Al considerarse las distintas alternativas para afrontar los pagos, las opciones son siempre las mismas, y en los días en que esto se escribe, solo se plantea estirar los plazos de los compromisos asumidos y ver las nuevas formas de refinanciación que pudieran obtenerse, disminuyéndose el pago de los intereses en los próximos años, pero dejando casi intocable el capital adeudado. Cuando la crisis del 2001, Rüdiger Dornbusch, conocido profesor del Instituto de Tecnología de Massachusetts, y el chileno Ricardo Caballero plantearon: “La verdad es que Argentina está en quiebra, en quiebra económica, política y socialmente. Sus instituciones son disfuncionales, su gobierno de mala reputación, su cohesión social se derrumbó. Argentina ahora debe renunciar a gran parte de sus activos monetarios, fiscales, regulatorios y soberanía de gestión durante un período prolongado, digamos cinco años. Una campaña masiva de privatización de puertos, aduanas y otros obstáculos clave para la productividad ahora debe tener lugar. Desregulación de los sectores mayorista y distribución es esencial”5. Han pasado diecinueve años, y siempre el ajuste y las privatizaciones resultan la única variable que se imaginan para convencer a los acreedores de que se avengan a un acuerdo que permita seguir pagando, y si no se recurre a ese extremo tan funcional a los reclamos del sistema, se buscan otras alternativas que siempre dan vuelta sobre lo mismo: prórrogas, extensiones de plazo, con alguna eventual quita. Un replanteo general de la situación está alejado de cualquiera de los esquemas económicos que se consideran. Pareciera que, fuera de pagar, no hay ninguna solución posible.
El problema de la deuda no es una cuestión coyuntural que deba enfrentarse debido a problemas ocasionados por el déficit fiscal, o por equivocados manejos económicos, sino que responde a una forma estructural del sistema capitalista, donde los países periféricos, y aun algunos desarrollados, como Brasil, transfieren su riqueza, debido al pago de intereses y amortizaciones que nunca se terminan, ya que en los mecanismos de la acumulación financiera la refinanciación es permanente y el sistema de la usura nunca se agota.
Los acreedores han formado de facto un sistema triangular que funciona invariablemente en relación con los países deudores. El FMI, el BM, por un lado; el Club de París, por el otro, y los bancos privados, en el tercer segmento. No existe ninguna posibilidad de efectuar arreglos individuales o de carácter bilateral con alguno de estos grupos, porque siempre se pone como condición indispensable obtener la conformidad de alguna de las otras partes en los procesos de negociación que se decida encarar. Esta es una realidad indisimulable que observamos en cualquiera de los países de América Latina que han debido enfrentar el flagelo de la deuda. Atrás de los bancos están los organismos multilaterales y los gobiernos que los sostienen, y lo ocurrido con el préstamo otorgado por el FMI al gobierno de Macri es un claro ejemplo de ello. Había que afianzar su continuidad y garantizar el pago de la deuda a los acreedores, y por decisión de los Estados Unidos se hizo un préstamo que no tenía antecedentes en cuanto al monto otorgado.
Cuando se habla de poner en funcionamiento medidas concretas para solucionar las cuestiones económicas, y surgen los fantasmas del déficit fiscal producto del exceso de gasto público, o también se opina sobre la ineficiencia del sistema político, cuestiones estas que son agitadas hasta lograr un estado de saturación, se guarda un sospechoso silencio sobre las causas originales y las claudicaciones que llevaron a la Argentina a lo que pareciera un imparable proceso de decadencia que lleva más de cuarenta y seis años. Es evidente que no existe ninguna posibilidad de reactivación de la economía, el desarrollo del sistema productivo, y una necesaria y acelerada industrialización, si no se plantea en su real dimensión el problema de la deuda por la enorme magnitud de recursos que ella sustrae al crecimiento. Pero ocurre que hablar de este tema supone enfrentar una suerte de pensamiento único en el que confluyen los dos sectores políticos con mayor representación parlamentaria, los llamados “mercados”, eufemismo para designar a los grupos financieros, gran parte de los economistas del sistema, los grandes medios de comunicación y, como no podía ser menos, la enseñanza que se imparte en los claustros universitarios, con algunas honrosas excepciones.
