La referencia a la deuda como sistema implica mostrar cómo el capitalismo utiliza diversas modalidades para obtener las ganancias que constituyen el patrón de acumulación, imponiendo condicionalidades estructurales a los países periféricos que condicionan sus economías, controlan el poder político, y articulan un orden social en el cual estas formas operativas se perpetúan sin solución de continuidad, más allá de quién desempeñe ocasionalmente el gobierno. La estructura del endeudamiento permite reciclar el capital prestado, para generar ganancias, aun cuando dificultades ocasionales, como la mora en el pago de las prestaciones o un default no previsto, puedan alterar el sistema coyunturalmente. En el caso argentino, donde los defaults tienen antecedentes históricos muy conocidos, siempre se terminó pagando, sin que en ningún caso se decidiera verificar la legalidad y legitimidad de las reclamaciones de los acreedores externos. Así como en 1992 se confiaba en las cuentas de los acreedores, porque las instituciones públicas tenían notorias falencias, en el siglo XIX el presidente Avellaneda había sostenido que la Argentina siempre pagaba a los acreedores lo que reclamaban, porque confiaba en la buena fe de ellos.
El ejemplo de cómo la deuda estuvo desde siempre condicionando la vida política de Latinoamérica queda en evidencia en la nota que el ministro Canning le escribió a lord Granville en 1823 diciéndole: “Los hechos están ejecutados, la cuña está impelida. Hispanoamérica es libre y si nosotros sentamos rectamente nuestros negocios, ella será inglesa”. Canning sabía de qué hablaba porque a partir de esa fecha se desparramaron los empréstitos británicos sobre nuestros países, y el sistema de la deuda comenzó su ejemplar funcionamiento. La Argentina recibió en 1824, a través del empréstito Baring, 96.133 libras esterlinas en oro, y menos de 500.000 libras en papeles contra comerciantes criollos y extranjeros que nunca los efectivizaron a favor del gobierno. La deuda se canceló durante la segunda presidencia de Roca en 1903, habiéndose pagado durante ochenta años 4.800.000 mil libras1.
Si bien Thomas Carlyle llamó a la economía la “ciencia lúgubre”, no voy a caer en el despropósito de sumergirme en sus laberintos, aunque los a menudo tecnicismos de la mayoría de sus cultores la hayan convertido algunas veces en un asunto de iniciados, cuyo lenguaje críptico sustituye la claridad conceptual, siendo pocos los que entienden lo que hay que entender, y puede ser posible escribir justificaciones teóricas que respalden las supuestas leyes que rigen los mercados. El concepto de soberanía, que fuera en otros tiempos absoluto, ha sido relativizado y pareciera ser algo subsidiario que no cuenta en el mundo de los negocios, donde el capital financiero ejerce el poder real, aunque las formalidades institucionales se encuentren en otro lado. La deuda se ha tornado omnipresente y está en todos lados, aunque tenga distintos significados y se hable de deuda privada, deuda soberana, mora de los deudores, incumplimientos diversos, refinanciaciones varias, exigencias y amenazas de los fondos de inversión, todo lo cual ha tomado una decisiva actualidad, ante la deuda contraída por el gobierno de Macri y asumida por el gobierno de Alberto Fernández, quien llegó al poder con los condicionamientos generados por la exigibilidad de las obligaciones externas, el préstamo con el FMI, y la necesidad de acordar.
No se puede desconocer que los mercados controlan, dominan, condicionan, someten, y que lo que pueda ocurrir con las economías periféricas en cuanto a su sostenibilidad se reduce a meras cifras estadísticas que nunca reflejan la realidad de lo que se vive. El sistema funciona siempre con las mismas características, aunque sus operaciones sean más sofisticadas, y los mecanismos de control se vayan ajustando, permitiendo que el deudor nunca pueda salirse del esquema, porque de tal forma escaparía al control que siempre quiere ejercer el acreedor. La historia económica de América Latina muestra lo que fueron los empréstitos contraídos desde 1824 en adelante. En la Argentina la deuda tuvo siempre una indudable gravitación, lo que llevaría a Carlos Pellegrini a decir en el Senado de la Nación en 1901: “Hoy la Nación no solo tiene afectada su deuda exterior, el servicio de renta de la Aduana, sino que tiene dadas en prenda sus propiedades; no puede disponer libremente ni de sus ferrocarriles, ni de sus cloacas, ni de sus aguas corrientes, ni de la tierra de su puerto, ni del puerto mismo, porque todo está afectado a los acreedores extranjeros”2.
