La maldición
Hubo solo un gobernador del PJ que accedió al poder en Río Negro desde que la provincia fue creada en 1955. El mendocino Mario Franco estuvo a cargo de ese territorio esquivo entre 1973 y 1976, y dejó una herencia que todavía hoy es materia de discusión. En el haber, algunos destacan un Plan de Salud considerado modelo y, en el debe, otros recuerdan la persecución a los militantes de la Juventud Peronista. Aunque el mandatario había designado como jefe de la Policía a Benigno Ardanaz, un comandante de Gendarmería acusado de ser miembro de la Triple A, el golpe militar lo incluyó en la lista de peronistas desplazados del poder y lo mantuvo detenido primero en Viedma, durante un año, y después en un hospital provincial, durante dos años más. Fue el comienzo del fin para los epígonos de Perón. A partir de 1983, el radicalismo ganó casi todas las elecciones en el distrito de Pichetto y el único que logró romper el maleficio a medias fue Carlos Soria. En 2011, el exjefe de la SIDE de Eduardo Duhalde gobernó menos de un mes, hasta que fue asesinado por su esposa, Susana Freydoz. Dicen en el partido que el peronismo vence siempre las elecciones para presidente pero pierde de manera irremediable para gobernador. Le pasó a Martín Soria en 2019, cuando obtuvo más de cien mil votos menos que la fórmula de los Fernández, y a la lista de senadores y diputados provinciales, que quedaron catorce puntos abajo del 58% que obtuvo la boleta de Alberto y Cristina. Por razones buenas o malas, los rionegrinos prefieren a los dirigentes del PJ que no tienen actuación en la provincia.
Esos antecedentes le permitieron al senador Pichetto argumentar que existía una maldición que lo precedía y licuar así sus culpas por haber desperdiciado el largo ciclo del kirchnerismo en el poder. O descargar, como hace todavía hoy, frustrado en su máxima aspiración, todo su resentimiento en la figura despótica de Cristina Fernández. En el origen de tantas amarguras está la histórica división del peronismo, que cambia de nombres pero se mantiene hasta hoy: por un lado, los hijos del exgobernador Soria, Martín y María Emilia; por el otro, La Cámpora, con el actual senador nacional Martín Doñate, y finalmente, la corriente que responde a Pichetto. La diáspora rionegrina lleva tantos años y está tan arraigada que radicales astutos como Raúl Baglini soñaban con que Macri lograra nacionalizar en su beneficio el modelo en las elecciones de 2019, con un PJ astillado en dos o tres facciones. No solo no sucedió, sino que, al revés, fue el expresidente quien forzó la confluencia más amplia de los unidos por el espanto.
El reincidente
Por lo menos dos veces Pichetto tuvo la posibilidad de ser gobernador, pero no pudo. La primera fue en 2007 cuando, según cuentan en la provincia, tenía todo para ganar y cometió el error de no cerrar un acuerdo con el Partido Provincial Rionegrino (PPR), un pequeño sello con capacidad de inclinar la balanza en votaciones reñidas. La (mala) suerte quiso que la negociación fuera en Viedma en horas de la mañana, el momento más difícil del día para el senador. Testigos de aquel encuentro coinciden en la reconstrucción de los hechos. El entendimiento estaba avanzado y los enviados del PPR fueron sin vueltas a pedirle a Pichetto una suma de dinero para incorporarse a su proyecto y contar así con recursos para participar de la campaña. Era una solicitud de las que en política se consideran habituales. De mal humor, como muchas veces se despierta, el senador no solo no cedió al reclamo sino que hasta echó a los visitantes de su casa en una reacción destemplada que le costaría caro. Ajenos al remordimiento, los dirigentes del PPR, que en 2003 habían acompañado al peronismo, resolvieron rápido el contratiempo: cruzaron la plaza, entraron a la Casa de Gobierno y acordaron trabajar por la reelección de Miguel Saiz. De buena relación con el kirchnerismo, el gobernador radical se impuso por 46% a 40% sobre Pichetto, y en conferencia de prensa agradeció el aporte del PPR, que le trasladó el 10% de los votos con una lista de legisladores locales que lo llevaba a la cabeza en la elección provincial.