Aunque debiera ser un tema de conocimiento público, pareciera que solo un grupo reducido de especialistas conoce lo que es el endeudamiento externo, y en los ámbitos académicos se usa un lenguaje técnico que se limita a explicaciones sobre la política macroeconómica, donde el sujeto de la historia, la persona, es solo una referencia numérica a la que no se le asigna demasiado significado. En ese grupo reducido de economistas, si bien no tienen por qué conocer los aspectos jurídicos del endeudamiento, sí debiera interesarles conocer la legalidad de las contrataciones, la violación de las normas constitucionales, los ilícitos cometidos en los contratos celebrados con los bancos extranjeros, y no ignorar tales cuestiones como si el tema de la juridicidad fuera una cuestión exógena y carente de importancia.
En todo lo referido a la aplicación de las normas jurídicas hay que tener un especial cuidado, ya que muchos de los análisis y reflexiones jurisprudenciales, supuestamente objetivos y científicos, tuvieron en muchos casos un indudable trasfondo ideológico, relacionado con una concepción elitista del poder, para la cual la posibilidad de todo cambio estructural era un atentado al sistema, el que a través de sus propios mecanismos de autodefensa sólo pretendía lograr su perpetuación. Esa concepción del derecho sirvió siempre para legitimar la injusticia social y para que en una cuasi alianza con los poderes económicos, y respaldando a los gobiernos de facto, se convirtiera en un factor determinante, obstruyendo cualquier posibilidad de lograr un orden social más justo.
Una de las formas más corrientes de esa manipulación jurídica fue utilizar conceptos que, partiendo de una supuestamente correcta fundamentación teórica, sirvieran para avalar procedimientos reñidos con las normas más elementales del derecho. Se fue a lo formal, antes que a lo sustancial; la apariencia de legalidad fue más que suficiente para encubrir cualquier fraude o acto ilegítimo que se cometiera en perjuicio del Estado. Así el instituto de la prescripción sirvió para que después de juicios muy dilatados, morosos, donde no existía la real intención de investigar lo que fuera denunciado, los responsables de la comisión de delitos de acción pública pudieran ser sobreseídos definitivamente, sin que pudiera llegar a establecerse ninguna responsabilidad. El juicio sobre la deuda que tramitó en la justicia federal número 2, donde se sobreseyó al exministro de Economía Martínez de Hoz y no se condenó a nadie es un claro ejemplo de ese accionar, aunque podrían señalarse muchas causas con resultados similares.
A partir de 1976, la idea básica del gobierno dictatorial se plasmó en un difundido enunciado: “achicar al Estado es agrandar a la Nación”, premisa que ocultaba la idea fundamental de la destrucción del propio Estado, al que había que reducir a la categoría de un mero ente administrativo, con funciones limitadas a lo que fuera imprescindible para su funcionamiento, pero donde las líneas rectoras iban a ser trazadas por el poder financiero que se había adueñado del país. El endeudamiento externo que comenzó durante la dictadura estuvo destinado no solo a cumplir un papel relevante en ese deleznable proyecto, sino que podría decirse también que se constituyó en su columna vertebral, en su estructura primaria, arrasando con todo lo que pudiera haber de legalidad en cuestiones fundamentales que hacían a la administración pública, aunque se diera una apariencia de formalidad a ciertos actos, cuya ilegalidad recién se pudo poner en evidencia con la investigación penal del endeudamiento.
No debe olvidarse que en ciertas cuestiones relacionadas con el derecho y la juridicidad se puede advertir que existe una especie de modelo de jurista técnico, reconocido en los ámbitos académicos y profesionales, donde están ausentes el compromiso y la reflexión crítica sobre los sistemas jurídicos impuestos por el poder. Si bien los trabajos que publican algunos autores destacados pueden mostrar un modelo de corrección interpretativa, tienen una predilección muy concreta por ciertos parámetros ideológicos y actúan en consecuencia con ellos, sin dejar por eso de encubrirlos bajo formas supuestamente asépticas del discurso jurídico. Existen objetivos muy claros en ese discurso y en la reflexión que los anima. No hay que emplear