Solo para recordar algunas cifras que muestran la eficiencia del sistema: entre 1980 y 1992, América Latina recibió préstamos por un valor de 309.000 millones de dólares, y pagó en concepto de servicio de la deuda entre el 82 y el 96 más de 740.000 millones. En el 2020, la deuda pública de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Venezuela, Ecuador y Uruguay es de 2.200.000.000.000 de dólares aproximadamente. Estos números solo reflejan la magnitud del negocio financiero, pero no indican los condicionamientos estructurales que fueron determinantes de la concesión de tales préstamos, ni la forma operativa que llevaron adelante los organismos multilaterales de crédito, en la consolidación del sistema y de sus estructuras de exacción. Tampoco reflejan las sumas que deben pagarse en concepto de intereses, que siempre son privilegiados en los presupuestos de los respectivos países.
El crédito público, que en la generalidad de los casos debió servir para la realización de inversiones productivas, terminó siendo el mecanismo más idóneo para las ganancias de las instituciones financieras. La vieja idea de David Mulford, principal asesor del Banco Central Saudita, dio lugar a que durante la década del 70 la inversión de cuantiosos fondos provenientes de los petrodólares en bancos de los Estados Unidos, generaran rentas extraordinarias, potenciando así la incipiente riqueza de los países árabes. Esos bancos inundaron de préstamos a los países de África y Latinoamérica, estableciendo condiciones contractuales imposibles de afrontar, y de manera paralela, para estructurar legalmente tales créditos, fueron modificando el derecho internacional público, y el derecho interno de los países prestatarios para evitar cualquier tipo de cuestionamiento que se pudiera efectuar desde el orden jurídico. De esa manera se permitió que el sistema de la deuda funcionara, produciendo una lógica de refinanciación permanente del capital, acumulando intereses por anatocismo, cuando los recursos no eran suficientes para pagar todo lo reclamado.
La historia reciente de la deuda argentina es un ejemplo de esa lógica que ninguno de los gobiernos de la democracia pudo cambiar, permitiendo que durante décadas se pagara la deuda, no dejando nunca de crecer, ya que la lógica del sistema era continuar con la remisión de fondos permanente e indefinida, y la eventual refinanciación en caso de que no se pudieran afrontar las obligaciones, ya que es lo que siempre se hizo.
Debido a estas circunstancias estructurales de procesos que se repiten, con múltiples variaciones, no es posible solo circunscribir el análisis a sus variables económicas, sin tomar en cuenta que existen aspectos legales que no pueden marginarse, y sin considerar las consecuencias que ese sistema ha ocasionado durante décadas a las finanzas públicas3.
El sistema de la deuda se configuró buscando consolidar cada vez más el poder del sistema financiero, para que avanzara en sus operaciones superando largamente en sus ganancias al sector productivo, aumentando los márgenes de pobreza y exclusión social hasta límites intolerables, sin que exista la más mínima preocupación por los enormes contingentes de seres pauperizados que están sembrando el planeta con una miseria que las estadísticas solo reflejan de modo superficial. Según cifras del Banco Mundial, la deuda de los países pobres y emergentes era en 1994 de casi dos billones de dólares, habiendo seguido aumentando hasta hoy, a pesar de los constantes pagos de las obligaciones. En ese año la deuda representaba el 40,6 % del PBI de América Latina, el 29,4 % de Asia, el 71,4 % de África, llegando al 107,3 % en el caso del África subsahariana. En el año 2016 la deuda externa global era de 164 billones de dólares, equivalentes al 224 % del PBI mundial. La deuda contraída por las economías de ingreso bajo y mediano con acreedores oficiales externos