E. Sánchez Vanegas.
Hacia la mitad de los ochenta los espacios para el rock cantado en español comenzaron a abrirse poco a poco: la radio pública y las emisoras universitarias, así como algunas franjas especializadas de la radio comercial, pusieron a sonar la música que los jóvenes argentinos y españoles venían haciendo en las democracias restauradas en sus países; los lanzamientos de Compañía Ilimitada y Kraken tuvieron buena acogida, y las puertas empezaron a abrirse en un contexto cada vez más favorable; Soda Stereo en 1986 y Barón Rojo en 1987 vinieron a presentarse por primera vez en nuestro país; las grandes marcas, los medios masivos y los políticos vieron que el rock en nuestro idioma traía consigo una gran oportunidad para ganar adeptos entre los jóvenes. Era una oportunidad que no podían dejar pasar.
Así fue como vimos un auge de apenas un par años en los que, a pesar de la situación de orden público, se realizaron conciertos que convocaban miles de personas de toda índole. Un evento de rock atraía a metaleros, punkeros, rockeros de la vieja guardia y adolescentes de los estratos más altos; no había más eventos, entonces todos terminaban reunidos allí. Una luz roja y una batería parecían suficientes.
Esa moda, explotada por cadenas de pizzerías, bebidas gaseosas, marcas de ropa y delfines políticos, tuvo su momento cumbre el 17 de septiembre de 1988, con el Concierto de Conciertos. Compañía Ilimitada, Pasaporte, Océano, Los Prisioneros, Toreros Muertos, Franco de Vita, José Feliciano, Yordano y Timbiriche conformaron la extraña nómina de este evento, que tuvo un cierre inolvidable con la presentación del argentino Miguel Mateos.
Todos los grandes medios estuvieron presentes, el país entero pudo ver allí una gran promesa, y algunos llegaron a creer que el “rock en español” era una verdadera movida cultural, algo más que una estrategia de la radio juvenil. Sin embargo, lo que estaba por venir era justamente el año más espantoso de nuestra historia reciente.
El año 1989, con sus bombas, masacres y magnicidios, acabó con los eventos multitudinarios. Nadie estaba dispuesto a invertir en un evento que podía terminar en tragedia, ningún padre pensaba dar dinero (o permiso) a sus hijos para que se expusieran de esa forma. El juego se acababa allí, al menos el de los medios y los eventos masivos. La radio comercial prefirió mirar hacia otro lado, había llegado la hora de la lambada y el house de Technotronic.
Ese era el panorama para bandas como Estados Alterados, Compañía Ilimitada, Pasaporte, Sociedad Anónima, Hora Local o Signos Vitales. Sin embargo, nuestro rock ha sido siempre mucho más que lo que ofrecen las emisoras de FM: en los sectores marginales de Medellín y Bogotá, la música tomaba caminos más difíciles, crudos y descarnados. Se manifestaba a través de sonidos radicales que solo tenían espacio radial en programas especializados con horarios para insomnes. El punk y el metal (en sus distintos géneros) se habían convertido en la segunda mitad de los ochenta en la forma de expresión de miles de jóvenes desencantados. Particularmente en las comunas más pobres de Medellín, muchos de ellos encontraban en la música el único camino para alejarse de las tentaciones que ofrecían el narcotráfico y el sicariato.
Para bandas como Darkness, La Pestilencia, Neurosis, Pestes, Mutantex, Masacre, Parabellum o Reencarnación, la masividad no parecía posible, por eso, el fenómeno del rock en español no tuvo mayor impacto en sus carreras. Sus conciertos tenían lugar en bares, bodegas o coliseos pequeños; no parecían un blanco interesante para los violentos ni para las grandes marcas comerciales. Su carácter subterráneo les marcaba un camino lleno de adeptos fieles que garantizaron su supervivencia y su relevancia. Para hacerse una buena idea de esto, basta ver Rodrigo D: no futuro, la legendaria película del director Víctor Gaviria (1990). Mientras eso pasaba, las bandas que figuraban en los medios masivos no tuvieron tiempo suficiente para construir públicos sólidos.