El jefe del bloque de senadores del PJ no logró digerir la derrota. No está claro si se asomó a la autocrítica pero lo que trascendió fue otra cosa: Miguel se sintió traicionado por un acto en Mendoza en el que la senadora Cristina Fernández –compañera de fórmula del radical Julio Cobos– apareció con una gorra roja y blanca que llamaba a votar por Saiz. Pichetto no pudo soportarlo. Con el resultado puesto, fue a ver a Kirchner a la Casa Rosada con su renuncia a la jefatura del bloque redactada. Artero, el entonces presidente esperó a que terminara de hablar, tomó el papel y lo rompió delante de él.
Cerca del senador, afirman que el kirchnerismo nacional estuvo siempre identificado con el radicalismo K en Río Negro y no quería un candidato peronista. Perdedor una vez más en la interna de 2011 con Soria padre, el sueño de nuestro Underwood de cabotaje debería esperar ocho años más para tener su revancha. Sin embargo, en 2012, Pichetto quedó ante una disyuntiva inesperada: la bala calibre 38 que acabó con la vida del flamante gobernador abrió un vacío de poder. La Constitución provincial y –según dicen, también– el dedo de Cristina ordenaban la asunción del vicegobernador Alberto Weretilneck, pero la correlación de fuerzas le otorgaba un lugar preponderante al senador con asiento en Buenos Aires, jefe por descarte del peronismo provincial. Sus colaboradores le decían que impulsara un nuevo llamado a elecciones. Reunidos en la casa de Costanzo con Sodero Nievas, sus aliados le reclamaban que no aflojara.
“Le faltaron huevos”, dice un dirigente que nunca lo quiso. Pichetto acordó con Weretilneck y pidió el Ministerio de Agricultura para su hijo, Juan Manuel. El entendimiento duró poco y se distanciaron. Más tarde, volverían a juntarse y a enfrentarse hasta que en 2015 Pichetto intentaría reincidir con Cristina de su lado.
Agradecida por la lealtad imperturbable del entonces jefe del bloque de senadores del PJ, la presidenta viajó a General Roca para el cierre de campaña y no ahorró elogios. Sin embargo, Miguel volvería a atribuir su derrota estrepitosa –perdió por veinte puntos– a la mezquindad de CFK, por la decisión de su ministro de Economía, Axel Kicillof, de negarles los subsidios a los productores frutícolas que cortaron las rutas y los puentes del Alto Valle durante diez días. El fin del cristinismo puro sería también un punto de quiebre para Pichetto. Pese a la notoriedad que ganaría con Macri en el poder, el abogado de Banfield ya no volvería a tener nuevas oportunidades en su provincia, menos aún desde el sitio de jefe en el Senado. Su trayectoria ingresaba en un pasillo angosto que lo llevaría a un territorio desconocido.
El liberado
Desde que Pichetto apareció en Cariló, el 15 de enero de 2019, posando junto a las sandalias con medias de Lavagna, hasta que terminó como compañero de fórmula de Macri, pasaron ciento cuarenta y siete días. La mayor parte de ese tiempo el senador se dedicó a abonar la tierra seca de un peronismo moderado y racional que –resultados a la vista– no era ni una cosa ni la otra. Su objetivo principal era educar al exministro de Economía de Duhalde y Kirchner en la necesidad de cerrar un acuerdo con los buitres de la pasarela del medio: hacerle entender que la desembocadura de distintos egos y grupos de interés en la instancia de las PASO no podía herir el orgullo de nadie. No hubo caso. Por soberbia o por inseguridad, Lavagna no quiso enfrentar a su exaliado Massa en una interna y la unidad naufragó en la laguna de un PJ prolijo que nunca pudo lanzarse a las aguas abiertas de la gran disputa.
Era el final de un recorrido en el que los pronósticos de Pichetto se iban a cumplir a medias. Tal como el rionegrino decía off