A esa hora de la mañana, los peronistas Rogelio y Emilio estaban lejos, a cuarenta minutos de viaje desde la Panamericana, y solo podían mirar al cielo con el raro consuelo de que el experimento que parecía condenado a estrellarse desoía sus recomendaciones. El extravío de Olivos era una metáfora de un gobierno conducido por Macri y Peña hacia el aislamiento y el fracaso. Frigerio y Monzó, los dos cuadros más elogiados por la oposición y el establishment, los que además tenían la mejor relación con Melconian, transitaban así la crisis: acostados y boca arriba. Macri no era lo que ellos querían, Cambiemos no tenía la apertura declamada, la promesa del pragmatismo había sido un fraude y el kirchnerismo testimonial del que hablaba Monzó iba camino a la resurrección gracias a la obra autodestructiva del presidente.
El día anterior se había vivido como un infierno en el corazón del macrismo. Peña había salido temprano en Radio Mitre a negar el fracaso económico del mejor equipo de los últimos cincuenta años y había potenciado la furia de los mercados. En el Hotel Alvear, entre los empresarios más importantes de la Argentina, según evoca todavía hoy uno de los presentes ese día, el “clima era de velorio”. El jefe de Gabinete destacó el “apoyo inédito del mundo”, culpó a la sequía y endilgó la inestabilidad aborigen a las turbulencias globales. Reconocer que era un “día muy difícil” y hablar de “errores forzados y no forzados” le alcanzó a Frigerio para mostrarse como la cara más realista de un elenco sordo y lo hizo acreedor de una ovación nacida del temor y el nerviosismo. Con el macrismo puro decidido a avanzar en un “camino de cornisa, más finito, más resbaladizo y más complejo” –tal la temeraria definición del jefe de Gabinete en el programa de Carlos Pagni, diez días antes–, hasta los dueños tenían miedo. Esa tarde, Peña le recriminaría a Frigerio en la Casa Rosada la supuesta operación que encabezaba para desplazarlo de su cargo. El ministro del Interior reaccionó por primera vez de mala manera y los gritos se escucharon incluso entre un grupo de periodistas que cubrían Gobierno.
El domingo, los intentos de sumar gente al gabinete para recuperar aire serían publicados como hechos consumados en los medios cercanos al macrismo. La operación para presentar un maquillaje como el relanzamiento de un experimento que tenía la lengua afuera excitó al periodismo oficialista durante todo el día. Olivos era una romería y las diferencias estallaban como nunca. Ese día, el exmenemista Rodríguez Larreta se confirmó como el jefe de la facción disidente y el incombustible Enrique Nosiglia se hizo oír fuerte. Junto con Vidal, le pidieron la renuncia a Peña y a Dujovne. Con el más débil, la gobernadora se animó como nunca a expresar su disonancia. “Vos te tenés que ir”, le dijo al extinto columnista de Odisea Argentina. El objetivo de máxima, que Melconian asumiera en Economía, ya había fracasado. El economista que encarnaba el reverso amargo de la escuela del optimismo en charlas para empresarios que tenían decenas de miles de reproducciones en YouTube solo accedería con la condición de que el jefe de Gabinete se fuera a su casa. Pedir eso era lo más parecido a proponer que Macri renunciara a la presidencia. O a reclamar un giro de ciento ochenta grados en la lógica de un team leader que tenía como único mandamiento su pacto de sangre con el Fondo y con Trump para arrimar a la quimera del déficit cero.
Con la certeza de que Macri jamás se desprendería de Peña, Frigerio le recomendó al jefe de Gabinete que mostrara su capacidad de cambiar y convocara a todos los que se llevaban mal con él. Por un momento, el lifting estuvo a punto de concretarse. Alfonso Prat Gay iría feliz a la Cancillería, Martín Lousteau aterrizaría con dudas en Educación y Ernesto Sanz –que no quería volver al fuego de la gestión– accedería si le daban el sillón de Frigerio, que gustoso accedió a presentar su renuncia. Era el desembarco de los radicales en el gabinete, lo más parecido a la reivindicación de la política dentro de los estrechos marcos que la máscara nuevista del PRO podía tolerar. Desde la residencia presidencial, las múltiples facciones de un proyecto a la deriva traficaban nombres –que finalmente se quedarían en su casa– y el único maquillaje para un Macri avejentado consistiría en reducir a la mitad la cantidad de ministerios, en un intento de darle mayor entidad a un grupo que tampoco pesaría demasiado. En un involuntario homenaje a ese día en el que la crisis obligó a poner todo en cuestión, más de dos años después, Infobae mantenía colgada en su sitio web la nota de Román Lejtman que aseguraba: “Prat Gay será canciller”.
La mayor transformación posible, la que deseaban los peronistas del oficialismo, se había visto frustrada bastante antes, devorada por la inestabilidad permanente. El anhelo de un gabinete de envergadura, con ministros de peso político y entidad propia, fue fagocitado en el incendio de todas las promesas. La idea de Frigerio, Monzó y también Larreta de sumar al peronismo prolijo al elenco de gobierno no tuvo chances siquiera de ser considerada. El sueño de incorporar caras amables del PJ como Juan Manuel Urtubey, Miguel Ángel Pichetto y Omar Perotti para mezclarlos en un gabinete con Sanz, Lousteau y Melconian era inviable mientras Macri y Peña siguieran con vida, aferrados a su respirador artificial: los dólares del Fondo que ordenaba Trump, aunque –claro– sin poner de la suya para un experimento tan osado. A esa altura, ningún gobernador quería abandonar su provincia para ir a probar suerte en la ruleta rusa del macrismo. Tampoco nadie que tuviera chances propias de crecer en política.
Las diferencias quedarían explicitadas dos años después, con un regreso de Macri a los primeros planos, que presentaría como principal “autocrítica” el haber confiado la política a los “filoperonistas” de su gobierno. No solo el ingeniero lo pensaba. Todo el antiperonismo militante de Cambiemos tenía la misma convicción: detrás de la quimera de la gobernabilidad, el experimento amarillo le había entregado demasiado a las distintas variantes del PJ.
El cerebro
Más acorde con la hora que corría, él tenía un argumento propio, capaz de tentar al peronismo del medio con la consigna de preservarse y no arriesgar hasta que asomaran tiempos mejores. Con una prédica sostenida a favor de la no intervención, buscaba arrimar el PJ no kirchnerista a una posición que se vistiera de neutral y sirviera, de manera decisiva, a la reelección de Macri. Experimentado, de regreso de todo y obligado a permanecer en la sombra, Carlos Grosso tenía una doble función en la antesala de las presidenciales de 2019. Por un lado, su diálogo privilegiado con el presidente, con su jefe de Gabinete y con Jaime Durán Barba, que le pedían un aporte puntual en temas y momentos específicos. Por el otro, tal vez entonces más importante, su predicamento entre los sectores del peronismo que aborrecían al cristinismo del final y compartían con Cambiemos la ilusión modernizadora. Aun cuando la fantasía del gradualismo se había desvanecido y el gigante del macrismo se caía desde sus pies de barro, el lejano antecesor de Macri en la ciudad dedicaba buena parte de sus días a horadar la ambición de un PJ que veía tambalear al presidente y creía que los plazos se habían acortado. Grosso lo hablaba con Pichetto, el vértice pejotista de la gobernabilidad amarilla, pero lo hacía con todo un arco de diletantes que, después de huir del espacio kirchnerista, navegaba y especulaba en un mar de dudas en el que terminaría ahogado.
La mente brillante que, según sus compañeros, había asomado a la política grande demasiado joven siempre precedía sus palabras con una aclaración, producto de