celeste del peronismo ortodoxo que comandaba Franco –de quien había sido secretario de Planeamiento–, Costanzo logró seducir a Pichetto a mediados del gobierno de Raúl Alfonsín, después de una visita a Sierra Grande que hizo con Grosso, el político brillante del que hablaban todos en los años ochenta y que fue devorado por el fuego de la corrupción durante la saga del menemismo. Aunque lo había enfrentado en el amanecer de la democracia, Costanzo comenzó poco a poco a ser una referencia para Pichetto a nivel provincial y le abrió un camino nacional a partir de 1989. Ya entonces, el futuro senador buscaba un norte propio desde la Patagonia más hostil y sentía una devoción profunda por Menem. Los testigos coinciden: se trataba de una especie de enamoramiento que nació en el instante mismo en que el riojano de las patillas lo visitó en Sierra Grande, en 1987, y que lo llevó a apoyarlo en la interna contra Cafiero en la que todo el peronismo de Río Negro se paraba del lado del bonaerense. Por presión del riojano y con una intervención clave de Eduardo Duhalde, en 1991 Pichetto se alzó con la conducción del PJ provincial y Sodero Nievas fue designado candidato a gobernador en lo que terminó siendo la peor elección del peronismo que se recuerde en Río Negro.
A Pichetto lo cautivaron de entrada el liderazgo naciente, el carisma inigualable y la posibilidad de ligarse a un dirigente con una ambición única de poder. Su arribo a Buenos Aires, en 1993, se daría en pleno auge del menemismo y le permitiría enrolarse como parte de una línea fundadora leal al presidente que emergía desde el sur. En el Congreso, el señor gobernabilidad iniciaría su carrera más destacada, aprendería las reglas y los trucos del oficio parlamentario y trabaría relaciones intensas como la que todavía hoy conserva con Alberto Pierri, presidente en ese entonces de la Cámara de Diputados que se reciclaría, más tarde, como cableoperador y dueño de medios.
En 1998, Pichetto comprobó que su devoción por Menem era correspondida. Lo cuenta el periodista Gabriel Sued en su libro Los secretos del Congreso.
Cuando abrió los ojos, en una cama del Hospital Italiano, a Pichetto le dolía todo el cuerpo. Eran las 21:30 del 24 de diciembre de 1998. Dos días antes, el entonces vicepresidente del bloque de diputados del PJ había quedado al borde de la muerte, por un accidente en la ruta 3, a la altura de Mayor Buratovich, una localidad del sur de la provincia de Buenos Aires. El auto que manejaba, desde Río Negro, chocó de frente contra un tractor, que se cruzó de carril, después de esquivar una zanja. Viajaban con él su esposa y su hija, que también salvaron sus vidas de milagro. Los bomberos los rescataron entre los hierros retorcidos y los llevaron al hospital Penna, de Bahía Blanca. Al día siguiente, los trasladaron a Buenos Aires. Todavía medio dormido por efecto de los calmantes, Pichetto parpadeó varias veces cuando vio quién estaba sentado, en silencio, a un costado de la cama: el presidente Carlos Menem. Había llegado una hora antes, pero frenó a la enfermera cuando ella quiso despertar al paciente. Le pidió que lo dejara dormir.
–Presidente, ¿qué hace acá? Hoy es Navidad.
–Tranquilo, chango, ahora me voy a comer con Zulema.
Unos años después, cuando el menemismo entró en declive y el expresidente quedó detenido en la quinta de su amigo Armando Gostanian,