En este panorama, los noventa nacieron dominados por el miedo y la incertidumbre, con un desencanto cada vez mayor para los músicos y la audiencia, pero con la sospecha de que era posible hacer rock colombiano y llegar más allá de Espectaculares JES. De los grandes conciertos en estadios, plazas de toros y coliseos, el rock pasó a los bares.
Las principales ciudades vieron nacer decenas de lugares en los que el rock encontró su refugio de las balas y las bombas. Allí nacieron las grandes bandas de los noventa en Colombia, muchas de las cuales hoy continúan liderando un movimiento que lucha por sobrevivir ante las arremetidas de las nuevas tendencias.
De cualquier modo, resulta fundamental entender que la violencia no fue el único detonante para los grandes cambios que vivió la música popular en Colombia durante la última década del siglo XX. Los noventa estuvieron marcados por una serie de hitos que transformaron definitivamente el panorama musical, no solo en términos estéticos, sino de industria, de públicos y formas de difusión, entre otros.
Un aspecto fundamental, cuya influencia se evidenciará más adelante, estuvo presente en la Constitución Política de 1991, que proclamó a Colombia como una nación en la que el Estado debe reconocer y proteger la diversidad étnica y cultural.
La Asamblea Nacional Constituyente de 1991 contó con dos constituyentes indígenas y visibilizó el carácter multiétnico y pluricultural de nuestra nación. A pesar de lo que evidencian las dolorosas realidades que vemos diariamente, la nueva Constitución representó un avance muy importante al abrir espacios para los derechos de los indígenas, afrodescendientes y demás grupos étnicos. La ley nos decía expresamente que éramos mestizos, negros, mulatos, criollos e indios. Entre otras cosas, esto cambió un poco el paisaje del Congreso, y vimos por primera vez a algunos parlamentarios que no se vestían como Alberto Santofimio.
No pretendemos asegurar que estos cambios influyeran en la música con una relación de causalidad directa, pero es posible que sí hayan tenido una incidencia en el espíritu del país. De cualquier modo, el mestizaje y el reconocimiento de nuestras raíces e identidades se vieron claramente reflejados en muchas de las manifestaciones artísticas más relevantes de los noventa.
Otro hecho fundamental, que aparentemente no tiene nada que ver con la música, fue la apertura económica que empezó a implementarse definitivamente en 1990. Las importaciones se encontraban muy restringidas y gravadas con aranceles altísimos que se fueron desmontando poco a poco, en un proceso que para algunos desestabilizó la economía colombiana, afectó profundamente el campo y elevó las cifras de desempleo. Más allá de estas discusiones, que superan ampliamente las capacidades de quien escribe este capítulo, la cosa era más o menos así: conseguir los instrumentos musicales y los equipos necesarios para tocar y producir rock profesionalmente era algo casi imposible. Los costos eran elevadísimos, y el acceso a, por ejemplo, una batería estaba reservado a personas de clases altas o a quienes contaban con la posibilidad de viajar al exterior. Durante años era frecuente encontrar baterías hechas con canecas y radiografías templadas, dotadas con platillos de banda de guerra. Rodrigo Mancera (Morfonia, Bloque, Supervelcro) recuerda que él mismo hizo su primera guitarra eléctrica, y Jota García (Ciegossordomudos, Compañía Ilimitada, Soonorama, Tequendama) aprendió de su maestro cubano a hervir en agua las cuerdas del bajo para que recuperaran el sonido que iban perdiendo con el tiempo.
Con la apertura económica, se fue haciendo más cómodo el acceso a instrumentos, equipos, discos, revistas, ropa y accesorios, todos ellos indispensables para cualquiera que quisiera vivir la experiencia del rock en toda su magnitud.
Por otro lado, y viendo las cosas más allá de los gustos personales, que de eso no se trata, resulta fundamental reconocer el papel que desempeñaron Carlos Vives y Aterciopelados en nuestra cultura popular